Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Pecado → el mal en el mundo.

No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. Porque en Cristo plugo al Padre poner la plenitud de todo ser, y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la Cruz31.

Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios.

Cada situación humana es irrepetible, fruto de una vocación única que se debe vivir con intensidad, realizando en ella el espíritu de Cristo. Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres.

El trigo y la cizaña

Os he trazado, con la doctrina de Cristo, no con mis ideas, un camino ideal de cristiano. Convenís en que es alto, sublime, atractivo. Pero quizá alguno se pregunte: ¿es posible vivir así en la sociedad de hoy?

Ciertamente, el Señor nos ha llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las castas: cerradas, impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque —no lo olvidéis— la caridad, más que en dar, está en comprender.

Atravesamos una época en la que los fanáticos y los intransigentes —incapaces de admitir razones ajenas— se curan en salud, tachando de violentos y agresivos a los que son sus víctimas. Nos ha llamado, en fin, cuando se oye parlotear mucho de unidad, y quizá sea difícil concebir que pueda tolerarse mayor desunión entre los mismos católicos, no ya entre los hombres en general.

Yo no hago jamás consideraciones políticas, porque ese no es mi oficio. Para describir sacerdotalmente la situación del mundo actual, me basta pensar de nuevo en una parábola del Señor: la del trigo y la cizaña. El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena simiente en su campo; pero, al tiempo de dormir los jornaleros, vino cierto enemigo suyo, esparció cizaña en medio del trigo, y se fue39. Está claro: el campo es fértil y la simiente es buena; el Señor del campo ha lanzado a voleo la semilla en el momento propicio y con arte consumada; además, ha organizado una vigilancia para proteger la siembra reciente. Si después aparece la cizaña, es porque no ha habido correspondencia, porque los hombres —los cristianos especialmente— se han dormido, y han permitido que el enemigo se acercara.

Cuando los servidores irresponsables preguntan al Señor por qué ha crecido la cizaña en su campo, la explicación salta a los ojos: inimicus homo hoc fecit40, ¡ha sido el enemigo! Nosotros, los cristianos que debíamos estar vigilantes, para que las cosas buenas puestas por el Creador en el mundo se desarrollaran al servicio de la verdad y del bien, nos hemos dormido —¡triste pereza, ese sueño!—, mientras el enemigo y todos los que le sirven se movían sin cesar. Ya veis cómo ha crecido la cizaña: ¡qué siembra tan abundante y en todas partes!

No tengo vocación de profeta de desgracias. No deseo con mis palabras presentaros un panorama desolador, sin esperanza. No pretendo quejarme de estos tiempos, en los que vivimos por providencia del Señor. Amamos esta época nuestra, porque es el ámbito en el que hemos de lograr nuestra personal santificación. No admitimos nostalgias ingenuas y estériles: el mundo no ha estado nunca mejor. Desde siempre, desde la cuna de la Iglesia, cuando aún se escuchaba la predicación de los primeros doce, surgieron ya violentas las persecuciones, comenzaron las herejías, se propaló la mentira y se desencadenó el odio.

Pero tampoco es lógico negar que parece que el mal ha prosperado. Dentro de todo este campo de Dios, que es la tierra, que es heredad de Cristo, ha brotado cizaña: no sólo cizaña, ¡abundancia de cizaña! No podemos dejarnos engañar por el mito del progreso perenne e irreversible. El progreso rectamente ordenado es bueno, y Dios lo quiere. Pero se pondera más ese otro falso progreso, que ciega los ojos a tanta gente, porque con frecuencia no percibe que la humanidad, en algunos de sus pasos, vuelve atrás y pierde lo que antes había conquistado.

El Señor —repito— nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios —Dios no pierde batallas—, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa.

Ser apóstol de apóstoles

Llenar de luz el mundo, ser sal y luz21: así ha descrito el Señor la misión de sus discípulos. Llevar hasta los últimos confines de la tierra la buena nueva del amor de Dios. A eso debemos dedicar nuestras vidas, de una manera o de otra, todos los cristianos.

Diré más. Hemos de sentir la ilusión de no permanecer solos, debemos animar a otros a que contribuyan a esa misión divina de llevar el gozo y la paz a los corazones de los hombres. En la medida en que progresáis, atraed a los demás con vosotros, escribe San Gregorio Magno; desead tener compañeros en el camino hacia el Señor 22.

Pero tened presente que, cum dormirent homines, mientras dormían los hombres, vino el sembrador de la cizaña, dice el Señor en una parábola23. Los hombres estamos expuestos a dejarnos llevar del sueño del egoísmo, de la superficialidad, desperdigando el corazón en mil experiencias pasajeras, evitando profundizar en el verdadero sentido de las realidades terrenas. ¡Mala cosa ese sueño, que sofoca la dignidad del hombre y le hace esclavo de la tristeza!

Hay un caso que nos debe doler sobre manera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille ante los hombres24; porque, además, está en juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios25, siendo generosos sin tasa.

Es necesario, pues, despertar a quienes hayan podido caer en ese mal sueño: recordarles que la vida no es cosa de juego, sino tesoro divino, que hay que hacer fructificar. Es necesario también enseñar el camino, a quienes tienen buena voluntad y buenos deseos, pero no saben cómo llevarlos a la práctica. Cristo nos urge. Cada uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a Jesucristo.

Notas
31

Col I, 19-20.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
39

Mt XIII, 24-25.

40

Mt XIII, 28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Cfr. Mt V, 13-14.

22

S. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 6, 6 (PL 76, 1098).

23

Mt XIII, 25.

24

Cfr. Mt V, 15-16.

25

Cfr. Ioh IV, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura