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Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Pecado → lucha ascética .

La sal de la mortificación

Para santificarse, el cristiano corriente —que no es un religioso, que no se aparta del mundo, porque el mundo es el lugar de su encuentro con Cristo— no necesita hábito externo, ni signos distintivos. Sus signos son internos: la presencia de Dios constante y el espíritu de mortificación. En realidad, una sola cosa, porque la mortificación no es más que la oración de los sentidos.

La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados —¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!— y por todos los pecados de los hombres. Hemos de seguir de cerca las pisadas de Cristo: traemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación, la abnegación de Cristo, su abatimiento en la Cruz, para que también en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús44. Nuestro camino es de inmolación y, en esta renuncia, encontraremos el gaudium cum pace, la alegría y la paz.

No miramos al mundo con gesto triste. Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas...

Ahora, con el auxilio de Dios hemos aprendido a descubrir, a lo largo de la jornada en apariencia siempre igual, spatium verae poenitentiae, tiempo de verdadera penitencia; y en esos instantes hacemos propósitos de emendatio vitae, de mejorar nuestra vida. Este es el camino para disponernos a la gracia y a las inspiraciones del Espíritu Santo en el alma. Y con esa gracia —repito— viene el gaudium cum pace, la alegría, la paz y la perseverancia en el camino45.

La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate —en pequeños detalles, durante todo el día—, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos46.

Lucha, compromiso de amor y de justicia

Pero este lenguaje, ¿no resulta ya anticuado? ¿Acaso no ha sido sustituido por un idioma de ocasión, de claudicaciones personales encubiertas con un ropaje pseudocientífico? ¿No existe un acuerdo tácito en que los bienes reales son: el dinero que todo lo compra, el poderío temporal, la astucia para quedar siempre arriba, la sabiduría humana que se autodefine adulta, que piensa haber superado lo sacro?

No soy, ni he sido nunca pesimista, porque la fe me dice que Cristo ha vencido definitivamente y nos ha dado, como prenda de su conquista, un mandato, que es también un compromiso: luchar. Los cristianos tenemos un empeño de amor, que hemos aceptado libremente, ante la llamada de la gracia divina: una obligación que nos anima a pelear con tenacidad, porque sabemos que somos tan frágiles como los demás hombres. Pero a la vez no podemos olvidar que, si ponemos los medios, seremos la sal, la luz y la levadura del mundo: seremos el consuelo de Dios.

Nuestro ánimo de perseverar con tesón en este propósito de Amor es, además, deber de justicia. Y la materia de esta exigencia, común a todos los fieles, se concreta en una batalla constante. Toda la tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi, soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones. A veces, por escasez de sentido sobrenatural, por un descreimiento práctico, no se quiere entender nada de la vida en la tierra como milicia. Insinúan maliciosamente que, si nos consideramos milites Christi, cabe el peligro de utilizar la fe para fines temporales de violencia, de banderías. Ese modo de pensar es una triste simplificación poco lógica, que suele ir unida a la comodidad y a la cobardía.

Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean. Ese peligro no existe, si la lucha se entiende como Cristo nos ha enseñado: como guerra de cada uno consigo mismo, como esfuerzo siempre renovado de amar más a Dios, de desterrar el egoísmo, de servir a todos los hombres. Renunciar a esta contienda, con la excusa que sea, es declararse de antemano derrotado, aniquilado, sin fe, con el alma caída, desparramada en complacencias mezquinas.

Para el cristiano, el combate espiritual delante de Dios y de todos los hermanos en la fe, es una necesidad, una consecuencia de su condición. Por eso, si alguno no lucha, está haciendo traición a Jesucristo y a todo su cuerpo místico, que es la Iglesia.

Lucha incesante

La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes.

Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado8.

El cristiano no debe esperar, para iniciar o sostener esta contienda, manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. La vida interior no es cosa de sentimientos, sino de gracia divina y de voluntad, de amor. Todos los discípulos fueron capaces de seguir a Cristo en su día de triunfo en Jerusalén, pero casi todos le abandonaron a la hora del oprobio de la Cruz.

Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insustancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.

En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad.

La lucha interior

Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús9, nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios10. Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.

En este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad.

Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos.

No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.

No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.

La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea34, te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba.

El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día.

Cristo resucita en nosotros, si nos hacemos copartícipes de su Cruz y de su Muerte. Hemos de amar la Cruz, la entrega, la mortificación. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la fe en la gracia; es un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder a la llamada de Dios.

De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio.

Notas
44

2 Cor IV, 10.

45

Gaudium cum pace, emendationem vitae, spatium verae poenitentiae, gratiam et consolationem Sancti Spiritus, perseverantiam in bonis operibus, tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus. Amen (Breviario Romano, oración preparatoria para la Santa Misa).

46

1 Cor IX, 22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

1 Cor IX, 26-27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

2 Tim II, 3.

10

2 Cor X, 3-5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
34

2 Cor XII, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura