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Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Santidad → santidad personal .

La muerte de Cristo nos llama a una plena vida cristiana

Acabamos de revivir el drama del Calvario, lo que me atrevería a llamar la Misa primera y primordial, celebrada por Jesucristo. Dios Padre entrega a su Hijo a la muerte. Jesús, el Hijo Unigénito, se abraza al madero, en el que le habían de ajusticiar, y su sacrificio es aceptado por el Padre: como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo6.

En la tragedia de la Pasión se consuma nuestra propia vida y la entera historia humana. La Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo7, para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre.

Por contraste, esa realidad nos lleva a detenernos en nuestras desdichas, en nuestros errores personales. No debe desanimarnos esta consideración, ni colocarnos en la actitud escéptica de quien ha renunciado a las ilusiones grandes. Porque el Señor nos reclama tal como somos, para que participemos de su vida, para que luchemos por ser santos. La santidad: ¡cuántas veces pronunciamos esa palabra como si fuera un sonido vacío! Para muchos es incluso un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un fin concreto, una realidad viva. No pensaban de este modo los primeros cristianos, que usaban el nombre de santos para llamarse entre sí, con toda naturalidad y con gran frecuencia: os saludan todos los santos8, salud a todo santo en Cristo Jesús9.

Ahora, situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor, a una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de veras con Cristo, de perseverar, cueste lo que cueste, en esa misión sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos sin excepción, que nos empuja a ser sal y luz del mundo10.

Pensar en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.

Pero el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo11. Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.

De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo. Hace falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca12. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo13.

Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural.

Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndose de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas. Ante cualquier dificultad, esta es la panacea: santidad personal, entrega al Señor.

Ser santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil: está al alcance de la mano. Cuando una persona se pone enferma, ocurre en ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede así. La medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que instituyó.

Repitamos, con la palabra y con las obras: Señor, confío en Ti, me basta tu providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios grandes milagros. Hemos de suplicar, en cambio, que aumente nuestra fe, que ilumine nuestra inteligencia, que fortalezca nuestra voluntad. Jesús permanece siempre junto a nosotros, y se comporta siempre como quien es.

Desde el comienzo de mi predicación, os he prevenido contra un falso endiosamiento. No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios —y este es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia32. Nosotros que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria personal, seremos eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza. Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad.

Si sentís decaimiento, al experimentar —quizá de un modo particularmente vivo— la propia mezquindad, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy.

Aun en los momentos en los que percibamos más profundamente nuestra limitación, podemos y debemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina. No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás33: el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores. Así todos esos decaimientos —los tuyos, los míos, los de todos los hombres—, serán también soporte para el reino de Cristo.

Reconozcamos nuestras enfermedades, pero confesemos el poder de Dios. El optimismo, la alegría, el convencimiento firme de que el Señor quiere servirse de nosotros, han de informar la vida cristiana. Si nos sentimos parte de esta Iglesia Santa, si nos consideramos sostenidos por la roca firme de Pedro y por la acción del Espíritu Santo, nos decidiremos a cumplir el pequeño deber de cada instante: sembrar cada día un poco. Y la cosecha desbordará los graneros.

Notas
6

Cfr. Rom III, 24 ss; Heb X, 5 ss; Ioh VII, 39.

7

1 Pet II, 5.

8

Rom XVI, 15.

9

Phil IV, 21.

10

Cfr. Mt V, 13-14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc XIV, 26.

12

1 Ioh III, 18.

13

Lc XIV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

Eph I, 4.

33

Cfr. Lc IX, 62.

Referencias a la Sagrada Escritura