Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Santidad → llamada universal .

Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos.

Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. San Pablo evoca con temblor su vocación: después de todos se me apareció a mí, que vengo a ser como un abortivo, siendo el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios15. Así escribe Saulo de Tarso, con una personalidad y un empuje que la historia no ha hecho sino agrandar.

Sin que haya mediado mérito alguno por nuestra parte, os decía: porque en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma —la fe—, el amor con el que amamos —la caridad— y el deseo por el que nos sostenemos —la esperanza—, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal.

Ahora, desde esa humildad, podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro.

Un camino de fe es un camino de sacrificio. La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio, pero exige que abandonemos todo lo que estorba al querer de Dios. La luz que se enciende es sólo el principio; hemos de seguirla, si deseamos que esa claridad sea estrella, y luego sol. Mientras los Magos estaban en Persia —escribe San Juan Crisóstomo— no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia. Se puede decir que no hubieran continuado viendo la estrella, si hubiesen permanecido en su país. Démonos prisa, pues, también nosotros; y aunque todos nos lo impidan, corramos a la casa de ese Niño6.

Firmeza en la vocación

Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el Rey Herodes se turbó y, con él, toda Jerusalén7. Todavía hoy se repite esta escena. Ante la grandeza de Dios, ante la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe, no faltan personas que se extrañan, y aun se escandalizan, desconcertadas. Se diría que no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes terrenos. Ante los hechos de generosidad, que perciben en la conducta de otros que han oído la llamada del Señor, sonríen con displicencia, se asustan o —en casos que parecen verdaderamente patológicos— concentran todo su esfuerzo en impedir la santa determinación que una conciencia ha tomado con la más plena libertad.

Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos, que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo? Las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes, ¿son sólo para oírlas, o para oírlas y ponerlas en práctica? Él dijo: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto8.

Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles9. Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios.

Considerad el caso de Herodes: era un potente de la tierra, y tiene la oportunidad de servirse de la colaboración de los sabios: reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías10. Su poder y su ciencia no le llevan a reconocer a Dios. Para su corazón empedernido, poder y ciencia son instrumentos de maldad: el deseo inútil de aniquilar a Dios, el desprecio por la vida de un puñado de niños inocentes.

Sigamos leyendo el santo Evangelio: ellos contestaron: en Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel11. No podemos pasar por alto estos detalles de misericordia divina: quien iba a redimir al mundo, nace en una aldea perdida. Y es que Dios no hace acepción de personas12, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos: la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el Niño, se detuvo13.

La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro14. Nuestro Señor no sólo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño.

Arriesgada seguridad del cristiano

Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei coeli commorabitur4, habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: esta es la arriesgada seguridad del cristiano. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y acercarse un poco más a Él quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma, y a ponerlos por obra.

Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui5, hace falta que Él crezca y que yo disminuya.

No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí6. La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse.

Recordad las palabras de San Agustín: «Si dijeses basta, estás perdido. Ve siempre a más, camina siempre, progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no retrocedas, no te desvíes»7.

La Cuaresma ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?

Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame8. Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente: la Cruz cada día. No sólo —escribe San Jerónimo— en el tiempo de la persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en Cristo9.

Esas consideraciones no son en realidad más que el eco de aquellas otras del Apóstol: verdad es que en otro tiempo no erais sino tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; y así, proceded como hijos de la luz. El fruto de la luz consiste en caminar con toda bondad y justicia y verdad: buscando lo que es agradable a Dios10.

La conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar —en las nuevas situaciones de nuestra vida— la luz, el impulso de la primera conversión. Y esta es la razón por la que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si hemos de convertirnos de nuevo.

La lucha interior

Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús9, nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios10. Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.

En este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad.

Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos.

No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.

No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.

Tratar al Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración25.

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad26.

Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?27, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno —una de las tres Personas del único Dios—, con quien se habla y de quien se vive.

Hace falta —en cambio— que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios28.

Notas
15

1 Cor XV, 8-9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 6, 5 (PG 57, 78).

7

Mt II, 2-3.

8

Mt V, 48.

9

Cfr. Lc II, 9.

10

Mt II, 4.

11

Mt II, 5.

12

Cfr. 2 Par XIX, 7; Rom II, 1; Eph VI, 9; Col III, 25, etc.

13

Mt II, 9.

14

Ps LXXVIII, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Ps XC, 1 (Introito de la Misa).

5

Ioh III, 30.

6

Gal II, 20.

7

S. Agustín, Sermo 169, 15 (PL 38, 926).

8

Lc IX, 23.

9

S. Jerónimo, Epistula 121, 3 (PL 22, 1013).

10

Eph V, 8-10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

2 Tim II, 3.

10

2 Cor X, 3-5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
25

Act II, 42.

26

Cfr. 1 Cor XII, 4-6 y XIII, 1-13.

27

1 Cor III, 16.

28

S. Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34 (PG 75, 609).

Referencias a la Sagrada Escritura