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Después de mi muerte, podéis romper el silencio que vengo guardando desde hace tanto tiempo, y gritar, gritar. He tenido que callar por años y años. Entre mis papeles encontraréis muchas exhortaciones a la prudencia, al silencio, a vencer las dificultades con la oración y la mortificación, con la humildad, con el trabajo y los hechos, y no sólo con la lengua. Había una cosa que me impedía hablar, que me llevaba a callar, y que tiene relación con todo el preámbulo que he venido haciendo. Yo tenía –no es cosa mía, es gracia de Dios Nuestro Señor– la psicología del que no se encuentra nunca solo, ni humana ni sobrenaturalmente solo. Tenía un gran compromiso divino y humano. Y quisiera que vosotros participaseis también de este gran compromiso que persiste y persistirá siempre.

No me he encontrado nunca solo. Esto me ha hecho callar ante cosas objetivamente intolerables: ¡hubiera podido producir un buen escándalo! Era muy fácil, muy fácil… Pero no, he preferido callar, he preferido ser yo personalmente el escándalo, porque pensaba en los demás.

No tenemos más remedio que contar con ese –vamos a llamarlo así– prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás, tener este punto de vista determinado, propio, exclusivo nuestro. Querría que lo considerarais cuando estéis dispersos por todas las Regiones. No os asustéis nunca de la imprudencia de la gente, pero los que tenemos misión de velar por los demás, no podemos permitirnos ese lujo: al contrario, hemos de concedernos el lujo de la prudencia, de la serenidad, de la caridad que a nadie excluye.

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