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Pasó el tiempo y vinieron las primeras manifestaciones del Señor: aquel barruntar que quería algo, algo. Nació mi hermano cuando mis padres estaban ya agotados por la vida. Tenía yo quince o dieciséis años, cuando mi madre me llamó para comunicarme: vas a tener otro hermano. Con aquello toqué con las manos la gracia de Dios; vi una manifestación de Nuestro Señor. No lo esperaba.

Mi padre murió agotado. Tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular. No me ofusca mi cariño filial, pues yo no era un hijo ejemplar: me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón.

Dios Nuestro Señor, de aquella pobre criatura que no se dejaba trabajar, quería hacer la primera piedra de esta nueva arca de la alianza, a la que vendrían gentes de muchas naciones, de muchas razas, de todas las lenguas.

Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios. El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para despertar en mi alma una sed insaciable de Dios. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de este estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión… y a la penitencia.

Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo: –Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos… Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.

Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así.

Pasó el tiempo, y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían. Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar –de ese árbol– la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam!, Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo. Adelante, sin cosas raras, trabajando sólo con mediana intensidad… Fueron los años de Zaragoza.

Domine, ut sit!; y también, Domina, ut sit!* Hoy es un día de acción de gracias. Porque el Señor ha tenido mucha paciencia conmigo, y, desde el punto de vista sobrenatural, me ha hecho santificar a los que tenía a mi alrededor. Y yo estoy como estoy, en esta fecha.

Notas
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* * «¡Señor, que vea!», «¡Señor, que sea!» (N. del E.).

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