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Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro, porque había que hacerlos, y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei. Aún resuenan en mis oídos las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona. El Señor, «ludens… omni tempore, ludens in orbe terrarum»1, que juega con nosotros como un padre con sus niños pequeños, aunque ya no seamos criaturas de poca edad, viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser Fundador de nada.

Y no era entonces mejor que ahora; era un pobre hombre. No podía haber jamás de mi parte, cuando sucedía esto, algo que ni de lejos pudiera parecer cosa mía. Era un amor, una muestra de Amor de Dios, que se salía de los cauces de la Providencia ordinaria –porque ha habido intervenciones extraordinarias, cuando era menester; si yo dijera lo contrario, mentiría– y que yo recibía con miedo. Cuando sucedía eso, inmediatamente sentía aquel soy Yo. Con mi cabeza, cuando lo examinaba con frialdad, no veía allí nada de nervios. Era una cosa de Dios, y me iba al confesor tranquilo, aun vacilando.

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: nunca habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei. Y a los pocos días… el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Luego, a su tiempo, me fui a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

Esas intervenciones del Señor eran cosas que me conmovían, que me turbaban, que me llevaban –a pesar de mis cuatro cursos, quizá seis, de Sagrada Escritura con las mejores calificaciones– a ignorar en aquel momento todo lo que dice el Evangelio. ¡Ay, Dios mío, esto es el diablo! Y, en una ocasión, fui desde Santa Isabel a casa de mi madre para ver qué estaba escrito en el Evangelio. Y encontré todo exacto…

Cuando estaba comido de preocupaciones, ante el dilema de si debía pasar, o no, durante la guerra civil española, de un lado a otro, en medio de aquella persecución, huyendo de los comunistas, viene otra prueba externa: esa rosa de madera. Cosas así: Dios me trata como a un niño desgraciado al que hay que dar pruebas tangibles, pero de modo ordinario.

Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy, un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: «Ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum»2.

Un sacerdote ha criticado recientemente Camino diciendo que él no es el cacharro de la basura, que el cuerpo ha de resucitar. No se acuerda de lo que escribe San Pablo: «Todas las cosas las miro como basura»3, y en otro lugar: «Somos tratados como las heces del mundo, como la escoria de todos»4. Y las muchas veces que enseña la Escritura Santa que somos de barro, formados del polvo de la tierra5. A mí el Señor me lo hizo entender muy claro, de modo que ni siquiera el cubo, sino lo que hay dentro del cubo: eso es lo que me siento. Perdón, Señor, perdón.

Notas
1

Pr 8,30-31.

2

Sal 73[72],22-23.

3

Flp 3,8.

4

1 Co 4,13.

5

Cfr. Gn 3,14; 18,27; Jn 10,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
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