El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien.
Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios.