Lista de puntos

Hay 2 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Oración → acción del Espíritu Santo.

Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel9; y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío!10, te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad.

Unas páginas antes, en el Evangelio, revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre11.

Notad lo sorprendente de la respuesta: los discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre.

Cuando veo cómo algunos plantean la vida de piedad, el trato de un cristiano con su Señor, y me presentan esa imagen desagradable, teórica, formularia, plagada de cantinelas sin alma, que más favorecen el anonimato que la conversación personal, de tú a Tú, con Nuestro Padre Dios –la auténtica oración vocal jamás supone anonimato–, me acuerdo de aquel consejo del Señor: en la oración no afectéis hablar mucho, como hacen los gentiles, que se imaginan haber de ser oídos a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarles, que bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester, antes de pedírselo12. Y comenta un Padre de la Iglesia: «Pienso que Cristo nos manda que evitemos las largas oraciones; pero larga, no en cuanto al tiempo, sino por la multitud inacabable de palabras... El Señor mismo nos puso el ejemplo de la viuda que, a fuerza de súplicas, venció la renitencia del juez inicuo; y el otro de aquel inoportuno que llegó a deshora en la noche y, por su tozudez más que por la amistad, logró que se levantara de la cama el amigo (cfr. Lc XI, 5-8; XVIII, 1-8). Con esos dos ejemplos, nos manda que pidamos constantemente, pero no componiendo oraciones interminables, sino contándole con sencillez nuestras necesidades»13.

De todos modos, si al iniciar vuestra meditación no lográis concentrar vuestra atención para conversar con Dios, os encontráis secos y la cabeza parece que no es capaz de expresar ni una idea, o vuestros afectos permanecen insensibles, os aconsejo lo que yo he procurado practicar siempre en esas circunstancias: poneos en presencia de vuestro Padre, y manifestadle al menos: ¡Señor, que no sé rezar, que no se me ocurre nada para contarte!... Y estad seguros de que en ese mismo instante habéis comenzado a hacer oración.

No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones –universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares–, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con Él.

Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración!18. Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza,pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables19, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.

¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inventado nada, cuando –a lo largo de mi ministerio sacerdotal– he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso– del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor.

Notas
9

Ioh XX, 27.

10

Ioh XX, 28.

11

Lc XI, 1-2.

12

Mt VI, 7-8.

13

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 19, 4 (PG 57, 278).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Lc XI, 1.

19

Rom VIII, 26.

Referencias a la Sagrada Escritura