Lista de puntos

Hay 8 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Amor de Dios → Dios es Amor.

Este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo –verdaderamente inefable– a unas pobres criaturas, formadas con barro de la tierra.

Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris1, nos amonestaba nuestra Madre la Iglesia, al iniciarse la Cuaresma, con el fin de que jamás olvidásemos que somos muy poca cosa, que un día cualquiera nuestro cuerpo –tan lleno de vida ahora– se deshará, como la ligera nube de polvo que levantan nuestros pies al andar; se disipará como niebla acosada por los rayos del sol2.

Ejemplo de Cristo

Pero yo quisiera, después de recordaros tan crudamente nuestra personal insignificancia, encarecer ante vuestros ojos otra estupenda realidad: la magnificencia divina que nos sostiene y que nos endiosa. Escuchad las palabras del Apóstol: bien sabéis cómo ha sido la liberalidad de Nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, de modo que vosotros fueseis ricos por medio de su pobreza3. Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida, para concretar propósitos sinceros de más generosidad. Porque, y no me perdáis de vista esta meta que hemos de alcanzar, cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que –ya lo habéis oído– se hizo pobre por ti, por mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas4.

Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas1.

Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros2.

Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así –sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven–, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas3.

Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian4.

Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que –a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras– te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!

El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.

No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, Él no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es –debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos– el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos.

Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde de corazón5.

Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. Él es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su santidad perfecta, sin mancilla6. Pero tampoco indica: se darán cuenta de que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.

Pasó por este mundo con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza7. Sin embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno riguroso8, antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no sois comilones ni bebedores.

La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto –precisamente en esto– conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros9.

Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos –como tú y yo, en estos momentos– ante esa insistencia del Maestro. «El Señor no establece como prueba de la fidelidad de sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente»10.

¿No os conmueve que el Apóstol Juan, ya anciano, emplee la mayor parte de una de sus epístolas en exhortarnos para que nos comportemos según esa doctrina divina? El amor que debe mediar entre los cristianos nace de Dios, que es Amor. Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor14. Se detiene en la caridad fraterna, pues por Cristo hemos sido convertidos en hijos de Dios: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos15.

Y, mientras golpea reciamente nuestras conciencias para que se tornen más sensibles a la gracia divina, insiste en que hemos recibido una prueba maravillosa del amor del Padre por los hombres: en esto se demostró la caridad de Dios hacia nosotros, en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo, para que por Él tengamos vida16. El Señor tomó la iniciativa, viniendo a nuestro encuentro. Nos dio ese ejemplo, para que acudamos con Él a servir a los demás, para que –me gusta repetirlo– pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha. Debemos comportarnos así, porque hemos sido hechos hijos del mismo Padre, de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado.

¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere solo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él.

El Señor nos urge: portaos bien con los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian22. Podemos no sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones.

Esa dilectio, esa caridad, se llena de matices más entrañables cuando se refiere a los hermanos en la fe, y especialmente a los que, porque así lo ha establecido Dios, trabajan más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad.

El único camino

Nos hemos convencido de que la caridad nada tiene que ver con esa caricatura que, a veces, se ha pretendido trazar de la virtud central de la vida del cristiano. Entonces, ¿por qué esta exigencia de predicarla continuamente? ¿Surge como tema obligado, pero con pocas posibilidades de que se manifieste en hechos concretos?

Si mirásemos a nuestro alrededor, encontraríamos quizá razones para pensar que la caridad es una virtud ilusoria. Pero, considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad.

Recogiendo unos consejos del Apóstol –llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo32– añade un Padre de la Iglesia: «Amando a Cristo soportaremos fácilmente la debilidad de los demás, también de aquél a quien no amamos todavía, porque no tiene obras buenas»33.

Por ahí se encarama el camino que nos hace crecer en la caridad. Si imaginásemos que antes hemos de ejercitarnos en actividades humanitarias, en labores asistenciales, excluyendo el amor del Señor, nos equivocaríamos. «No descuidemos a Cristo a causa de la preocupación por el prójimo enfermo, ya que debemos amar al enfermo a causa de Cristo»34.

Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo35, para poder servirnos, porque solo en esa misma dirección se abren los afanes que merecen la pena. El amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio.

Vamos a pedir ahora al Señor, para terminar este rato de conversación con Él, que nos conceda repetir con San Pablo que triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor36.

De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla37. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles –no tienen vino38–, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor.

Notas
1

Rito de imposición de la Ceniza (Cfr. Gen III, 19).

2

Sap II, 3.

3

2 Cor VIII, 9.

4

Cfr. 1 Pet II, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Mt XXII, 37-40.

2

Ioh XIII, 34-35.

3

Cfr. Lc X, 39-40.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Mt V, 43-44.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt XI, 29.

6

Cfr. Ioh VIII, 46.

7

Cfr. Mt VIII, 20.

8

Cfr. Mt IV, 2.

9

Ioh XIII, 35.

10

S. Basilio, Regulae fusius tractatae, 3, 1 (PG 31, 918).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

1 Ioh IV, 7-8.

15

1 Ioh III, 1.

16

1 Ioh IV, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Mt V, 44.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

Gal VI, 2.

33

S. Agustín, De diversis quaestionibus LXXXIII, 71, 7 (PL 40, 83).

34

S. Agustín, Ibidem.

35

Cfr. Phil II, 6-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Rom VIII, 37-39.

37

Cant VIII, 7.

38

Ioh II, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura