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Hay 7 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Apostolado → apostolado del ejemplo.

Al pie de la viña

Érase un padre de familias, que plantó una viña, y la cercó de vallado, y cavando, hizo allí un lagar, edificó una torre, la arrendó después a ciertos labradores, y se ausentó a un país lejano22.

Querría que meditáramos las enseñanzas de esta parábola, desde el punto de vista que nos interesa ahora. La tradición ha visto, en este relato, una imagen del destino del pueblo elegido por Dios; y nos ha señalado principalmente cómo, a tanto amor por parte del Señor, correspondemos los hombres con infidelidad, con falta de agradecimiento.

Concretamente pretendo detenerme en ese se ausentó a un país lejano. Enseguida llego a la conclusión de que los cristianos no debemos abandonar esta viña, en la que nos ha metido el Señor. Hemos de emplear nuestras fuerzas en esa labor, dentro de la cerca, trabajando en el lagar y, acabada la faena diaria, descansando en la torre. Si nos dejáramos arrastrar por la comodidad, sería como contestar a Cristo: ¡eh!, que mis años son para mí, no para Ti. No deseo decidirme a cuidar tu viña.

El Señor nos ha regalado la vida, los sentidos, las potencias, gracias sin cuento: y no tenemos derecho a olvidar que somos un obrero, entre tantos, en esta hacienda, en la que Él nos ha colocado, para colaborar en la tarea de llevar el alimento a los demás. Este es nuestro sitio: dentro de estos límites; aquí hemos de gastarnos diariamente con Él, ayudándole en su labor redentora23.

Dejadme que insista: ¿tu tiempo para ti? ¡Tu tiempo para Dios! Puede ser que, por la misericordia del Señor, ese egoísmo no haya entrado en tu alma de momento. Te hablo, por si alguna vez sientes que tu corazón vacila en la fe de Cristo. Entonces te pido –te pide Dios– fidelidad en tu empeño, dominar la soberbia, sujetar la imaginación, no permitirte la ligereza de irte lejos, no desertar.

Les sobraba toda la jornada, a aquellos jornaleros que estaban en medio de la plaza; quería matar las horas, el que escondió el talento en el suelo; se va a otra parte, el que debía ocuparse de la viña. Todos coinciden en una insensibilidad, ante la gran tarea que a cada uno de los cristianos ha sido encomendada por el Maestro: la de considerarnos y la de portarnos como instrumentos suyos, para corredimir con Él; la de consumir nuestra vida entera, en ese sacrificio gozoso de entregarnos por el bien de las almas.

Perdonadme esta digresión y, aunque no nos hemos apartado del tema, volvamos al hilo conductor. Convenceos de que la vocación profesional es parte esencial, inseparable, de nuestra condición de cristianos. El Señor os quiere santos en el lugar donde estáis, en el oficio que habéis elegido por los motivos que sean: a mí, todos me parecen buenos y nobles –mientras no se opongan a la ley divina–, y capaces de ser elevados al plano sobrenatural, es decir, injertados en esa corriente de Amor que define la vida de un hijo de Dios.

No puedo evitar cierto desasosiego cuando alguno, al hablar de su trabajo, pone cara de víctima, afirma que le absorbe no sé cuántas horas al día y en realidad, no desarrolla ni la mitad de la labor de muchos de sus compañeros de profesión que, al fin y al cabo, quizá solo se mueven por criterios egoístas o, al menos, meramente humanos. Todos los que estamos aquí, manteniendo un diálogo personal con Jesús, desempeñamos una ocupación bien precisa: médico, abogado, economista... Pensad un poco en los colegas vuestros que destacan por su prestigio profesional, por su honradez, por su servicio abnegado: ¿no dedican muchas horas en la jornada –y aun en la noche– a esa tarea? ¿No tenemos nada que aprender de ellos?

Mientras hablo, yo también examino mi conducta y os confieso que, al plantearme esta pregunta, siento un poco de vergüenza y el deseo inmediato de pedir perdón a Dios, pensando en mi respuesta tan débil, tan lejana de la misión que Dios nos ha confiado en el mundo. «Cristo –escribe un Padre de la Iglesia– nos ha dejado para que fuésemos como lámparas; para que nos convirtiéramos en maestros de los demás; para que actuásemos como fermento; para que viviéramos como ángeles entre los hombres, como adultos entre los niños, como espirituales entre gente solamente racional; para que fuésemos semilla; para que produjéramos fruto. No sería necesario abrir la boca, si nuestra vida resplandeciera de esta manera. Sobrarían las palabras, si mostrásemos las obras. No habría un solo pagano, si nosotros fuéramos verdaderamente cristianos»12.

Valor ejemplar de la vida profesional

Hemos de evitar el error de considerar que el apostolado se reduce al testimonio de unas prácticas piadosas. Tú y yo somos cristianos, pero a la vez, y sin solución de continuidad, ciudadanos y trabajadores, con unas obligaciones claras que hemos de cumplir de un modo ejemplar, si de veras queremos santificarnos. Es Jesucristo el que nos apremia: vosotros sois la luz del mundo: no se puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte, ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre el candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra luz delante de los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos13.

El trabajo profesional –sea el que sea– se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío –un buen cristiano–, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que –inmersos en las realidades temporales– estamos decididos a tratar a Dios.

No estoy hablando de ideales imaginarios. Me atengo a una realidad muy concreta, de importancia capital, capaz de cambiar el ambiente más pagano y más hostil a las exigencias divinas, como sucedió en aquella primera época de la era de nuestra salvación. Saboread estas palabras de un autor anónimo de esos tiempos, que así resume la grandeza de nuestra vocación: los cristianos «son para el mundo lo que el alma para el cuerpo. Viven en el mundo, pero no son mundanos, como el alma está en el cuerpo, pero no es corpórea. Habitan en todos los pueblos, como el alma está en todas las partes del cuerpo. Actúan por su vida interior sin hacerse notar, como el alma por su esencia... Viven como peregrinos entre cosas perecederas en la esperanza de la incorruptibilidad de los cielos, como el alma inmortal vive ahora en una tienda mortal. Se multiplican de día en día bajo las persecuciones, como el alma se hermosea mortificándose... Y no es lícito a los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está permitido separarse voluntariamente del cuerpo»17.

Por tanto, equivocaríamos el camino si nos desentendiéramos de los afanes temporales: ahí os espera también el Señor; estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria, ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres hemos de acercarnos a Dios. No lograremos ese fin si no tendemos a terminar bien nuestra tarea; si no perseveramos en el empuje del trabajo comenzado con ilusión humana y sobrenatural; si no desempeñamos nuestro oficio como el mejor y si es posible –pienso que si tú verdaderamente quieres, lo será– mejor que el mejor, porque usaremos todos los medios terrenos honrados y los espirituales necesarios, para ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal.

Por amor a Dios, por amor a las almas y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. Para no escandalizar, para no producir ni la sombra de la sospecha de que los hijos de Dios son flojos o no sirven, para no ser causa de desedificación..., vosotros habéis de esforzaros en ofrecer con vuestra conducta la medida justa, el buen talante de un hombre responsable. Tanto el campesino que ara la tierra mientras alza de continuo su corazón a Dios, como el carpintero, el herrero, el oficinista, el intelectual –todos los cristianos– han de ser modelo para sus colegas, sin orgullo, puesto que bien claro queda en nuestras almas el convencimiento de que únicamente si contamos con Él conseguiremos alcanzar la victoria: nosotros, solos, no podemos ni levantar una paja del suelo24. Por lo tanto, cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor. «El perfecto cristiano lleva siempre consigo serenidad y gozo. Serenidad, porque se siente en presencia de Dios; gozo, porque se ve rodeado de sus dones. Un cristiano así verdaderamente es un personaje real, un sacerdote santo de Dios»25.

Audacia para hablar de Dios

¿Y cómo cumpliremos ese apostolado? Antes que nada, con el ejemplo, viviendo de acuerdo con la Voluntad del Padre, como Jesucristo, con su vida y sus enseñanzas, nos ha revelado. Verdadera fe es aquella que no permite que las acciones contradigan lo que se afirma con las palabras. Examinando nuestra conducta personal, debemos medir la autenticidad de nuestra fe. No somos sinceramente creyentes, si no nos esforzamos por realizar con nuestras acciones lo que confesamos con los labios.

Notas
22

Mt XXI, 33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Cfr. Col I, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

S. Juan Crisóstomo, In Epistolam I ad Timotheum homiliae, 10, 3 (PG 62, 551).

Notas
13

Mt V, 14-16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Epistola ad Diognetum, 6 (PG 2, 1175).

Notas
24

Cfr. Ioh XV, 5.

25

Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 451).

Referencias a la Sagrada Escritura