Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Debilidad humana  → la Virgen, Madre.

Vamos a pedir ahora al Señor, para terminar este rato de conversación con Él, que nos conceda repetir con San Pablo que triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está en Jesucristo Nuestro Señor36.

De este amor la Escritura canta también con palabras encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos arrastrarla37. Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles –no tienen vino38–, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús. Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del amor.

La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, solo Dios. «La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios»3. No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.

Éramos pecadores y enemigos de Dios. La Redención no solo nos libra del pecado y nos reconcilia con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación. «Como el primer Adán no nació de hombre y de mujer, sino que fue plasmado en la tierra, así también el último Adán, que había de curar la herida del primero, tomó un cuerpo plasmado en el seno de la Virgen, para ser, en cuanto a la carne, igual a la carne de los que pecaron»4.

Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila. Y, como poso, se irá grabando en nuestra alma ese compendio, para acudir sin vacilar a Ella, especialmente cuando no tengamos otro asidero. ¿No es esto interés personal, por nuestra parte? Ciertamente lo es. Pero ¿acaso las madres ignoran que los hijos somos de ordinario un poco interesados, y que a menudo nos dirigimos a ellas como al último remedio? Están convencidas y no les importa: por eso son madres, y su amor desinteresado percibe –en nuestro aparente egoísmo– nuestro afecto filial y nuestra confianza segura.

No pretendo –ni para mí, ni para vosotros– que nuestra devoción a Santa María se limite a estas llamadas apremiantes. Pienso –sin embargo– que no debe humillarnos, si nos ocurre eso en algún momento. Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de Nuestra Madre Santa María.

Quizá ahora alguno de vosotros puede pensar que la jornada ordinaria, el habitual ir y venir de nuestra vida, no se presta mucho a mantener el corazón en una criatura tan pura como Nuestra Señora. Yo os invitaría a reflexionar un poco. ¿Qué buscamos siempre, aun sin especial atención, en todo lo que hacemos? Cuando nos mueve el amor de Dios y trabajamos con rectitud de intención, buscamos lo bueno, lo limpio, lo que trae paz a la conciencia y felicidad al alma. ¿Que no nos faltan las equivocaciones? Sí; pero precisamente, reconocer esos errores, es descubrir con mayor claridad que nuestra meta es ésa: una felicidad no pasajera, sino honda, serena, humana y sobrenatural.

Una criatura existe que logró en esta tierra esa felicidad, porque es la obra maestra de Dios: Nuestra Madre Santísima, María. Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a luz a Nuestro Salvador, que estuvo junto a Él al pie de la Cruz.

En Ella adquieren realidad todos los ideales; pero no debemos concluir que su sublimidad y grandeza nos la presentan inaccesible y distante. Es la llena de gracia, la suma de todas las perfecciones: y es Madre. Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible.

Notas
36

Rom VIII, 37-39.

37

Cant VIII, 7.

38

Ioh II, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 25, a. 6.

4

S. Basilio, Commentarius in Isaiam, 7, 201 (PG 30, 466).