Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Cartas I» cuya materia es Humildad → en la vida pública .

Para evitar ese veneno, esos peligros −que no os han de apartar de esa tarea a los que tengáis esa vocación específica, que es siempre un trabajo profesional−, la triaca está en los medios ascéticos, de los que disponen todos los hijos de Dios en su Obra para santificarse en medio del mundo, en la calle: el espíritu de pobreza, desprendimiento verdadero de los bienes temporales; y el espíritu de humildad, desprendimiento de las glorias humanas, del poder: que son los frutos sabrosos del alma contemplativa en la acción profesional.

Insisto especialmente en el espíritu de humildad: porque sabéis −os lo repito continuamente− que el amor propio y el orgullo son, para el alma, mucho más insidiosos y mucho más nocivos que la concupiscencia de la carne y la concupiscencia de los ojos75, que son peligros más fáciles de descubrir y de combatir. Por eso pido a mis hijos que estén vigilantes y que no se dejen seducir por esa gloria vana, por esos humos de soberbia, de los que está cargada la atmósfera de la vida pública. Mirad lo que nos dice San Pablo: nemo se seducat. Si quis videtur inter vos sapiens esse in hoc saeculo, stultus fiat ut sit sapiens76. Nadie se engañe a sí mismo. Si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a los ojos de los mundanos, a fin de ser sabio a los de Dios.

Entendedme: vuestra humildad no ha de ser la misma que la de los religiosos, que están llamados por el Señor a huir del mundo, a vivir el contemptus saeculi, el desprecio de las realidades temporales, aunque esas realidades terrenas consideradas en sí mismas no supongan ofensa de Dios. Vuestra humildad, hijas e hijos de mi alma, ha de ser la humildad de los cristianos, que deben amar el mundo, tener aprecio a todas las cosas temporales que Dios ha dado al hombre para que le sirva; vuestra humildad debe ser la de almas llamadas a ser del mundo, pero sin ser mundanas, sin tolerar que las cosas temporales −instrumentos de trabajo, para el servicio de Dios− se apeguen al corazón e impidan el progreso espiritual, que tiende a la perfección de la caridad.

El poder, el mando, la autoridad −junto con los honores que deben necesariamente acompañar y sostener esas funciones sociales− no son cosas malas en sí, y mucho menos lo son para los seglares que deben santificarse en medio de ellas. Son cosas buenas, positivas, ordenadas por su misma naturaleza al bien del hombre y a la gloria de Dios. No son un mal necesario, ni un mal menor: ni, en paridad de condiciones, se puede decir que es más perfecto abstenerse de ellas que utilizarlas.

La enseñanza de San Pablo es clarísima: toda persona esté sujeta a las potestades superiores: porque no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual quien desobedece a las potestades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece… Porque el que gobierna es un ministro de Dios puesto para tu bien… Por esta misma razón les pagáis los tributos, porque son ministros de Dios, a quien en esto mismo sirven. Pagad pues a todos lo que se les debe: al que se le debe tributo, el tributo; al que impuesto, el impuesto; al que temor, temor; al que honra, honra77. Y, antes, el mismo Jesucristo lo había enseñado, diciendo a Pilatos: no tendrías poder alguno sobre mí, si no te fuera dado de arriba78.

Pero el poder, siendo como es necesario y bueno, no deja de ser para el hombre caído −pronus ad peccatum, inclinado al pecado− una ocasión más de apego, de vanagloria, de hinchazón, de olvido de Dios, como tantas otras cosas buenas, que se pueden volver malas por la malicia de los hombres.

Por eso, los cristianos corrientes que deben santificarse en estas cosas públicas −también vosotros, hijas e hijos míos, si habéis libremente elegido esa actividad profesional, que es parte de vuestra llamada divina− han de estar vigilantes, rectificando constantemente la intención.

Notas
75

1 Jn 2,16.

76

1 Co 3,18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
77

Rm 13,1-6.

78

Jn 19,11.

Referencias a la Sagrada Escritura