Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Cartas I» cuya materia es Verdad → defenderla con amabilidad.

Por eso, a veces, hijas e hijos míos, no tendremos más remedio que pasar un mal rato nosotros y hacérselo pasar a otros, para ayudarles a ser mejores. No seríamos apóstoles, si no estuviésemos dispuestos a que interpreten mal nuestra actuación y reaccionen de un modo desagradable.

Hemos de convencernos de que los santos −nosotros no nos creemos unos santos, pero queremos serlo− resultan necesariamente unas personas incómodas, hombres o mujeres −¡mi santa Catalina de Siena!− que con su ejemplo y con su palabra son un continuo motivo de desasosiego, para las conciencias comprometidas con el pecado.

Para los que no quieren tener una vida limpia, nuestra delicadeza en la guarda del corazón ha de ser necesariamente como un reproche, como un estímulo, que no permite a las almas abandonarse o adormecerse. Es bueno que sea así; el hijo mío que no quiera provocar estas reacciones en las almas de los que le rodean, el que desee siempre hacerse el simpático, no podrá evitar él mismo la ofensa a Dios, porque se hará cómplice de los desórdenes de los demás. Vivid de modo que podáis decir: inflammatum est cor meum, et renes mei commutati sunt: zelus domus tuae comedit me99; mi corazón se inflama y se conmueven mis entrañas: porque el celo de tu casa me devora.

Trato amable. Amistad con todos

El santo es incómodo, os decía. Pero eso no significa que haya de ser insoportable. Su celo nunca debe ser un celo amargo; su corrección nunca debe ser hiriente; su ejemplo nunca debe ser una bofetada moral, dada en la cara de sus amigos. La caridad de Cristo −esa santa transigencia con las personas, de la que os hablaba− debe suavizarlo todo, de modo que nunca se aplique a ningún hijo mío eso que se puede decir −a veces, desgraciadamente, con razón− de ciertas buenas personas: que para aguantar a un santo, se necesitan dos santos.

Nuestra actitud ha de ser todo lo contrario: no queremos que nadie se aparte de nosotros, porque no hayamos sabido comprenderle o tratarle con cariño. Nunca hemos de ser personas que van buscando pelea. Sigamos el consejo de San Pablo: vivid en paz, si puede ser y en cuanto esté de vuestra parte, con todos los hombres100.

Nos esforzamos por vivir en paz, aun cuando los demás no quieran: bendecid a los que os persiguen: bendecidlos, y no los maldigáis… A nadie devolváis mal por mal, procurando obrar el bien, no solo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres101. No tratamos nunca a nadie como enemigo, porque no podemos ser enemigos de nadie.

Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Esa es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata sólo de admitir, como un mal menor o inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error.

Se trata también de ceder, de transigir en todo lo nuestro, en lo opinable, en aquello que −no tocando lo esencial− podría ser motivo de discrepancia. Se trata, en fin, de limar asperezas, donde pueden limarse, para crear una plataforma de entendimiento, que facilite la luz a los equivocados.

Hay bastantes que claman por la transigencia, que desearían ceder en la moral de Cristo o que no tendrían dificultad en desvirtuar el dogma; pero que no toleran que les toquen su dinero, su comodidad, su capricho, su honor, sus opiniones. Quizá no tengan inconveniente en que se atente contra los derechos de la Iglesia, pero saltarán como víboras si alguien pretende intervenir en lo que consideran derechos personales, aunque muchas veces no son derechos sino arbitrio, embrollo, cosas poco claras.

Otros hacen al revés: convierten su vida en una perpetua cruzada, en una constante defensa de la fe, pero a veces se obcecan, olvidando que la caridad y la prudencia deberían regir esos buenos deseos, y se hacen fanáticos. A pesar de su recta intención, el gran servicio que quieren prestar a la verdad se desnaturaliza, y acaban haciendo más mal que bien, defendiendo quizá su opinión, su amor propio, su cerrazón de ideas.

Como el hidalgo de la Mancha, ven gigantes donde no hay más que molinos de viento; se convierten en personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír.

En cierta ocasión me contaba un periodista sus intentos de encontrar la tumba de César Borgia, el famoso condottiero odiado por unos y ensalzado por otros. El periodista fue a Viana −en Navarra−, porque había oído que había sido enterrado ante la puerta de la iglesia. Expuso sus deseos, y alguien le dijo: no se moleste en buscar; a ése… lo desenterré yo, y aventé sus cenizas en una era.

Hay, por fin, otras personas que no atacan la fe, pero que tampoco la defienden. Se han metido en un escepticismo cómodo y egoísta, que bajo capa de respetar la opinión ajena se refugia en la indecisión y en la irresponsabilidad. Su actitud queda bien reflejada en aquellos versos, que alguno escribió en broma; si los escribió en serio, debemos concluir que había entendido el Evangelio tan mal como la preceptiva literaria: en este mundo enemigo / no hay nadie de quien fiar. / Cada cual cuide de sigo, / yo de migo, tú de tigo, / y procúrese salvar*.

Espíritu universal

Este es nuestro espíritu, y lo demostraremos siempre abriendo las puertas de nuestras casas a personas de todas las ideologías y de todas las condiciones sociales, sin distinción ninguna, con el corazón y los brazos dispuestos a acoger a todos. No tenemos la misión de juzgar, sino el deber de tratar fraternalmente a todos los hombres.

No hay un alma que excluyamos de nuestra amistad, y ninguno se debe acercar a la Obra de Dios y marcharse vacío: todos han de sentirse queridos, comprendidos, tratados con afecto. Al último pobrecillo que esté ahora en el rincón más escondido del mundo, haciendo mal, le quiero también y, con la gracia de Dios, daría mi vida por salvar su alma.

Con la mente clara, con la formación que recibís, sabréis en cada caso qué es lo esencial, qué es aquello en lo que no se puede ceder. Estaréis también en condiciones de discernir esas otras cosas que algunos tienen como inmutables, cuando no son más que el producto de una época o de unas determinadas costumbres: y ese discernimiento os facilitará la disposición de ceder gustosamente. Y cederéis también −cuando estén en juego las almas− en lo que todavía es más opinable, que es casi todo.

Insisto, sin embargo, en que no debéis dejaros engañar por falsas compasiones. Muchos que parecen movidos por deseos de comunicar la verdad, ceden en cosas que son intangibles, y llaman comprensión con los equivocados, a lo que sólo es una crítica negativa, a veces brutal y despiadada, de la doctrina de nuestra Madre la Iglesia. Tampoco dejéis de comprenderlos, pero defended al mismo tiempo la verdad, con calma, con mesura, con firmeza, aunque cuando lo hagáis no falten algunos que os acusen de hacer apologías.

Notas
99

Sal 73[72],21; 69[68],10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
100

Rm 12,18.

101

Rm 12,14.17.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

Fulgencio Afán de Ribera, La virtud al uso y mística á la moda, destierro de la hipocresía en frase de eshortacion á ella, embolismo moral (1729), Madrid, Ibarra, 1820, pp. 56-57 (N. del E.).