Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Cartas II» cuya materia es Iglesia → humildad y desinterés en el servicio a la Iglesia.

Pero dejemos estas consideraciones, y volvamos al hilo de las cosas que antes os decía. Os estoy hablando de servicio, y he empezado a señalar algunas características que ha de tener el nuestro. Quisiera ahora detenerme en otra, que está muy relacionada con el modo laical de trabajar, que tenemos en la Obra: el desinterés. Hemos de servir –os he solido decir– sin esperar ni una mirada de agradecimiento en la tierra.

En conciencia, me atrevo a aseguraros que este modo de proceder no suele abundar mucho. Hemos de rezar, para que solo sean historia pasada las razones que movieron a San Bernardo a escribir aquellas palabras que dirigía al Papa Eugenio III, en los Cinco Libros sobre la Consideración: ¡Abuso grande! Pocos miran a la boca del legislador, todos a las manos. Mas no sin motivo. Ellas son las que distribuyen los cargos y los empleos… Cuando (esos ambiciosos) hacen la oferta de servir, es cuando principalmente quieren dominar. Se prometen fieles, para causar daño más oportunamente a los que en ellos confían…

Estos, hechos odiosos a la tierra y al cielo, en una y en otro pusieron sus manos, llenos de impiedad contra Dios y de temeridad contra las cosas santas; entre sí mismos sediciosos; de sus vecinos, émulos; inhumanos con sus extraños; hombres que, no amando a ninguno, nadie los ama, y que, cuando afectan ser temidos de todos, es preciso que a todos teman.

Estos mismos son los que no sufren estar sujetos y no aciertan a presidir, siendo a los superiores infieles y a los inferiores insoportables. No tienen empacho para pedir, al mismo tiempo que tienen dura la frente para negar. Son importunos para recibir, inquietos hasta que reciben, ingratos después que han recibido.

Han adiestrado su lengua para hablar cosas grandes, al mismo tiempo que todo lo que obran es muy poco. Larguísimos en prometer, escasísimos en cumplir; suavísimos aduladores y mordacísimos detractores; sencillísimos disimuladores y malignísimos traidores31.

Hijos míos, la cita ha sido larga, pero ahorra todo comentario. No os olvidéis vosotros de que el amor y el servicio a la Iglesia, cuando son auténticos, no se paran en las personas que presiden, porque apuntan siempre más alto: Domino Christo servite32, es a Cristo a quien se ha de servir, y os aseguro que esa rectitud de intención no es fácil.

Saber decir la verdad a los que mandan. Saber callar

Para los que no andan por el camino de la verdad, los que quieren decírsela son incómodos, de la misma manera que el mártir y el santo son incómodos para el tibio, y acicate para el fervoroso. La Iglesia necesita, sin embargo, del amor de sus hijos, siempre dispuestos a manifestar –con desprendimiento efectivo de su persona y con la mira puesta en objetivos sobrenaturales– todo lo que con certeza, en la presencia de Dios, vean que han de manifestar.

Hay que hacerlo con el convencimiento de que solo así se ayuda realmente al que dirige, al que sirve llevando las bridas; hay que hacerlo también, a sabiendas de que el Buen Pastor no puede tener miedo a conocer la sarna de alguna oveja, aunque se le acarreen trabajos y complicaciones, que siempre serán santos.

Y cuando no se pueda hablar –porque no es oportuno, o porque se ha recibido un consejo en ese sentido, de quien tiene autoridad para darlo–, habréis de saber callar, ofreciendo a Dios el dolor y el sufrimiento que se prueba: con fe en la providencia, llegaréis así una vez más al convencimiento de que servir es trabajar puesta la mirada siempre en el cielo.

Con todo esto os recuerdo que habéis de esforzaros por vivir ejemplarmente, sirviendo con desinterés a la Iglesia y a todas las almas. Y es oportuno que os aclare ahora –aunque sea de pasada– que es perfectamente compatible con la realidad del Opus Dei el esfuerzo que pongáis para no rechazar puestos de responsabilidad en la vida civil, porque ese empeño –noble, con medios plenamente lícitos siempre– no tiene otro objetivo que el servicio desinteresado: sería tentación diabólica pensar que es ambición personal.

Trabajaréis desde esos puestos con el mismo espíritu con que lo haríais en los quehaceres más escondidos y humildes: por afán de servicio –no encuentro otra palabra–, bien persuadidos de que los cargos, para los hijos de Dios en su Obra, han de ser siempre obligaciones, gustosamente aceptadas y gustosamente llevadas por amor al Señor y a la humanidad entera.

Otra característica de nuestra servidumbre a la Iglesia es la ausencia de bombos y propagandas, la humildad personal y colectiva con que procuramos trabajar. Desde el principio de la Obra os he dicho que no necesitamos de ningún secreto, y que nuestra discreta reserva sobre las cosas que pertenecen a la intimidad de la conciencia de cada uno, aunque entonces fuera más necesaria, había de ser algo que viviéramos siempre con naturalidad.

Pero –insisto– sin secretos ni secreteos, que no necesitamos ni nos gustan. Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que sean tapujos.

Hay gentes, sin embargo, que dan la impresión de vivir en el balcón, que se alimentan del qué dirán y de las estadísticas, y que parecen tener la simulación como regla de oro de su existencia. Tampoco con esa mentalidad se nos puede entender.

Una curiosidad enfermiza que lleve a investigar en la vida privada de los demás, a estar enterado de cosas que no deben salir del recinto de la conciencia, y que tantas veces no sirve más que para matar la vocación y hacer daño a la Iglesia, es incapaz de captar el hondo sentido cristiano de nuestro modo de trabajar.

Son personas que hacen estadísticas de todo –menos del dinero que manejan–, y no parecen darse cuenta de que hay cosas espirituales, la mayoría de las que tienen importancia, que no pueden reducirse a números.

Ciertamente no desprecio las estadísticas, que considero necesarias, pero pienso –lo veo claramente– que no debe dárseles la publicidad que a veces se les concede. Y no me baso solo en el recuerdo de la reciente experiencia vivida en España, durante la persecución religiosa del dominio comunista, sino también en lo que conozco de otras naciones.

Notas
31

S. Bernardo de Claraval, De Consideratione libri quinque ad Eugenium tertium, IV, c. II (SBO III, pp. 451-452).

32

Col 3,24.

Referencias a la Sagrada Escritura