Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Cartas II» cuya materia es Opus Dei  → las dificultades durante la Guerra civil española .

Otra característica de nuestra servidumbre a la Iglesia es la ausencia de bombos y propagandas, la humildad personal y colectiva con que procuramos trabajar. Desde el principio de la Obra os he dicho que no necesitamos de ningún secreto, y que nuestra discreta reserva sobre las cosas que pertenecen a la intimidad de la conciencia de cada uno, aunque entonces fuera más necesaria, había de ser algo que viviéramos siempre con naturalidad.

Pero –insisto– sin secretos ni secreteos, que no necesitamos ni nos gustan. Soy aragonés y, hasta en lo humano de mi carácter, amo la sinceridad: siento una repulsión instintiva por todo lo que sean tapujos.

Hay gentes, sin embargo, que dan la impresión de vivir en el balcón, que se alimentan del qué dirán y de las estadísticas, y que parecen tener la simulación como regla de oro de su existencia. Tampoco con esa mentalidad se nos puede entender.

Una curiosidad enfermiza que lleve a investigar en la vida privada de los demás, a estar enterado de cosas que no deben salir del recinto de la conciencia, y que tantas veces no sirve más que para matar la vocación y hacer daño a la Iglesia, es incapaz de captar el hondo sentido cristiano de nuestro modo de trabajar.

Son personas que hacen estadísticas de todo –menos del dinero que manejan–, y no parecen darse cuenta de que hay cosas espirituales, la mayoría de las que tienen importancia, que no pueden reducirse a números.

Ciertamente no desprecio las estadísticas, que considero necesarias, pero pienso –lo veo claramente– que no debe dárseles la publicidad que a veces se les concede. Y no me baso solo en el recuerdo de la reciente experiencia vivida en España, durante la persecución religiosa del dominio comunista, sino también en lo que conozco de otras naciones.

La inestabilidad política es casi constante en muchos países, que están expuestos de modo permanente a un movimiento de persecución anticatólica. En esas circunstancias no es en absoluto conveniente que los enemigos de la Iglesia encuentren, en publicaciones que recogen tales estadísticas o simplemente en los documentos de este tipo preparados en las curias episcopales, unos datos, a veces detalladísimos, que les servirán para destruir las fuerzas católicas organizadas. No se puede olvidar la prisa con que se dirigen los perseguidores a los archivos eclesiásticos.

Ni antes ni después de 1936 he intervenido directa o indirectamente en la política: si he tenido que esconderme, acosado como un criminal, ha sido solo por confesar la fe, aun cuando el Señor no me ha considerado digno de la palma del martirio. No obstante, tres veces he estado a punto de morir mártir: en una de esas ocasiones, ahorcaron delante de la casa en que vivíamos, a una persona que habían confundido conmigo.

El bien de la Iglesia exige –es realmente un deber– que se evite que sucedan cosas de ese estilo, que se aniquile a los servidores de Dios, como hicieron entonces, hace siete u ocho años, cuando han asesinado a tantos millares de sacerdotes y de simples fieles, y han destruido los templos y las casas religiosas.

Destruyeron también las casas en las que desarrollábamos nuestros apostolados, pero como los nombres de los hijos míos no figuraban en los documentos de la Curia episcopal, pudieron perseguirme solo a mí. Y casi todos los que entonces estaban conmigo siguieron en condiciones de trabajar por el bien de las almas, pasando inadvertidos en aquella caótica situación.