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El bien de la Iglesia exige –es realmente un deber– que se evite que sucedan cosas de ese estilo, que se aniquile a los servidores de Dios, como hicieron entonces, hace siete u ocho años, cuando han asesinado a tantos millares de sacerdotes y de simples fieles, y han destruido los templos y las casas religiosas.

Destruyeron también las casas en las que desarrollábamos nuestros apostolados, pero como los nombres de los hijos míos no figuraban en los documentos de la Curia episcopal, pudieron perseguirme solo a mí. Y casi todos los que entonces estaban conmigo siguieron en condiciones de trabajar por el bien de las almas, pasando inadvertidos en aquella caótica situación.

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