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Hay 3 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Iglesia → misión de los laicos en la Iglesia.

La misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de ambos términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?

De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo.

Lo que pasa es que, además de esta tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también —como los clérigos y los religiosos— una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.

No son estas tareas —la específica que corresponde al laico como tal laico y la genérica o común que le corresponde como fiel— dos tareas opuestas, sino superpuestas, ni hay entre ellas contradicción, sino complementariedad. Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco.

Según esto, ¿de qué manera estima que la realidad eclesial del Opus Dei se inserta en la acción pastoral de toda la Iglesia? ¿Y en el Ecumenismo?

Una aclaración previa me parece conveniente: el Opus Dei no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni la concepción teológica del status perfectionis —que Santo Tomás, Suárez y otros autores han plasmado decisivamente en la doctrina— ni las diversas concreciones jurídicas que se han dado o pueden darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios ha querido para nuestra Asociación. Baste considerar —porque una completa exposición doctrinal sería larga— que al Opus Dei no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración para sus socios, diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que sus socios cambien de estado, que dejen de ser simples fieles iguales a los otros, para adquirir el peculiar status perfectionis. Al contrario, lo que desea y procura es que cada uno haga apostolado y se santifique dentro de su propio estado, en el mismo lugar y condición que tiene en la Iglesia y en la sociedad civil. No sacamos a nadie de su sitio, ni alejamos a nadie de su trabajo o de sus empeños y nobles compromisos de orden temporal.

La realidad social, la espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan, pues, en un venero muy distinto de la vida de la Iglesia: concretamente, en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia. Esta ha sido y es, en los casi cuarenta años de existencia de la Obra, la inquietud constante —serena, pero fuerte— con la que Dios ha querido encauzar, en mi alma y en las de mis hijos, el deseo de servirle.

Consideraciones semejantes se podrían formular en relación a otros problemas, porque es realmente mucho, muchísimo, lo que queda todavía por lograr, tanto en la necesaria exposición doctrinal, como en la educación de las conciencias y en la misma reforma de la legislación eclesiástica. Yo pido mucho al Señor —la oración ha sido siempre mi gran arma— que el Espíritu Santo asista a su Pueblo, y especialmente a la Jerarquía, en la realización de estas tareas. Y le ruego también que se siga sirviendo del Opus Dei, para que podamos contribuir y ayudar, en todo lo que esté de nuestra parte, a este difícil pero estupendo proceso de desarrollo y crecimiento de la Iglesia.

Hay a la vez otros aspectos del mismo proceso de desarrollo eclesiológico, que representan estupendas adquisiciones doctrinales —a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas—, pero son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios. Usted mismo ha recordado en sus anteriores preguntas algunos de esos aspectos: el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial —no eclesiástica u oficial— propia del laico; la distinción de los derechos y deberes que el laico tiene en cuanto laico; las relaciones Jerarquía-laicado; la igualdad de dignidad y la complementariedad de tareas del hombre y de la mujer en la Iglesia; la necesidad de lograr una ordenada opinión pública en el Pueblo de Dios; etc.

Todo esto constituye evidentemente una realidad muy fluida, y a veces no exenta de paradojas. Una misma cosa, que dicha hace cuarenta años escandalizaba a casi todos o a todos, hoy no extraña a casi nadie, pero en cambio son aún muy pocos los que la comprenden a fondo y la viven ordenadamente.

Me explicaré mejor con un ejemplo. En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: «Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión ... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos».

Hoy, después de las solemnes enseñanzas del Vaticano II, nadie en la Iglesia pondrá quizá en tela de juicio la ortodoxia de esta doctrina. Pero ¿cuántos han abandonado realmente su concepción única del apostolado de los laicos como una labor pastoral organizada de arriba abajo? ¿Cuántos, superando la anterior concepción monolítica del apostolado laical, comprenden que pueda y que incluso deba también haberlo sin necesidad de rígidas estructuras centralizadas, misiones canónicas y mandatos jerárquicos? ¿Cuántos que califican al laicado de longa manus Ecclesiae, no están confundiendo al mismo tiempo en su cabeza el concepto de Iglesia-Pueblo de Dios con el concepto más limitado de Jerarquía? O bien ¿cuántos laicos entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica?