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Hay 8 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Vocación cristiana  → apostolado.

La misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de ambos términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?

De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo.

Lo que pasa es que, además de esta tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también —como los clérigos y los religiosos— una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.

No son estas tareas —la específica que corresponde al laico como tal laico y la genérica o común que le corresponde como fiel— dos tareas opuestas, sino superpuestas, ni hay entre ellas contradicción, sino complementariedad. Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco.

Algunos, precisamente por la presencia de los laicos del Opus Dei en puestos influyentes de la sociedad española, hablan de la influencia del Opus Dei en España. ¿Nos podría explicar cuál es esa influencia?

Me molesta profundamente todo lo que pueda sonar a autobombo. Pero pienso que no sería humildad, sino ceguera e ingratitud con el Señor —que tan generosamente bendice nuestro trabajo—, no reconocer que el Opus Dei influye realmente en la sociedad española. En el ambiente de los países donde la Obra lleva ya trabajando bastantes años —en España, concretamente, treinta y nueve, porque aquí fue voluntad de Dios que nuestra Asociación naciera a la vida de la Iglesia— es lógico que ese influjo ya tenga notable relevancia social, de forma paralela al progresivo desarrollo de la labor.

¿De qué naturaleza es esa influencia? Es evidente que, siendo el Opus Dei una Asociación de fines espirituales, apostólicos, la naturaleza de su influjo —en España, como en las demás naciones de los cinco continentes donde trabajamos— no puede ser sino de ese tipo: una influencia espiritual, apostólica. Lo mismo que la totalidad de la Iglesia —alma del mundo—, el influjo del Opus Dei en la sociedad civil no es de carácter temporal —social, político, económico, etc.—, aunque sí repercuta en los aspectos éticos de todas las actividades humanas, sino un influjo de orden diverso y superior, que se expresa con un verbo preciso: santificar.

Y esto nos lleva al tema de las personas del Opus Dei que usted llama influyentes. Para una Asociación cuyo fin sea hacer política, serán influyentes aquellos de sus miembros que ocupen un lugar en el parlamento o en el consejo de ministros. Si la Asociación es cultural, considerará influyentes a aquellos de sus miembros que sean filósofos de clara fama, o premios nacionales de literatura, etc. Si la Asociación, en cambio, lo que se propone es —como en el caso del Opus Dei— santificar el trabajo ordinario de los hombres, sea material o intelectual, es evidente que deberán considerarse influyentes todos sus miembros: porque todos trabajan —el general deber humano de trabajar tiene en la Obra especiales resonancias disciplinares y ascéticas—, y porque todos procuran realizar esa labor suya —cualquiera que sea— santamente, cristianamente, con deseo de perfección. Por eso, para mí, tan influyente —tan importante, tan necesario— es el testimonio de un hijo mío minero entre sus compañeros de trabajo como el de un rector de universidad entre los demás profesores del claustro académico.

¿De dónde viene, pues, la influencia del Opus Dei? Lo indica la simple consideración de esta realidad sociológica: a nuestra Asociación pertenecen personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos, empleados, personas que ejercen profesiones liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etc. ¿Ha pensado en el poder de irradiación cristiana que representa una gama tan amplia y tan variada de personas, sobre todo si se cuentan por decenas de millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico: santificar su profesión u oficio —en cualquier ambiente social en el que se muevan—, santificarse en ese trabajo y santificar con ese trabajo?

A esas labores apostólicas personales debe añadirse el crecimiento de nuestras obras corporativas de apostolado: Residencias de estudiantes, Casas de retiro, la Universidad de Navarra, Centros de formación para obreros y campesinos, Institutos técnicos, Colegios, Escuelas de formación para la mujer, etc. Estas obras han sido y son indudablemente focos de irradiación del espíritu cristiano que, promovidos por laicos, dirigidos como un trabajo profesional por ciudadanos laicos, iguales a sus compañeros que ejercitan la misma tarea u oficio, y abiertos a personas de toda clase y condición, han sensibilizado vastos estratos de la sociedad sobre la necesidad de dar una respuesta cristiana a las cuestiones que les plantea el ejercicio de su profesión o empleo.

Todo esto es lo que da relieve y trascendencia social al Opus Dei. No el hecho de que algunos de sus miembros ocupen cargos de influencia humana —cosa que no nos interesa lo más mínimo, y se deja por eso a la libre decisión y responsabilidad de cada uno—, sino el hecho de que todos, y la bondad de Dios hace que sean muchos, realicen labores —desde los más humildes oficios— divinamente influyentes.

Y esto es lógico: ¿quién puede pensar que la influencia de la Iglesia en los Estados Unidos comenzó el día en que fue elegido presidente el católico John Kennedy?

Según esto, ¿de qué manera estima que la realidad eclesial del Opus Dei se inserta en la acción pastoral de toda la Iglesia? ¿Y en el Ecumenismo?

Una aclaración previa me parece conveniente: el Opus Dei no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni la concepción teológica del status perfectionis —que Santo Tomás, Suárez y otros autores han plasmado decisivamente en la doctrina— ni las diversas concreciones jurídicas que se han dado o pueden darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios ha querido para nuestra Asociación. Baste considerar —porque una completa exposición doctrinal sería larga— que al Opus Dei no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración para sus socios, diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que sus socios cambien de estado, que dejen de ser simples fieles iguales a los otros, para adquirir el peculiar status perfectionis. Al contrario, lo que desea y procura es que cada uno haga apostolado y se santifique dentro de su propio estado, en el mismo lugar y condición que tiene en la Iglesia y en la sociedad civil. No sacamos a nadie de su sitio, ni alejamos a nadie de su trabajo o de sus empeños y nobles compromisos de orden temporal.

La realidad social, la espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan, pues, en un venero muy distinto de la vida de la Iglesia: concretamente, en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia. Esta ha sido y es, en los casi cuarenta años de existencia de la Obra, la inquietud constante —serena, pero fuerte— con la que Dios ha querido encauzar, en mi alma y en las de mis hijos, el deseo de servirle.

Consideraciones semejantes se podrían formular en relación a otros problemas, porque es realmente mucho, muchísimo, lo que queda todavía por lograr, tanto en la necesaria exposición doctrinal, como en la educación de las conciencias y en la misma reforma de la legislación eclesiástica. Yo pido mucho al Señor —la oración ha sido siempre mi gran arma— que el Espíritu Santo asista a su Pueblo, y especialmente a la Jerarquía, en la realización de estas tareas. Y le ruego también que se siga sirviendo del Opus Dei, para que podamos contribuir y ayudar, en todo lo que esté de nuestra parte, a este difícil pero estupendo proceso de desarrollo y crecimiento de la Iglesia.

Hay a la vez otros aspectos del mismo proceso de desarrollo eclesiológico, que representan estupendas adquisiciones doctrinales —a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas—, pero son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios. Usted mismo ha recordado en sus anteriores preguntas algunos de esos aspectos: el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial —no eclesiástica u oficial— propia del laico; la distinción de los derechos y deberes que el laico tiene en cuanto laico; las relaciones Jerarquía-laicado; la igualdad de dignidad y la complementariedad de tareas del hombre y de la mujer en la Iglesia; la necesidad de lograr una ordenada opinión pública en el Pueblo de Dios; etc.

Todo esto constituye evidentemente una realidad muy fluida, y a veces no exenta de paradojas. Una misma cosa, que dicha hace cuarenta años escandalizaba a casi todos o a todos, hoy no extraña a casi nadie, pero en cambio son aún muy pocos los que la comprenden a fondo y la viven ordenadamente.

Me explicaré mejor con un ejemplo. En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: «Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión ... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos».

Hoy, después de las solemnes enseñanzas del Vaticano II, nadie en la Iglesia pondrá quizá en tela de juicio la ortodoxia de esta doctrina. Pero ¿cuántos han abandonado realmente su concepción única del apostolado de los laicos como una labor pastoral organizada de arriba abajo? ¿Cuántos, superando la anterior concepción monolítica del apostolado laical, comprenden que pueda y que incluso deba también haberlo sin necesidad de rígidas estructuras centralizadas, misiones canónicas y mandatos jerárquicos? ¿Cuántos que califican al laicado de longa manus Ecclesiae, no están confundiendo al mismo tiempo en su cabeza el concepto de Iglesia-Pueblo de Dios con el concepto más limitado de Jerarquía? O bien ¿cuántos laicos entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica?

¿Cómo explica el enorme éxito del Opus Dei y por qué criterios mide usted ese éxito?

Cuando una empresa es sobrenatural, importan poco el éxito o el fracaso, tal como suelen entenderse de ordinario. Ya decía San Pablo a los cristianos de Corinto, que en la vida espiritual lo que interesa no es el juicio de los demás, ni nuestro propio juicio, sino el de Dios.

Ciertamente la Obra está hoy universalmente extendida: pertenecen a ella hombres y mujeres de cerca de setenta nacionalidades. Al pensar en ese hecho, yo mismo me sorprendo. No le encuentro explicación humana alguna, sino la voluntad de Dios, pues el Espíritu sopla donde quiere, y se sirve de quien quiere para realizar la santificación de los hombres. Todo eso es para mí ocasión de acción de gracias, de humildad, y de petición a Dios para saber siempre servirle.

Me pregunta también cuál es el criterio con que mido y juzgo las cosas. La respuesta es muy sencilla: santidad, frutos de santidad.

El apostolado más importante del Opus Dei, es el que cada socio realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia.

Quizá su pregunta se refiere a los apostolados corporativos que realiza el Opus Dei, suponiendo que en este caso se pueden medir los resultados desde un punto de vista humano, técnico: si una escuela de capacitación obrera consigue promover socialmente a los hombres que la frecuentan; si una universidad da a sus estudiantes una formación profesional y cultural adecuadas. Admitiendo que su pregunta tiene ese sentido, le diré que el resultado se puede explicar en parte porque se trata de labores realizadas por personas que ejercitan ese trabajo como una específica tarea profesional, para la que se preparan como todo el que desea hacer una labor seria. Esto quiere decir, entre otras cosas, que esas obras no se plantean con esquemas preconcebidos, sino que se estudian en cada caso las necesidades peculiares de la sociedad en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales.

Pero le repito que al Opus Dei no le interesa primordialmente la eficacia humana. El éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten estos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad.

Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo.

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina.

Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioan 12, 32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede.

Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos.

Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo.

Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios —acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (Ioan 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya—, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios. Por lo demás, todo católico, además de esa ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión específica que, como hombre y como cristiano, ha recibido.

Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos.

Usted ha hablado con frecuencia del trabajo: ¿podría decir qué lugar ocupa el trabajo en la espiritualidad del Opus Dei?

La vocación al Opus Dei no cambia ni modifica en ningún modo la condición, el estado de vida, de quien la recibe. Y como la condición humana es el trabajo, la vocación sobrenatural a la santidad y al apostolado según el espíritu del Opus Dei, confirma la vocación humana al trabajo. La inmensa mayoría de los socios de la Obra son laicos, cristianos corrientes; su condición es la de quien tiene una profesión, un oficio, una ocupación, con frecuencia absorbente, con la que se gana la vida, mantiene a su familia, contribuye al bien común, desarrolla su personalidad.

La vocación al Opus Dei viene a confirmar todo eso; hasta el punto de que uno de los signos esenciales de esa vocación es precisamente vivir en el mundo y desempeñar allí un trabajo —contando, vuelvo a decir, con las propias imperfecciones personales— de la manera más perfecta posible, tanto desde el punto de vista humano, como desde el sobrenatural. Es decir, un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena —y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio— y a la consagración del mundo, y que, por tanto, sea santificador y santificado.

Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazareth.

Porque esa tarea ordinaria es no sólo el ámbito en el que se deben santificar, sino la materia misma de su santidad: en medio de las incidencias de la jornada, descubren la mano de Dios, y encuentran estímulo para su vida de oración. El mismo quehacer profesional les pone en contacto con otras personas —parientes, amigos, colegas— y con los grandes problemas que afectan a su sociedad o al mundo entero, y les ofrece así la ocasión de vivir esa entrega al servicio de los demás que es esencial a los cristianos. Así, deben esforzarse por dar un verdadero y auténtico testimonio de Cristo, para que todos aprendan a conocer y a amar al Señor, a descubrir que la vida normal en el mundo, el trabajo de todos los días, puede ser un encuentro con Dios.

En otras palabras, la santidad y el apostolado forman una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo, que desarrollaban antes de venir a la Obra y que continúan ejerciendo después.

Cuando, en los primeros años de mi actividad pastoral, empecé a predicar estas cosas, algunas personas no me entendieron, otras se escandalizaron: estaban acostumbradas a oír hablar del mundo siempre en un sentido peyorativo. El Señor me había hecho entender, y yo procuraba hacerlo entender a los demás, que el mundo es bueno, porque las obras de Dios son siempre perfectas, y que somos los hombres los que hacemos malo al mundo por el pecado.

Decía entonces, y sigo diciendo ahora, que hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela.

El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser por eso una criatura que sepa discernir; pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22-23), para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo.

Pasando a un tema muy concreto: se acaba de anunciar la apertura en Madrid de una Escuela-residencia dirigida por la Sección femenina del Opus Dei, que se propone crear un ambiente de familia y proporcionar una formación completa a las empleadas del hogar, cualificándolas en su profesión. ¿Qué influencia cree usted que pueden tener, para la sociedad, este tipo de actividades del Opus Dei?

Esa obra apostólica —hay muchas semejantes llevadas por asociadas del Opus Dei, que trabajan junto con otras personas que no son de nuestra Asociación— tiene como fin principal el de dignificar el oficio de las empleadas del hogar, de modo que puedan realizar su trabajo con sentido científico. Digo con sentido científico, porque es preciso que el trabajo en el hogar se desarrolle como lo que es: como una verdadera profesión.

No hay que olvidar que se ha querido presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto: humillantes eran, sin duda, las condiciones en que muchas veces se desarrollaba esa tarea. Y humillantes siguen siendo algunas veces ahora: porque trabajan según el capricho de señores arbitrarios, sin garantías de derechos para sus servidores, con escasa retribución económica, sin afecto. Hay que exigir el respeto de un adecuado contrato de trabajo, con seguridades claras y precisas; hay que establecer netamente los derechos y los deberes de cada parte.

Es necesario —además de esas garantías jurídicas— que la persona que preste ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada. He dicho servicio —aunque la palabra hoy no gusta— porque toda tarea social bien hecha es eso, un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez. Sólo no es servicio el trabajo de quien lo condiciona todo a su propio bienestar.

¡Es una cosa de primera importancia el trabajo en el hogar! Por lo demás, todos los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se tienen como tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido cristiano de la vida. En cambio, hay cosas, aparentemente pequeñas, que pueden ser muy grandes por las consecuencias reales que tienen.

Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía asociada del Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario. En los dos casos, sólo me interesa que el trabajo que realicen sea medio y ocasión de santificación personal y ajena: y será más importante la labor de la persona que, en su propia ocupación y en su propio estado, vaya haciéndose más santa y cumpla con más amor la misión recibida de Dios.

Ante Dios, igual categoría tiene la que es catedrático de una universidad, como la que trabaja como dependiente de un comercio o como secretaria o como obrera o como campesina: todas las almas son iguales. Sólo que a veces son más hermosas las almas de las personas más sencillas, y siempre son más agradables al Señor las que tratan con más intimidad a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.

Con esa Escuela que se ha abierto en Madrid, puede hacerse mucho: una auténtica y eficaz ayuda a la sociedad, en una tarea importante; y una labor cristiana en el seno del hogar, llevando a las casas alegría, paz, comprensión. Estaría hablando horas sobre este tema, pero ya es suficiente lo que he dicho para ver que entiendo el trabajo en el hogar como un oficio de trascendencia muy particular, porque se puede hacer con él mucho bien o mucho mal en la entraña misma de las familias. Esperemos que sea mucho bien: no faltarán personas que, con categoría humana, con competencia y con ilusión apostólica, harán de esa profesión una tarea alegre, de eficacia inmensa en tantos hogares del mundo.