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Hay 4 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Caridad → caridad, cariño .

Hay actualmente quienes mantienen la teoría de que el amor lo justifica todo, y concluyen de ahí que el noviazgo es como un matrimonio a prueba. No seguir lo que consideran imperativos del amor piensan que es algo inauténtico, retrógrado. ¿Qué piensa usted de esa actitud?

Pienso lo que debe pensar una persona honrada, y especialmente un cristiano: que es una actitud indigna del hombre, y que degrada el amor humano, confundiéndolo con el egoísmo y con el placer.

¿Retrógrados los que no obran o piensan de esa manera? Retrógrado es más bien quien retrocede hasta la selva, no reconociendo otro impulso que el instinto. El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza. Por eso quise, hace poco más de un año, regalar a la Universidad de Navarra una imagen de Santa María, Madre del Amor Hermoso: para que los chicos y las chicas, que frecuentan los cursos de aquellas Facultades, aprendieran de Ella la nobleza del amor, también del amor humano.

¿Matrimonio a prueba? ¡Qué poco sabe de amor quien habla así! El amor es una realidad más segura, más real, más humana. Algo que no se puede tratar como un producto comercial, que se experimenta y se acepta luego o se desecha, según el capricho, la comodidad o el interés.

Esa falta de criterio es tan lamentable, que ni siquiera parece preciso condenar a quienes piensan u obran así, porque ellos mismos se condenan a la infecundidad, a la tristeza, a un aislamiento desolador, que padecerán cuando pasen apenas unos años. No puedo dejar de rezar mucho por ellos, amarlos con toda mi alma, y tratar de hacerles comprender que siguen teniendo abierto el camino del regreso a Jesucristo: que podrán ser santos, cristianos íntegros, si se empeñan, porque no les faltará ni el perdón ni la gracia del Señor. Sólo entonces comprenderán bien lo que es el amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán lo que es la paz, la alegría, la fecundidad.

Un gran problema femenino es el de las mujeres solteras. Nos referimos a aquellas que, con vocación matrimonial, no llegan a casarse. Al no conseguirlo se preguntan: ¿para qué estamos en el mundo? ¿Qué les contestaría usted?

¿Para qué estamos en el mundo? Para amar a Dios, con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, y para extender ese amor a todas las criaturas. ¿O es que esto parece poco? Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible.

El matrimonio es camino divino, es vocación. Pero no es el único camino, ni la única vocación. Los planes de Dios, para cada mujer, no están ligados necesariamente al matrimonio. ¿Tienen vocación matrimonial y no llegan a casarse? En algún caso puede ser cierto, y quizá haya sido el egoísmo o el amor propio lo que ha impedido que esa llamada de Dios se cumpliera; pero otras veces, la mayoría incluso, eso puede ser un signo de que el Señor no les ha dado verdadera vocación matrimonial. Sí: les gustan los niños; sienten que serían buenas madres; que entregarían su corazón, fielmente, a su marido y a sus hijos. Pero eso es normal en toda mujer, también en quienes, por vocación divina, no se casan —pudiendo hacerlo—, para preocuparse del servicio de Dios y de las almas.

No se han casado. Bien: que sigan, como hasta ahora, amando la Voluntad del Señor, tratando de cerca a ese Corazón amabilísimo de Jesús, que no abandona a nadie, que es siempre fiel, que nos va cuidando a lo largo de esta vida, para darse a nosotros ya desde ahora y para siempre.

Además, la mujer puede cumplir su misión —como mujer, con todas las características femeninas, también las afectivas de la maternidad— en ámbitos diversos de la propia familia: en otras familias, en la escuela, en obras asistenciales, en mil sitios. La sociedad es, a veces, muy dura —con una gran injusticia— con las que llama solteronas: hay mujeres solteras que difunden a su alrededor alegría, paz, eficacia: que saben entregarse noblemente al servicio de los demás, y ser madres, en profundidad espiritual, con más realidad que muchas, que son madres sólo fisiológicamente.

Las preguntas anteriores se han referido al noviazgo; el tema que planteo ahora se refiere ya al matrimonio: ¿qué consejos daría usted a la mujer casada para que, con el pasar de los años, su vida matrimonial siga siendo feliz, sin ceder a la monotonía? Tal vez la cuestión parezca poco importante, pero en la revista se reciben muchas cartas de lectoras interesadas por este tema.

A mí me parece que es, en efecto, una cuestión importante; y por eso lo son también las posibles soluciones, a pesar de su apariencia modesta.

Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también. Si el marido llega a casa cansado de trabajar, y la mujer comienza a hablar sin medida, contándole todo lo que a su juicio va mal, ¿puede sorprender que el marido acabe perdiendo la paciencia? Esas cosas menos agradables se pueden dejar para un momento más oportuno, cuando el marido esté menos cansado, mejor dispuesto.

Otro detalle: el arreglo personal. Si otro sacerdote os dijera lo contrario, pienso que sería un mal consejero. Cuantos más años tenga una persona que ha de vivir en el mundo, más necesario es poner interés en mejorar no sólo la vida interior, sino —precisamente por eso— el cuidado para estar presentable: aunque, naturalmente, siempre en conformidad con la edad y con las circunstancias. Suelo decir, en broma, que las fachadas, cuanto más envejecidas, más necesidad tienen de restauración. Es un consejo sacerdotal. Un viejo refrán castellano dice que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta.

Por eso, me atrevo a afirmar que las mujeres tienen la culpa del ochenta por ciento de las infidelidades de los maridos, porque no saben conquistarlos cada día, no saben tener detalles amables, delicados. La atención de la mujer casada debe centrarse en el marido y en los hijos. Como la del marido debe centrarse en su mujer y en sus hijos. Y a esto hay que dedicar tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va.

No hay excusa para incumplir ese amable deber. Desde luego, no es excusa el trabajo fuera del hogar, ni tampoco la misma vida de piedad que, si no se hace compatible con las obligaciones de cada día, no es buena, Dios no la quiere. La mujer casada tiene que ocuparse primero del hogar. Recuerdo una copla de mi tierra, que dice: la mujer que, por la iglesia, / deja el puchero quemar, / tiene la mitad de ángel, / de diablo la otra mitad. A mí me parece enteramente un diablo.

Dejando aparte las dificultades que pueda haber entre padres e hijos, también son corrientes las riñas entre marido y mujer, que a veces llegan a comprometer seriamente la paz familiar. ¿Qué consejos daría usted a los matrimonios?

Que se quieran. Y que sepan que a lo largo de la vida habrá riñas y dificultades que, resueltas con naturalidad, contribuirán incluso a hacer más hondo el cariño.

Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos personales, su genio —su mal genio, a veces— y sus defectos. Cada uno tiene también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.

Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.

Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que le resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender y, aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.

Es preciso aprender a callar, a esperar y a decir las cosas de modo positivo, optimista. Cuando él se enfada, es el momento de que ella sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la serenidad; y al revés. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo, es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...

Otra cosa muy importante: debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario tan opinables, mientras más seguro se está de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con un enfado: así se llega a la paz y al cariño. No os animo a pelear: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes —y hay que procurar que no lo sean—, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.

Un último consejo: que no riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto. Ya regañarán después, con más serenidad, si no son capaces de evitarlo. La paz conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa.

A veces nos tomamos demasiado en serio. Todos nos enfadamos de cuando en cuando; en ocasiones, porque es necesario; otras veces, porque nos falta espíritu de mortificación. Lo importante es demostrar que esos enfados no quiebran el afecto, reanudando la intimidad familiar con una sonrisa. En una palabra, que marido y mujer vivan queriéndose el uno al otro, y queriendo a sus hijos, porque así quieren a Dios.

Referencias a la Sagrada Escritura