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Hay 3 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Caridad → sacrificio.

Hay matrimonios en los que la mujer —por las razones que sean— se encuentra separada del marido, en situaciones degradantes e insostenibles. En esos casos, les resulta difícil aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Estas mujeres, separadas del marido, lamentan que se les niegue la posibilidad de construir un nuevo hogar. ¿Qué respuesta daría usted ante estas situaciones?

Diría a esas mujeres, comprendiendo su sufrimiento, que pueden ver también en esa situación la Voluntad de Dios, que nunca es cruel, porque Dios es Padre amoroso. Es posible que por algún tiempo la situación sea especialmente difícil, pero, si acuden al Señor y a su Madre bendita, no les faltará la ayuda de la gracia.

La indisolubilidad del matrimonio no es un capricho de la Iglesia, y ni siquiera una mera ley positiva eclesiástica: es de ley natural, de derecho divino, y responde perfectamente a nuestra naturaleza y al orden sobrenatural de la gracia. Por eso, en la inmensa mayoría de los casos, resulta condición indispensable de felicidad para los cónyuges, de seguridad también espiritual para los hijos. Y siempre —aun en esos casos dolorosos de que hablamos— la aceptación rendida de la Voluntad de Dios lleva consigo una honda satisfacción, que nada puede sustituir. No es como un recurso, como un consuelo: es la esencia de la vida cristiana.

Si esas mujeres tienen ya hijos a su cargo, han de ver en esto una exigencia continua de entrega amorosa, maternal, entonces muy especialmente necesaria, para suplir en esas almas las deficiencias de un hogar dividido. Y han de entender generosamente que esa indisolubilidad, que para ellas supone sacrificio, es en la mayor parte de las familias una defensa de su integridad, algo que ennoblece el amor de los esposos e impide el desamparo de los hijos.

Este asombro ante la dureza aparente del precepto cristiano de la indisolubilidad, no es nuevo: los Apóstoles se extrañaron cuando Jesús lo confirmó. Puede parecer una carga, un yugo: pero Cristo mismo ha dicho que su yugo es suave y su carga ligera.

Por otra parte, aun reconociendo la inevitable dureza de bastantes situaciones —que, en no pocos casos, se habrían podido y debido evitar—, es necesario no dramatizar demasiado. La vida de una mujer en esas condiciones, ¿es realmente más dura que la de otra mujer maltratada, o la de quien padece alguno de los otros grandes sufrimientos físicos o morales, que la existencia lleva consigo?

Lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona —y aun a una sociedad entera— es esa búsqueda ansiosa de bienestar, el intento incondicionado de eliminar todo lo que contraría. La vida presenta mil facetas, situaciones diversísimas, ásperas unas, fáciles quizá en apariencia otras. Cada una de ellas comporta su propia gracia, es una llamada original de Dios: una ocasión inédita de trabajar, de dar el testimonio divino de la caridad. A quien siente el agobio de una situación difícil, yo le aconsejaría que procure también olvidarse un poco de sus propios problemas, para preocuparse de los problemas de los demás: haciendo esto, tendrá más paz y, sobre todo, se santificará.

Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo de su parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla —tal vez muy callada, siempre revestida de naturalidad— que hay en la vida de sus padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su abnegación —muchas veces heroica— para sacar adelante la familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, y que su correspondencia —nunca podrán pagar lo que deben— ha de estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial.

Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar —ya desde los años veinte lo vengo repitiendo— dulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo.

Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuanto según esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás, para que todos puedan servir mejor a Dios.

La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal —además de las normas diarias de piedad— el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una palabra, encontrando lugar para el servicio de los demás y para sí misma: sin olvidar que todos los hombres, todas las mujeres —y no sólo los materialmente pobres— tienen obligación de trabajar: la riqueza, la situación de desahogo económico es una señal de que se está más obligado a sentir la responsabilidad de la sociedad entera.

El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es sacrificarse por sus hijos: no está sólo en concederles unas horas, sino en gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.

Para una madre es importante no sólo vivir así, sino también enseñar a vivir así a sus hijos: educarles, fomentando en ellos la fe, la esperanza optimista y la caridad; enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina.

Para resumir: que cada uno viva cumpliendo su vocación. Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia —muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades— sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar.

Referencias a la Sagrada Escritura
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