Lista de puntos

Hay 21 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Humildad.

Nuestro Opus Dei es eminentemente laical, pero los sacerdotes son necesarios. Hasta hace poco, amando como amo el sacerdocio, cada vez que se ordenaba uno de vuestros hermanos, sufría**. Ahora, al contrario, me da mucho gozo. Pero ha de ser sin coacción, con una libertad absoluta. A Dios no le molesta que un hijo mío no quiera ser sacerdote. Además, hacen falta muchos seglares, santos y doctos. Por lo tanto, los que son llamados al sacerdocio, hasta el mismo día, hasta el mismo momento de la ordenación, tienen una libertad completa. –Padre, no. Muy bien, hijo mío. Que Dios te bendiga. No me da ningún disgusto.

Sin embargo, nos hacen falta muchos sacerdotes, que sirvan como esclavos, gustosamente, a sus hermanas y a sus hermanos, y a esas vocaciones tan encantadoras que son los sacerdotes diocesanos. Hacen falta para la labor de San Rafael y para la de San Gabriel, para atender en el terreno sacramental a todos los socios de la Obra, para ayudar a esos grandes ejércitos de Cooperadores, que si son formados como se debe, serán mucho más eficaces –lo están siendo ya– que todas las asociaciones piadosas conocidas. Pero sin sacerdotes, no es posible.

La Obra se está extendiendo por el mundo de una manera prodigiosa. ¡Señor, estoy confundido! No es fácil, no se recuerda un caso en el que quienes comenzaron a trabajar en una obra tuya hayan visto, aquí en la tierra, tantas maravillas como yo estoy viendo: en extensión, en número, en calidad.

Nos hacen falta sacerdotes para el proselitismo***. Porque aunque la gran labor la hacen los seglares, llega el momento del muro sacramental, y si hubiera que acudir a clérigos que no tienen nuestro espíritu –unos porque no sabrían, otros porque no querrían– se entorpecería toda la labor.

Hacen falta sacerdotes también para el gobierno de la Obra: pocos, porque los cargos locales están en manos de mis hijos seglares, y dos tercios de los cargos del Consejo General y de las Comisiones Regionales, lo mismo; el resto serán sacerdotes que hayan trabajado mucho, que conozcan el tejemaneje de nuestra labor en todo el mundo. Llegará un momento en que los hermanos vuestros, que van a comenzar la labor en muchos sitios, vuelvan a recogerse y formen esos grupos directivos que, con su santidad personal y su experiencia, lleven con mucho garbo las riendas del gobierno.

Hacen falta sacerdotes como instrumentos de unidad. Luego el sacerdote debe poner un cuidado particular en no hacer capillitas… ¡Hay que despegarse de las almas! Yo no tenía quien me lo enseñara –no he tenido un Padre como vosotros–, era el Señor quien me indicaba que evitase siempre la cosa personal, aun antes de saber lo que Dios quería de mí. A las gentes que venían a mi confesonario, a veces les aconsejaba: vete a otro sacerdote; hoy no te confieso. Lo hacía para que se ventilaran, para que no se apegasen, para que no acudieran al sacramento por un motivo de afecto a la criatura, sino por motivos divinos, sobrenaturales: por amor de Dios.

Hijo, no pienses nunca en ti. Huye de la soberbia de imaginar que eres eso que en mi tierra llaman el palico de la gaita. Cuando no te acuerdes de ti, entonces haces buena labor. No podemos creernos el centro, de modo que pensemos que todo debe girar alrededor de nosotros. Y lo peor es que, si caes en este defecto, cuando te digan que eres soberbio, no te lo creerás; porque mientras el humilde se cree soberbio, el soberbio se cree humilde.

Os miro, hijos… ¡Qué alegría cuando te llegue el momento de enseñar a tus hermanos que los hijos de Dios en su Opus Dei han de ser contemplativos, almas contemplativas en medio del mundo! Tenéis que mantener una continua vida de oración, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. ¿De la noche a la mañana, Padre? Sí, hijo, también durmiendo.

Tú admiras, como yo, la vida silenciosa de esos hombres que se encierran en un viejo convento, ocultos en sus celdas; vida de trabajo y de oración. Cuando alguna vez he visitado a los cartujos, salgo de allí edificado y queriéndoles mucho. Comprendo su vocación, su apartamiento del mundo, y me alegro por ellos, pero… allí dentro siento mucha tristeza. En cuanto vuelvo a la calle, me digo: ¡mi celda, ésta es mi celda! Nuestra vida es tan contemplativa como la suya. Dios nos da los medios para que nuestra celda –nuestro retiro– esté en medio de las cosas del mundo, en el interior de nuestro corazón. Y pasamos el día –si hemos adquirido la formación específica nuestra– en un continuo diálogo con Dios.

Cristo, María, la Iglesia: tres amores para llenar una vida. María, tu Madre –se te iba a escapar: mamá; no importa, díselo también–, con San José y tu Ángel Custodio.

Enseñarás a tus hermanos que han de ser contemplativos y serenos. Aunque todo el mundo se hunda, aunque todo se pierda, aunque todo se agriete…, nosotros, no. Si somos fieles, tendremos la fortaleza del que es humilde, porque vive identificado con Cristo. Hijos, somos lo permanente; lo demás es transeúnte. ¡No pasa nada!

Padre, ¿y si me pegan dos tiros? ¡Santa cosa! No es nuestro camino, pero aceptaríamos la gracia del martirio como un mimo de Dios: no a nosotros, sino a nuestra familia del Opus Dei, para que ni siquiera por eso nos venza la soberbia. No nos faltará ese mimo…, pero pocas veces, porque no es el camino nuestro.

El Señor te quiere feliz en la tierra. Feliz también cuando quizá te maltraten y te deshonren. Mucha gente a alborotar: se ha puesto de moda escupir sobre ti, que eres «omnium peripsema»9, como basura…

Eso, hijo, cuesta; cuesta mucho. Es duro hasta que –por fin– un hombre se acerca al Sagrario y se ve considerado como toda la porquería del mundo, como un pobre gusano, y dice de verdad: Señor, si Tú no necesitas mi honra, ¿yo, para qué la quiero? Hasta entonces, no sabe el hijo de Dios lo que es ser feliz: hasta llegar a esa desnudez, a esa entrega, que es de amor, pero fundamentada en el dolor y en la penitencia.

No quisiera que todo lo que te estoy diciendo, hijo mío, pasara como una tormenta de verano: cuatro goterones, luego el sol y, al rato, la sequedad otra vez. No, esta agua tiene que entrar en tu alma, formar poso, eficacia divina. Y eso sólo lo conseguirás si no me dejas a mí, que soy tu Padre, hacer la oración solo. Este rato de charla que hacemos juntos, pegadicos al Sagrario, producirá en ti una huella fecunda si, mientras yo hablo, tú hablas también en tu interior. Mientras yo trato de desarrollar un pensamiento común que a cada uno de vosotros haga bien, tú, paralelamente, vas sacando otros pensamientos más íntimos, personales. De una parte, te llenas de vergüenza, porque no has sabido ser hombre de Dios plenamente; y, por otra parte, te llenas de agradecimiento, porque a pesar de todo has sido elegido con vocación divina, y sabes que no te faltará nunca la gracia del cielo. Dios te ha concedido el don de la llamada, escogiéndote desde la eternidad, y ha hecho resonar en tus oídos aquellas palabras que a mí me saben a miel y a panal: «Redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu!»10. Eres suyo, del Señor. Si te ha hecho esa gracia, te concederá también toda la ayuda que necesites para ser fiel como hijo suyo en el Opus Dei.

Con esta lealtad que tienes, hijo mío, procurarás mejorar cada día, y serás un modelo viviente del hombre del Opus Dei. Así lo deseo, así lo creo, así lo espero. Tú, después que has oído hablar al Padre de este espíritu nuestro de almas contemplativas, vas a esforzarte por serlo de verdad. Pídeselo ahora a Jesús: ¡Señor, mete estas verdades en la vida mía, no sólo en la cabeza, sino en la realidad de mi modo de ser! Si lo haces así, hijo, te aseguro que te ahorrarás muchas penas y disgustos.

4e ¡Cuántas tonterías, cuántas contrariedades desaparecen inmediatamente, si nos acercamos a Dios en la oración! Ir a hablar con Jesús, que nos pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa…, y enseguida, luz. Nos damos cuenta muchas veces de que las dificultades nos las creamos nosotros mismos. Tú, que te crees de un valor excepcional, con unas cualidades extraordinarias, y cuando los demás no lo reconocen así te sientes humillado, ofendido… Acude enseguida a la oración: ¡Señor!… Y rectifica; nunca es tarde para rectificar, pero rectifica ahora mismo. Sabrás entonces lo que es ser feliz, aunque notes todavía en las alas el barro que se está secando, como un ave que ha caído por tierra. Con la mortificación y la penitencia, con el afán de fastidiarte para hacer más amable la vida a tus hermanos, caerá ese barro, y –perdona la comparación que se me viene ahora a la cabeza– serán tus alas como las de un ángel, limpias, brillantes, y ¡a subir!

¿Verdad, hijo mío, que vas haciendo tus propósitos concretos? ¿Verdad que en la charla fraterna y en la confesión, vividas con el sentido sobrenatural que se os enseña, irás viéndote como eres, cara a Dios, con humildad? En la dirección espiritual no dejes nunca de tratar de tu vida de oración, de cómo va la presencia de Dios, de cómo es tu espíritu contemplativo.

Vamos a seguir ahora, hijos, con dos textos de la Sagrada Escritura: de San Lucas, uno; el otro de San Juan. El Señor entre barcas y redes halló a sus primeros discípulos, y muchas veces comparaba la labor de almas con las faenas pesqueras.

¿Te acuerdas de aquella pesca milagrosa, cuando se rompían las redes?3. En ocasiones, en la labor apostólica también se rompe la red por nuestra imperfección, y, aun cuando sea abundante, la pesca no es todo lo numerosa que podría ser.

A esa pesca apostólica, abierta a todas las almas, podríamos aplicar aquel texto de San Mateo, que habla de «una red barredera, que echada en el mar, allega todo género de peces»4, de cualquier tamaño y calidad, porque en sus mallas cabe todo lo que nada en las aguas del mar. Esa red no se rompe, hijo mío, porque no hemos sido ni tú ni yo, sino nuestra Madre buena, la Obra, la que se ha puesto a pescar.

Pero no quería hablarte ahora de esa pesca, ni de esa red inmensa. Deseo hacerte considerar más bien la que, en el capítulo XXI, cuenta San Juan: cuando Simón Pedro sacó a tierra, y puso a los pies de Jesús, una red «llena de ciento cincuenta y tres peces grandes»5. En esa red de peces grandes, escogidos, te metió Cristo con la gracia soberana de la vocación. Quizá una mirada de su Madre le conmovió hasta el extremo de concederte, por la mano inmaculada de la Santísima Virgen, ese don grandioso.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con su criterio maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto, hijos míos? ¿Acaso tú lo has merecido?

Este es el momento de volver a decir: ¡me dejaré meter en la barca, me dejaré cortar, rajar, romper, pulir, comer! ¡Me entrego! ¡Díselo de veras! Porque luego resulta que, a veces, por tu soberbia, cuando se te hace una indicación que es para tu santidad, parece como si te rebelaras: porque tienes en más tu juicio propio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; porque te molesta la indicación cariñosa de tus hermanos, cuando te hacen la corrección fraterna…

¡Que te entregues, que te des! Pero dile a Jesucristo: ¡tengo esta experiencia de la soberbia! ¡Señor, hazme humilde! Y Él te responderá: pues, para ser humilde, trátame, y así me conocerás y te conocerás. Cúmpleme esas Normas que Yo, a través de tu Fundador, te he dado. Cúmpleme esas Normas. Sé fiel a tu vida interior, sé alma de oración, sé alma de sacrificio. Y, a pesar de los pesares, que en esta vida no faltan, te haré feliz.

Hijo mío, sigue con tu oración personalísima, que no necesita del sonido de palabras. Y habla con el Señor así, cara a cara, tú y Él a solas. Lo contrario es muy cómodo. En el anonimato la gente se atreve a mil cosas que no osaría hacer a solas. Aquella persona encogida, cobarde, cuando está en medio de la multitud no se recata en coger un puñado de barro y arrojarlo. Yo deseo que tú, mi hijo, en la soledad de tu corazón –que es una soledad bien acompañada– te encares con tu Padre Dios y le digas: ¡me entrego!

¡Sé audaz, sé valiente, sé osado! Continúa con tu oración personal y comprométete: ¡Señor, ya no más! No más tardanzas, no más poner dificultades, no más resistencias a tu gracia; deseo ser esa buena levadura que haga fermentar toda la masa.

¿Quieres ahora que continuemos recordando estos pasajes de la Escritura Santa, que contemplemos a los Apóstoles entre las redes y las barcas, que compartamos sus afanes, que escuchemos la doctrina divina de los labios del mismo Cristo?

«Dijo a Simón: boga mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Replicó Simón: Maestro, toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido»6. Con estas palabras, los Apóstoles reconocen su impotencia: en una noche entera de trabajo no han podido pescar ni siquiera un pez. Y así tú, y así yo, pobres hombres, soberbios. Cuando queremos trabajar solos, haciendo nuestra voluntad, guiados por nuestro propio juicio, el fruto que conseguimos se llama infecundidad.

Pero hemos de seguir oyendo a Pedro: «No obstante, en tu nombre echaré la red»7. Y entonces, ¡llena, llena se manifiesta la mar, y han de venir las otras naves a ayudar, a recoger aquella cantidad de peces! ¿Lo ves? Si tú reconoces tu nulidad y tu ineficacia; si tú, en lugar de fiarte del propio juicio, te dejas guiar, no sólo te llenarás de maravillosos frutos, sino que, además, de la abundancia tuya tendrán también abundancia los otros. ¡Cuánto bien y cuánto mal puedes hacer! Bien, si eres humilde y te sabes entregar con alegría y con espíritu de sacrificio; bien para ti y para tus hermanos, para la Iglesia, para esta Madre buena, la Obra. Y cuánto mal, si te guías por tu soberbia. Tendrás que decir: «Nihil cepimus!»8, ¡nada he podido lograr!, en la noche, en plena oscuridad.

Hijo mío: tú, ahora, quizá eres joven. Por eso, yo tengo más cosas por las que pedir perdón al Señor, aunque tú también tendrás tus rincones, tus fracasos, tus experiencias… Dile a Jesús que quieres ser «como el barro en manos del alfarero»9, para recibir dócilmente, sin resistencias, esa formación que la Obra maternalmente te da.

Te veo con esta buena voluntad, te veo lleno de deseos de hacerte santo, pero quiero recordarte que, para ser santos, hemos de ser almas de doctrina, personas que han sabido dedicar el tiempo necesario, en los lugares precisos, para poner en su cabeza y en su corazón, en su vida toda, este bagaje del que se han de servir para continuar siendo, con Cristo y con los primeros Doce, pescadores de almas.

Recordando la miseria de que estamos hechos, teniendo en cuenta tantos fracasos por nuestra soberbia; ante la majestad de ese Dios, de Cristo pescador, hemos de decir lo mismo que San Pedro: «Señor, yo soy un pobre pecador»10. Y entonces, ahora a ti y a mí, como antes a Simón Pedro, Jesucristo nos repetirá lo que nos dijo hace tanto tiempo: «Desde ahora serás pescador de hombres»11, por mandato divino, con misión divina, con eficacia divina.

En este mar del mundo hay tantas almas, tantas, entre la turbulencia de las aguas. Pero oye estas palabras de Jeremías: «He aquí, dice el Señor, que yo enviaré a muchos pescadores –a vosotros y a mí– y pescaré esos peces»12, con celo por la salvación de todas las almas, con preocupación divina.

Vosotros, tú, mi hijo: ¿vas a entorpecer la labor de Jesús o la vas a facilitar? ¿Estás jugando con tu felicidad o quieres ser fiel y secundar la voluntad del Señor, y marchar con eficacia por todos los mares, pescador de hombres con misión divina? ¡Hala, hijo mío, a pescar!

Voy a acabar con las mismas palabras con que comencé: tú eres la levadura que hace fermentar toda la masa. Déjate preparar, no olvides que con la gracia de tu vocación y la entrega tuya, que es la correspondencia a esta gracia, bajo el manto de nuestra Madre Santa María, que siempre ha sabido protegerte bien entre las olas, bajo el manto y protección de nuestra Madre del Cielo, tú, pequeño fermento, pequeña levadura, sabrás hacer que toda la masa de los hombres fermente, y sufrirás aquellas ansias que me hacían escribir: omnes –¡todos: que ni una sola alma se pierda!–, omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!

Después de esta oración preparatoria, que es un acto de fe, que es un acto de amor de Dios, un acto de arrepentimiento, un acto de esperanza –‟creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados”–, que es una acción de gracias, que es un acto de devoción a la Madre de Dios… Después de esta oración preparatoria, que ya es oración mental, nos vamos a meter, como todas las mañanas, como todas las tardes, en una consideración para ser mejores.

Hijos míos: hoy, que empieza el nuevo año litúrgico con un tiempo lleno de afecto hacia el Redentor, es buen día para que nosotros recomencemos. ¿Recomenzar? Sí, recomenzar. Yo –me imagino que tú también– recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo.

«Ad te Domine levavi animam meam: Deus meus, in te confido, non erubescam»1; a Ti, Señor, levanté mi alma: Dios mío, en Ti confío; no sea yo avergonzado. ¿No es la fortaleza del Opus Dei, esta confianza en el Señor? A lo largo de muchos años, así ha sido nuestra oración, en el momento de la incomprensión, de una incomprensión casi brutal: «Non erubescam!» Pero no somos sólo nosotros los incomprendidos. La incomprensión la padecen todas las personas, físicas y morales. No hay nadie en el mundo que, con razón o sin ella, no diga que es un incomprendido: incomprendido por el pariente, por el amigo, por el vecino, por el colega… Pero si va con rectitud de intención, dirá enseguida: «Ad te levavi animam meam». Y continuará con el salmista: «Etenim universi, qui te exspectant, non confundentur»2, porque todos los que esperan en Ti, no quedarán confundidos.

«In te confido»… Ya no se trata de incomprensión, sino de personas que odian, de la mala intención de algunos. Hace años no me lo creía, ahora sí: «Neque irrideant me inimici mei»3. Hijo mío, hijo de mi alma, dale gracias al Señor porque ha puesto en la boca del salmista estas palabras, que nos llenan de la fortaleza mejor fundada. Y piensa en las veces que te has sentido turbado, que has perdido la tranquilidad, porque no has sabido acudir a este Señor –Deus tuus, Dios tuyo– y confiar en Él: no se burlarán de ti esas gentes.

Luego, ahí, en esa lucha interna del alma, y en aquella otra por la gloria de Dios, por llevar a cabo apostolados eficaces en servicio de Dios y de las almas, de la Iglesia. En esas luchas, ¡fe, confianza! “Pero, Padre –me dirás–, ¿y mis pecados?” Y te contestaré: ¿y los míos? «Ne respicias peccata nostra, sed fidem»4. Y recordaremos otras palabras de la Escritura: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»5: ya no tengo miedo porque Tú, Señor, miras mi fe, más que mis miserias, y eres mi fortaleza; porque estos hijos míos –yo os presento a Dios, a todos vosotros– son también la fortaleza mía. Fuertes, decididos, seguros, serenos, ¡victoriosos!

Pero humildes, humildes. Porque conocemos muy bien el barro de que estamos hechos, y percibimos al menos un poquito de nuestra soberbia, y un poquito de nuestra sensualidad… Y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe, a nuestra esperanza y a nuestro amor! Y tendremos serenidad. Barruntaremos, en una palabra, que somos más hijos de Dios, y seremos capaces de tirar para adelante en este nuevo año. Nos sentiremos hijos del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo.

Ciertamente a nosotros el Señor nos ha enseñado el camino del Cielo, y de igual manera que dio al Profeta aquel pan cocido debajo de las cenizas6, así nos lo ha dado a nosotros, para seguir adelante en el camino. Camino que puede ser del hombre santo, o del hombre tibio, o –no lo quiero pensar– del hombre malo. «Vias tuas, Domine, demonstra mihi; et semitas tuas edoce me»7: muéstrame, Señor, tus caminos y enséñame tus sendas. El Señor nos ha enseñado el camino de la santidad. ¿Quieres pensar un poco en todo esto?

Pero vamos al primer punto de nuestra meditación. Desde que Tú comenzaste, Señor, a manifestarte a mi alma, a los quince o dieciséis años; desde que a los dieciséis o diecisiete supe ya de algún modo que me buscabas, sintiendo los primeros impulsos de tu Amor, pasaron muchos años… Después de poner yo tantas dificultades, por comodidad y por cobardía –lo he dicho muchas veces, y he pedido perdón a mis hijos–, rompió la Obra en el mundo, aquel 2 de octubre de 1928.

Vosotros me ayudaréis a dar gracias al Señor y a pedirle que, por grandes que sean mis flaquezas y mis miserias, no se enfríe nunca la confianza y el amor que le tengo, el trato fácil con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo. Que se me note –sin singularidades, no sólo por fuera, sino también por dentro–, y que no pierda esa claridad, esa convicción de que soy un pobre hombre: «Pauper servus et humilis»!* Lo he sido siempre: desde el primer hasta el último instante de mi vida, necesitaré de la misericordia de Dios.

Pedid al Señor que me deje trabajar bien y que esas cosas que tienen un fundamento humano, natural, yo las sepa convertir –con sentido sobrenatural cada vez más hondo– en fuente de propio conocimiento, de humildad sin rarezas, con sencillez.

¿Cuándo se ha muerto el Fundador?, preguntan algunos, pensando que la Obra es vieja. No se dan cuenta de que es jovencísima; el Señor ha querido enriquecerla ya con esta madurez sobrenatural y humana, aunque en algunas Regiones estemos todavía comenzando, como la misma Iglesia Santa comienza también a la vuelta de veinte siglos.

Sólo yo sé cómo hemos empezado. Sin nada humano. No había más que gracia de Dios, veintiséis años y buen humor. Pero una vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces. Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo –realidad que es como un ejército en orden de batallapara la paz, para el bien, para la alegría, para la gloria de Dios–; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a Nuestra Madre del Cielo, que ha estado presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra.

Hemos de sonreír siempre. Hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias, repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Aprovechad estos momentos de vuestra oración para recorrer el mundo, para ver cómo van las cosas. Es preciso que vivamos la caridad, que impulsemos las labores, que formemos a la gente. Recorred –os decía– todas las Regiones del mundo. Deteneos especialmente en aquella que debe estar más en vuestro corazón; deteneos con hacimiento de gracias, poniendo en actividad, con vuestra oración, a los Santos Ángeles Custodios.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

Y llegó el 2 de octubre de 1928. Yo hacía unos días de retiro, porque había que hacerlos, y fue entonces cuando vino al mundo el Opus Dei. Aún resuenan en mis oídos las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, festejando a su Patrona. El Señor, «ludens… omni tempore, ludens in orbe terrarum»1, que juega con nosotros como un padre con sus niños pequeños, aunque ya no seamos criaturas de poca edad, viendo mi resistencia y aquel trabajo entusiasta y débil a la vez, me dio la aparente humildad de pensar que podría haber en el mundo cosas que no se diferenciaran de lo que Él me pedía. Era una cobardía poco razonable; era la cobardía de la comodidad, y la prueba de que a mí no me interesaba ser Fundador de nada.

Y no era entonces mejor que ahora; era un pobre hombre. No podía haber jamás de mi parte, cuando sucedía esto, algo que ni de lejos pudiera parecer cosa mía. Era un amor, una muestra de Amor de Dios, que se salía de los cauces de la Providencia ordinaria –porque ha habido intervenciones extraordinarias, cuando era menester; si yo dijera lo contrario, mentiría– y que yo recibía con miedo. Cuando sucedía eso, inmediatamente sentía aquel soy Yo. Con mi cabeza, cuando lo examinaba con frialdad, no veía allí nada de nervios. Era una cosa de Dios, y me iba al confesor tranquilo, aun vacilando.

Para que no hubiera ninguna duda de que era Él quien quería realizar su Obra, el Señor ponía cosas externas. Yo había escrito: nunca habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei. Y a los pocos días… el 14 de febrero: para que se viera que no era cosa mía, sino contra mi inclinación y contra mi voluntad.

Yo iba a casa de una anciana señora de ochenta años que se confesaba conmigo, para celebrar Misa en aquel oratorio pequeño que tenía. Y fue allí, después de la Comunión, en la Misa, cuando vino al mundo la Sección femenina. Luego, a su tiempo, me fui a mi confesor, que me dijo: esto es tan de Dios como lo demás.

Esas intervenciones del Señor eran cosas que me conmovían, que me turbaban, que me llevaban –a pesar de mis cuatro cursos, quizá seis, de Sagrada Escritura con las mejores calificaciones– a ignorar en aquel momento todo lo que dice el Evangelio. ¡Ay, Dios mío, esto es el diablo! Y, en una ocasión, fui desde Santa Isabel a casa de mi madre para ver qué estaba escrito en el Evangelio. Y encontré todo exacto…

Cuando estaba comido de preocupaciones, ante el dilema de si debía pasar, o no, durante la guerra civil española, de un lado a otro, en medio de aquella persecución, huyendo de los comunistas, viene otra prueba externa: esa rosa de madera. Cosas así: Dios me trata como a un niño desgraciado al que hay que dar pruebas tangibles, pero de modo ordinario.

Así, por procedimientos tan ordinarios, Jesús, Señor Nuestro, el Padre y el Espíritu Santo, con la sonrisa amabilísima de la Madre de Dios, de la Hija de Dios, de la Esposa de Dios, me han hecho ir para adelante siendo lo que soy, un pobre hombre, un borrico que Dios ha querido coger de su mano: «Ut iumentum factus sum apud te, et ego semper tecum»2.

Un sacerdote ha criticado recientemente Camino diciendo que él no es el cacharro de la basura, que el cuerpo ha de resucitar. No se acuerda de lo que escribe San Pablo: «Todas las cosas las miro como basura»3, y en otro lugar: «Somos tratados como las heces del mundo, como la escoria de todos»4. Y las muchas veces que enseña la Escritura Santa que somos de barro, formados del polvo de la tierra5. A mí el Señor me lo hizo entender muy claro, de modo que ni siquiera el cubo, sino lo que hay dentro del cubo: eso es lo que me siento. Perdón, Señor, perdón.

Hace unos días, leyendo en la misa un pasaje del libro de los Reyes, me vino a la mente y al corazón el pensamiento de la sencillez que el Señor nos pide en esta vida, que es la misma que vivió José. Cuando Naamán, aquel general de Siria, va por fin a ver a Eliseo para ser curado de su lepra, el profeta le pide una cosa sencilla: «Ve y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne recobrará la salud, y quedarás limpio»1. Aquel hombre arrogante piensa: ¿acaso los ríos de mi tierra no son de agua tan buena como los de esta tierra de Eliseo? ¿Para eso me he movido yo de Damasco? Esperaba algo llamativo, extraordinario. ¡Y no! Estás manchado; ve y lávate, le dice el profeta. No una vez sola, sino bastantes: siete. Yo pienso que es como una figura de los sacramentos.

Todo esto me recordó la vida sencilla, oculta, de José, que no hace más que cosas ordinarias. San José pasa totalmente inadvertido. La Sagrada Escritura apenas nos habla de él. Pero nos lo muestra realizando la labor de jefe de familia.

Por eso también, si San José es Patrono para nuestra vida interior, si es acicate para nuestro andar contemplativo, si es su trato un bien para todos los hijos y las hijas de Dios en su Opus Dei; para los que en la Obra tienen función de gobierno, San José me parece un ejemplo excelente. No interviene sino cuando es necesario, y entonces lo hace con fortaleza y sin violencia. Este es José.

No os extrañe, pues, que la misa de su fiesta comience diciendo: «Iustus ut palma florebit»2. Así ha florecido la santidad de José. «Sicut cedrus Lybani multiplicabitur»3. Pienso en vosotros. Cada uno en el Opus Dei es como un gran padre o madre de familia, y tiene la preocupación de tantas y tantas almas en el mundo. Cuando explico a las hijas o hijos míos jóvenes que, en la labor de San Rafael, deben tratar especialmente a tres o cuatro o cinco amigos; que de esos amigos quizá sólo hay dos que encajarán, pero que después cada uno de ellos traerá tres o cuatro más, cogidos de cada dedo, ¿qué es esto sino florecer como el justo y multiplicarse como los cedros del Líbano?

«Plantatus in domo Domini: in atriis domus Dei nostri»4. Como José, todos los hijos míos están seguros, con el alma dentro de la casa del Señor. Y esto viviendo en medio de la calle, en medio de los afanes del mundo, sintiendo las preocupaciones de sus colegas, de los demás ciudadanos, nuestros iguales.

No es de extrañar que la liturgia de la Iglesia aplique al Santo Patriarca estas palabras del libro de la Sabiduría: «Dilectus Deo et hominibus, cuius memoria in benedictione est»5. Nos dice que es amado del Señor, y nos lo pone como modelo. Y nos invita también a que los buenos hijos de Dios –aunque seamos unos pobres hombres, como lo soy yo– bendigamos a este hombre santo, maravilloso, joven, que es el Esposo de María. Me lo han esculpido viejo, en un relieve del oratorio del Padre. ¡Y no! Lo he hecho pintar, joven, como me lo imagino yo, en otros lugares; quizá con algunos años más que la Virgen, pero joven, fuerte, en la plenitud de la edad. En esa forma clásica de representar a San José anciano, late el pensamiento –demasiado humano– de que una persona joven no tiene facilidad para vivir la virtud de la pureza. No es cierto. El pueblo cristiano le llama Patriarca, pero yo lo veo así: joven de corazón y de cuerpo, y anciano en las virtudes; y, por eso, joven también en el alma.

«Glorificavit illum in conspectu regum, et iussit illi coram populo suo, et ostendit illi gloriam suam»6. No lo olvidemos: el Señor quiere glorificarle. Y nosotros lo hemos metido en la entraña de nuestro hogar haciéndole también Patriarca de nuestra casa. Por eso la fiesta más solemne e íntima de nuestra familia, aquella en la que nos reunimos todos los socios de la Obra pidiendo a Jesús, Salvador nuestro, que envíe obreros a su mies, está especialmente dedicada al Esposo de María. Entonces es también mediador; entonces es el amo de la casa; entonces descansamos en su prudencia, en su pureza, en su cariño, en su poder. ¿Cómo no va a ser poderoso, Nuestro Padre y Señor San José?

Si cuando vas a saltar, saltas como una gallina, ¿te vas a asustar? Mira lo que dice San Pedro: «Carissimi, nolite peregrinari in fervore, qui ad tentationem vobis fit, quasi novi aliquid vobis contingat»4. No os maravilléis de que no podáis saltar, de que no podáis vencer: ¡si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios. Y no olvidéis que una cosa es el pensamiento, y otra muy distinta el consentimiento. Esto evita muchos quebraderos de cabeza.

También nos evitamos muchas tonterías durmiendo bien, las horas justas; comiendo lo necesario, haciendo el deporte que podáis a vuestros años, y descansando. Pero yo querría que en cada plato pusierais la cruz; que no quiere decir que no comamos: se trata de comer un poquito más de lo que no os gusta, un poquito, aunque sólo sea una cucharadita de las de café; y un poquito menos de lo que os gusta, dando siempre gracias a Dios.

No os vais a maravillar porque sabéis que vosotros y yo –yo tanto como vosotros, por lo menos, o quizá más– tenemos el fomes peccati, la natural inclinación a todo lo que es pecaminoso. Insisto en que el pecado de la carne no es el más grave. Hay otros pecados más grandes, aunque, naturalmente, la concupiscencia hay que sujetarla. Vosotros y yo no nos vamos a maravillar si encontramos que, en todas las cosas –no sólo en la sensualidad, sino en todo–, tenemos una inclinación natural al mal. Algunos se maravillan, se llenan de soberbia y se pierden.

Cuando yo confesaba en iglesia pública a la gente, hace tantos años, solía actuar como los viejos confesores. Después de oír unas carretadas de cieno, preguntaba: ¿sólo esto, hijo mío? Porque estoy convencido de que, si Dios me deja de su mano, cualquiera de aquellos pecadores parecerá un pigmeo en el mal, si lo comparo conmigo, que me siento capaz de todos los errores y de todos los horrores.

No os asustéis de nada. Evitad que vengan los sustos, hablando claro antes; y si no, después. Este es un buen pensamiento para comenzar el año.

Pero vamos a seguir con San Pablo. Ese querer llegar exige un contenido. El libro de la Sabiduría dice que el corazón del loco es como un vaso quebrado5, dividido en partes, que tiene cada trozo suelto. Dentro no cabe la Sabiduría, porque se derrama. Con esto, el Espíritu Santo nos dice que no podemos ser como un vaso quebrado; no podemos tener una voluntad, como el vaso quebrado, orientada aquí y allá, diversamente; sino una voluntad que remite a un único fin: «Porro unum est necessarium!»6.

No os preocupéis si esa voluntad es un vaso con lañas. Soy muy amigo de las lañas, porque las necesito. Y no se escapa el agua porque haya lañas. Aquel vaso, quebrado y recompuesto, a mí me parece una maravilla; es incluso elegante, se ve que ha servido para algo. Hijos míos, esas lañas son testimonio de que habéis luchado, de que tenéis motivos de humillación; pero si no os quebráis, mejor aún.

Lo que sí debéis tener es buena disposición. He escrito hace muchos años que, cuando un vaso contiene vino bueno y en él se echa buen vino, buen vino queda. Ocurre lo mismo en vuestro corazón: debéis tener el buen vino de las bodas de Caná. Si hay vinagre en vuestra alma, aunque os echen vino bueno –el vino de las bodas de Caná–, todo os parecerá repugnante, porque dentro de vosotros se convertirá el buen vino en vinagre. Si reaccionáis mal, hablad. Porque no es razonable que una persona, que acude al médico para que la vea bien, no cuente las dificultades que tiene.

Luego nuestras labores, nuestros deseos y nuestros pensamientos, tienen que convenir hacia un solo fin: «Porro unum est necessarium», repito. Ya tenéis un motivo de lucha deportiva. Hemos de llevar las cosas a Dios, pero como hombres, no como ángeles. No somos ángeles, así que no os extrañéis de vuestras limitaciones. Es mejor que seamos hombres que pueden merecer y… fenecer espiritualmente: morir. Porque de esta manera nos daremos cuenta de que todas las cosas grandes, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya. Como aquellos discípulos que regresaron pasmados de los milagros que hacían en nombre de Jesús7, nos daremos cuenta de que el fruto no es nuestro; de que no puede dar peras el olmo. El fruto es de Dios Padre, que ha sido tan padre y tan generoso que lo ha puesto en nuestra alma.

Luego no nos hemos de admirar, «quasi novi aliquid vobis contingat»*, como si nos aconteciera algo extraordinario, si sentimos bullir las pasiones –es lógico que esto ocurra, no somos como una pared–, ni si el Señor, por nuestras manos, obra maravillas, que es cosa habitual también.

Mirad el ejemplo de San Juan Bautista, cuando envía a sus discípulos a preguntar al Señor quién es. Jesús les contesta haciéndoles considerar todos aquellos milagros8. Ya recordáis este pasaje; desde hace más de cuarenta años lo he enseñado a mis hijos para que lo mediten. Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: «Iam fœtet, quatriduanus est enim»9. Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven.

Tampoco os podéis maravillar entonces: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio, como las hizo a través de los primeros discípulos. Esto es bueno, hijas e hijos míos, porque nos fundamenta en la humildad, nos quita la posibilidad de la soberbia, y nos ayuda a tener buena doctrina. El conocimiento de esas maravillas que Dios obra por vuestra labor os hace eficaces, fomenta vuestra lealtad y, por tanto, fortifica vuestra perseverancia.

Pedid perdón, hijos, por esta confusión, por estas torpezas que se facilitan dentro de la Iglesia y desde arriba, corrompiendo a las almas casi desde la infancia. Si no es así, si no vamos por este camino de penitencia y de reparación, no lograremos nada.

¿Que somos pocos para tanta multitud? ¿Que estamos llenos de miserias y de debilidades? ¿Que humanamente no podemos nada? Meditad conmigo aquellas palabras de San Pablo: «Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo, para confundir a los fuertes; y a las cosas viles y despreciables del mundo, y a aquellas que eran nada, para destruir las que parece que son grandes, para que ningún mortal se dé importancia»3.

A pesar de nuestras miserias y de nuestros errores, el Señor nos ha elegido para ser instrumentos suyos, en estos momentos tan difíciles de la historia de la Iglesia. Hijos, no podemos escudarnos en la pequeñez personal, no debemos enterrar el talento recibido4, no podemos desentendernos de las ofensas que se hacen a Dios y del mal que se ocasiona a las almas. «Así que vosotros, avisados ya, estad alerta, no sea que seducidos por los insensatos, vengáis a perder vuestra firmeza»5.

Cada uno en su estado, y todos con la misma vocación, hemos respondido afirmativamente a la llamada divina, para servir a Dios y a la Iglesia, y para salvar almas. De modo que tenemos más deber y más derecho que otros para estar alerta; tenemos más responsabilidad para vivir con fortaleza; y tenemos también más gracia.

¿Habéis visto qué actuales son las palabras de la epístola del primer domingo de Cuaresma?: «Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo dice: al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación. Nosotros no demos a nadie motivo alguno de escándalo, para que no sea vituperado nuestro ministerio: antes bien, portémonos en todas las cosas como deben portarse los ministros de Dios»6.

Sólo los que no son sinceros son infelices. No os dejéis dominar por el demonio mudo, que a veces pretende quitarnos la paz por bobadas. Hijos míos, insisto, si algún día tenéis la desgracia de ofender a Dios, escuchad este consejo del Padre, que sólo quiere que seáis santos, fieles: acudid rápidamente a la confesión y a esa charla con vuestro hermano. Os comprenderán, os ayudarán, os querrán más. Echáis el sapo fuera, y todo andará bien en adelante.

Todo andará bien, por muchas razones: en primer lugar, porque el que es sincero es más humilde. Luego, porque Dios Nuestro Señor premia con su gracia esa humildad. Después, porque ese otro hermano que te ha escuchado, sabe que estás necesitado y se siente en la obligación de pedir por ti. ¿Vosotros pensáis que las personas que reciben vuestra charla son gente que no comprende? ¡Si están hechos de la misma pasta! ¿A quién le va a chocar que un vidrio se pueda romper, o que un cacharro de barro necesite lañas? Sed sinceros. Es la cosa que más agradezco en mis hijos, porque así se arregla todo: siempre. En cambio, sentirse incomprendido, creerse víctima, acarrea siempre también una gran soberbia espiritual.

El espíritu de la Obra lleva necesariamente a la sencillez, y por ese camino se lleva a las almas que se acercan al calor de nuestra labor. Desde que llegasteis a la Obra, no se ha hecho otra cosa que trataros como a las alcachofas: ir quitando las hojas duras de fuera, para que quede limpio el cogollo. Todos somos un poco complicados; por eso, a veces, fácilmente, de una cosa pequeña dejáis que se haga una montaña que os abruma, aun siendo personas de talento. Tened, en cambio, el talento de hablar, y vuestros hermanos os ayudarán a ver que esa preocupación es una bobada o tiene su raíz en la soberbia.

No olvidéis, además, que decir una verdad subjetiva, que no se ajusta a la verdad real, es engañar y engañarse. Puede estarse en el error por soberbia –repito–, porque este vicio ciega, y la persona, sin ver, piensa que ve. Pero también está equivocado el que se engaña y engaña. Llamad a las cosas por su nombre: al pan, pan; y al vino, vino. «Sea vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene»6. El creí que, pensé que y es que son los nombres de tres diablos tremendos que no quiero oír de vuestra boca. No os busquéis disculpas, tenéis la misericordia de Dios y la comprensión de vuestros hermanos, ¡y basta!

Decid las cosas sin ambigüedades. El hijo mío que pinta de colores el error, que deforma lo sucedido, que lo adorna con palabras inútiles, no va bien. Hijas e hijos míos: sabed que cuando se ha cometido un disparate, se tiende a disfrazar la mala conducta con razones de todo tipo: artísticas, intelectuales, científicas, ¡hasta espirituales!, y se acaba por decir que parecen o que son anticuados los mandamientos. A la vuelta de estos cuarenta y tres años largos, cuando algún hijo mío se ha perdido, ha sido siempre por falta de sinceridad o porque le ha parecido anticuado el decálogo. Y que no me venga con otras razones, porque no son verdad.

No intentéis nunca compaginar una conducta floja, con la santidad que os exige la Obra. Formaos un criterio recto, y no olvidéis que vuestra conciencia será cada día más delicada, más exigente, si sois cada día más sinceros. Hay cosas con las que os conformabais hace años, y ahora no: porque notáis la llamada de Dios, que os pide una mayor finura y os da la gracia necesaria para corresponder como Él espera.

Habéis venido al Opus Dei, hijos de mi alma –dejad que os lo recuerde una vez más–, decididos a dejaros formar, a prepararos para ser la levadura que hará fermentar la gran masa de la humanidad. Esa formación, mientras permite que vuestra personalidad humana se mejore, con sus características particulares, os facilita además un común denominador, el de este espíritu de familia, que es el mismo para todos. Para eso –insisto– debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con un ánimo maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto? ¿Acaso tú lo has merecido? ¡Si te ha encontrado Dios por ahí, en la calle, cuando Él pasaba! No somos ninguna especialidad, no somos selectos: podía haber buscado a otros mejores que nosotros. Pero nos ha elegido, y recordarlo no es soberbia, sino agradecimiento.

Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, cuando reciba una indicación que es para mejora de mi vida interior, me rebele; que no tenga en más aprecio mi propio criterio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; que no me moleste la indicación cariñosa de mis hermanos, cuando me ayudan con la corrección fraterna.

Voy a terminar, hijas e hijos míos, trayendo a vuestra consideración aquel texto de la Escritura Santa que pone en nuestra boca dulzuras de miel y de panal. «Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»7. Nos escogió el Señor a cada uno de nosotros para que seamos santos en su presencia. Y eso, antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad: ésta es la providencia maravillosa de nuestro Padre Dios. Si correspondéis, si lucháis, tendréis una vida feliz también en la tierra, con algunos momentos de oscuridad ciertamente, con algunos ratos de sufrimiento que sin embargo no debéis exagerar: pasan en cuanto abrimos el corazón. Decidme: ¿no es verdad que, cuando contáis aquello que os produce preocupación o que os da vergüenza, os quedáis tranquilos, serenos, alegres?

Además, de esta manera no nos encontramos nunca solos. «Væ solis!»8, ¡ay del que está solo!, dice la Escritura Santa. Nosotros no permanecemos solos nunca, en ninguna circunstancia. En cualquier lugar de la tierra nuestros hermanos nos acogen con cariño, nos escuchan y nos comprenden; siempre nos acompañan el Señor y su Madre Santísima; y, en nuestra alma en gracia, habita como en un templo el Espíritu Santo: Dios con nosotros.

A mí, que me ha tocado vivir tantas cosas, me parece un sueño cuando contemplo la realidad espléndida de nuestro Opus Dei y compruebo la lealtad de los hijos míos a Dios, a la Iglesia, a la Obra. Es lógico que alguna vez se quede alguien en el camino. A todos damos el alimento apropiado, pero aun tomando un alimento muy bien escogido dietéticamente, no todo se asimila. No quiere decir que sean gente mala. Esos pobrecitos vienen luego con lágrimas como puños, pero ya no tiene remedio.

Esta desgracia nos puede suceder a todos, hijas e hijos míos; a mí también. Mientras me halle en la tierra, también yo soy capaz de cometer una tontería grande. Con la gracia de Dios y vuestras oraciones, con el poco de esfuerzo que haga, no me ocurrirá jamás.

No hay nadie que esté exento de este peligro. Pero si hablamos, no pasa nada. No dejéis de hablar, cuando os suceda algo que no quisierais que se supiese. Decidlo enseguida. Mejor antes y, si no, después; pero hablad. No olvidéis que el pecado más grande es el de soberbia. Ciega muchísimo. Hay un viejo refrán ascético que reza así: lujuria oculta, soberbia manifiesta.

Nunca me cansaré de insistiros en la importancia de la humildad, porque el enemigo del amor es siempre la soberbia: es la pasión más mala, es aquel espíritu de raciocinio sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y que nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados. Cosa que sólo por excepción es verdad.

Sed humildes, hijos míos. No con una humildad de garabato, como algunos que solían andar encogidos por la calle. Cabe una actitud marcial del cuerpo, siendo bien humildes. Tendréis así una voluntad entera, sin quiebra; un carácter completo, no débil; esculpido, no dibujado. Y no se romperá el vaso.

¡Sed fieles, sed leales! Tendréis muchas ocasiones en la vida de no ser fieles y de no ser leales, porque nosotros no somos plantas de invernadero. Estamos expuestos al frío y al calor, a la nieve y a la tormenta. Somos árboles, que a veces se llenan de polvo, porque están a todos los vientos, pero que se quedan limpios, preciosos, en cuanto viene la gracia de Dios, como la lluvia. No os asustéis por nada. Si no sois soberbios –repito–, iréis adelante ¡siempre!

¿Y cómo haréis las cosas bien, para corresponder al amor de esta Madre guapa que es la Obra, para ser leales? Es muy fácil, muy fácil. En primer lugar, tenéis que dejar hacer en vosotros, sin protesta, porque no os conocéis. Yo he cumplido ya setenta años, y no acabo de conocerme bien, de modo que vosotros ¡dónde andaréis con vuestro propio conocimiento!

A mí no me hacen la corrección fraterna, pero dos hermanos vuestros* me dicen con mucha claridad lo que les parece oportuno, y yo se lo agradezco con toda mi alma. ¡Que se ejercite la corrección fraterna!, que es un modo delicadísimo de quererse, con las condiciones que hemos puesto para que no sea molesta. Es molesta para el que la hace; en cambio, el que la recibe debe agradecerla, como se agradece al médico que ha metido el bisturí en una herida infectada, para curarla.

Después, hacer. Os he dicho innumerables veces que nadie pierde su personalidad al venir a la Obra; que la diversidad, el sano pluralismo, es manifestación de buen espíritu. Pues haced por vuestra cuenta, que nadie os lo impedirá. El Opus Dei respeta totalmente el modo de ser de cada uno de sus hijos. Nosotros perdemos relativamente la libertad, sin perderla, porque nos da la gana. Es la razón más sobrenatural: porque nos da la gana, por amor.

¿Sabéis lo que acostumbro a hacer yo? Lo que un buen general: plantear la lucha en la vanguardia, lejos de la fortaleza, en pequeños frentes aquí y allá. Tengo una gran devoción a recibir la bendición de los demás sacerdotes, y hago con esas bendiciones como una muralla que me protege.

También yo he de luchar, y procuro hacerlo donde me conviene: lejos, en cosas que en sí no tienen demasiada importancia, que ni siquiera llegan a ser faltas si se dejan de cumplir. Cada uno debe sostener su pelea personal en el frente que le corresponde, pero con santa pillería.

Mientras estemos en la certeza de la fe completa de Cristo y luchemos, el Señor nos dará su gracia abundantemente y nos seguirá bendiciendo: con sufrimientos –que tiene que haber siempre, pero no los exageréis, porque de ordinario son pequeños–, con abundantes vocaciones en todo el mundo, y con el florecer de obras y labores apostólicas que exigen mucho trabajo y mucho espíritu de sacrificio. Sin contar lo más hermoso de nuestra tarea, que es aquello que hacen –cada uno por su cuenta, espontáneamente– mis hijos y mis hijas, cada uno en el lugar donde está. Porque, los hijos de Dios en su Opus Dei, son luz y fuego y, muchas veces, llamarada. Son algo que quema, son levadura que hace fermentar todo lo que tienen alrededor.

No nos llenemos de orgullo o de arrogancia, aunque el contraste con otras pobres gentes sea tan evidente. Vamos a agradecer todo al Señor, sabiendo que nada de eso es nuestro. Dios nos lo da, porque quiere, y nos envía también su gracia: claro resplandor, para que luchemos. De modo que, en medio de nuestras miserias, imperfecciones y errores personales, no nos salgamos del camino, no rompamos nunca el vaso que el Espíritu Santo, con su misericordia, ha querido llenar de sabiduría y de bien.

Para terminar, deseo que esto quede en vosotros bien fijo: una gran devoción al Espíritu Santo, «espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad,… espíritu de temor de Dios»11. Y, con esa devoción, el convencimiento de que –si somos dóciles– seremos instrumentos suyos. No con la docilidad de una cosa inerte, sino con la docilidad de la cabeza y del raciocinio, que sabe sujetar a su hermana la sensibilidad para ponerla al servicio de Dios. Así, estos dos hermanos nuestros tendrán la misma herencia: ser hijos de Dios ya en la tierra, y gozar del Amor en el cielo. Nuestro corazón no será nunca un vaso quebrado, y el licor divino de la Sabiduría nos embriagará siempre en nuestra vida: «Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfa de la Sabiduría»12.

«Vamos hasta Belén, y veamos este suceso prodigioso que acaba de suceder, y que el Señor nos ha anunciado»15. Hemos llegado, hijos, en un momento bueno, porque –ésta de ahora– es una noche muy mala para las almas. Una noche en la que las grandes luminarias, que debían irradiar luz, difunden tinieblas; los que tendrían que ser sal, para impedir la corrupción del mundo, se encuentran insípidos y, en ocasiones, públicamente podridos.

No es posible considerar estas calamidades sin pasar un mal rato. Pero estoy seguro, hijas e hijos de mi alma, de que con la ayuda de Dios sabremos sacar abundante provecho y paz fecunda. Porque insistiremos en la oración y en la penitencia. Porque afianzaremos la seguridad de que todo se arreglará. Porque alimentaremos el propósito de corresponder fielmente, con la docilidad de los buenos instrumentos. Porque aprenderemos, de esta Navidad, a no alejarnos del camino que el Señor nos marca en Belén: el de la humildad verdadera, sin caricatura. Ser humildes no es ir sucios, ni abandonados; ni mostrarnos indiferentes ante todo lo que pasa a nuestro alrededor, en una continua dejación de derechos. Mucho menos es ir pregonando cosas tontas contra uno mismo. No puede haber humildad donde hay comedia e hipocresía, porque la humildad es la verdad.

Sin nuestro consentimiento, sin nuestra voluntad, Dios Nuestro Señor, a pesar de su bondad sin límites, no podrá santificarnos ni salvarnos. Más aún: sin Él, no cumpliremos tampoco nada de provecho. Lo mismo que se asegura que un campo produce esto, y que aquellas tierras producen lo otro; de un alma se puede afirmar que es santa, y de otra que ha realizado tantas obras buenas. Aunque en verdad «nadie es bueno sino sólo Dios»16: Él es quien hace fértil el campo, quien da a la semilla la posibilidad de multiplicarse, y a una estaca, que parece seca, confiere el poder de echar raíces. Él es quien ha bendecido la naturaleza humana con su gracia, permitiéndole así que pueda comportarse cristianamente, vivir de modo que seamos felices luchando en la espera de la vida futura, que es la felicidad y el amor para siempre. Humildad, hijos, es saber que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el crecimiento»17.

¿Qué nos enseña el Señor de todo, el dueño del universo? En estos días de Navidad, los villancicos de todos los países, tengan o no mucho abolengo cristiano, cantan al Rey de reyes que ha venido ya. Y ¿qué manifestaciones tiene su realeza? ¡Un pesebre! No tiene ni siquiera esos detalles con los que, con tanto amor, rodeamos a Jesús Niño en nuestros oratorios. En Belén nuestro Creador carece de todo: ¡tanta es su humildad!

Lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad. Hijas e hijos míos –no es mía la comparación: la han usado los autores espirituales desde hace más de cuatro siglos–, no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos.

Hijos, así vamos aprendiendo de Jesús, nuestro Maestro, a contemplarlo recién nacido en los brazos de su Madre, bajo la mirada protectora de José. Un varón tan de Dios, que fue escogido por el Señor para que le hiciera de padre en la tierra. Con su mirada, con su trabajo, con sus brazos, con su esfuerzo, con sus medios humanos, defiende la vida del Recién Nacido.

Vosotros y yo, en estos momentos en que están crucificando a Jesucristo de nuevo tantas veces, en estas circunstancias en que parece que están perdiendo la fe los viejos pueblos cristianos, desde el vértice hasta la base, como dicen algunos; vosotros y yo hemos de poner mucho empeño en parecernos a José en su humildad y también en su eficacia. ¿No os llena de gozo pensar que podemos como proteger a Nuestro Señor, a Nuestro Dios?

Estoy seguro de que algunas veces el Espíritu Santo, como prenda del premio que os reserva por vuestra lealtad, os concederá ver que estáis rindiendo un buen fruto. Decid entonces: Señor, sí, es cierto: Tú has conseguido que, a pesar de mis miserias, haya crecido el fruto en medio de tanto desierto: gracias a Ti, Deo gratias!

Pero, en otros momentos, quizá sea el demonio –que no se toma nunca vacaciones– el que os tiente, para que os atribuyáis unos méritos que no son vuestros. Cuando percibáis que los pensamientos y deseos, las palabras y acciones, el trabajo, se llenan de una complacencia vana, de un orgullo necio, habéis de responder al demonio: sí, tengo fruto, Deo gratias!

Por eso, este año especialmente es tiempo de acción de gracias, y así lo he señalado a mis hijas y a mis hijos, con unas palabras tomadas de la liturgia: «Ut in gratiarum semper actione maneamus!»18. Que estemos siempre en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno. Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito –que traerá mucho bien para nuestras almas– de no ser nunca más infieles.

No hemos de abrigar otro deseo que el de estar pendientes de Dios, en constante alabanza y gloria a su nombre, ayudándole en su divina labor de Redención. Entonces, todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo; sabiendo que llegamos hasta Jesús por medio de María, y del trato con San José y con nuestros Santos Ángeles Custodios.

Como os he escrito hace ya tantos años, incluso el fruto malo, las ramas secas, las hojas caídas, cuando se entierran al pie del tronco, pueden vigorizar el árbol del que se desprendieron. ¿Por qué nuestros errores y equivocaciones, en una palabra, nuestros pecados –que no los deseamos, que los abominamos– nos han podido hacer bien? Porque luego ha venido la contrición, nos hemos llenado de vergüenza y de deseos de ser mejores, colaborando con la gracia del Señor. Por la humildad, lo que era muerte se convierte en vida; lo que iba a producir esterilidad y fracaso, se vuelve triunfo y abundancia de frutos.

Todos los días, en el ofertorio de la Misa, cuando ofrezco la Hostia Santa pongo en la patena a todas las hijas y a los hijos míos que están enfermos o atribulados. También añado las preocupaciones falsas, las que a veces os buscáis vosotros mismos porque os da la gana; para que al menos el Señor os quite de la cabeza esas bobadas.

«En cuanto los Ángeles desaparecieron por el cielo, los pastores… marcharon a toda prisa y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»19. Cuando nos acercamos al Hijo de Dios, nos convencemos que somos unos pigmeos al lado de un gigante. Nos sentimos pequeñísimos, humillados, y a la vez repletos de amor a Dios Nuestro Señor que, siendo tan grande, tan inmenso e infinito, nos ha convertido en hijos suyos. Y nos movemos a darle gracias, ahora, este año, y durante la vida entera y la eternidad. ¡Qué hermosamente suenan con el canto gregoriano las estrofas del prefacio! «Vere dignum et iustum est, æquum et salutare, nos tibi semper, et ubique gratias agere!»20. Nosotros somos pequeños, pequeños; y Él es nuestro Padre omnipotente y eterno.

No olvidéis, hijas e hijos míos, que la humildad es una virtud tan importante que, si faltara, no habría ninguna otra. En la vida interior –vuelvo a deciros– es como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Sólo Dios nos tiene que interesar; y, por Él, todos los que pertenecemos al Opus Dei, y todas las almas del mundo sin excepción. De modo que ¡fuera el yo!: estorba.

Si obráis así, hijas e hijos, ¡cuántos inconvenientes desaparecerán!, ¡cuántos malos ratos nos evitaremos! Si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos. El Señor vino a redimir, a salvar, y no se preocupó más que de eso. Y nosotros, ¿vamos a estar preocupados de fomentar la soberbia?

Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida; ese gozo y esa alegría que no son completos, porque sólo en el cielo la felicidad será plena.

Leía en un viejo libro espiritual, que los árboles con las ramas muy altas y erguidas son los infructuosos. En cambio, aquellos con las ramas bajas, caídas, están llenos de fruto macizo, de pulpa sabrosa; y cuanto más cerca del suelo, más abundante es el fruto. Hijos, pedid la humildad, que es una virtud tan preciosa. ¿Por qué somos tan tontos? Siempre convencidos de que lo nuestro es lo mejor, siempre seguros de que tenemos razón. Como embebe el agua el terrón de azúcar, así se mete en el alma la vanidad y el orgullo. Si queréis ser felices, sed humildes; rechazad las insinuaciones mentirosas del demonio, cuando os sugiere que sois admirables. Vosotros y yo hemos comprendido que, desgraciadamente, somos muy poquita cosa; pero, contando con Dios Nuestro Señor, es otro cantar. A Él se lo debemos todo. Renovemos el agradecimiento: ut in gratiarum semper actione maneamus!

La acción de gracias, hijas e hijos míos, nace de un orgullo santo, que no destruye la humildad ni llena el alma de soberbia, porque se fundamenta sólo en el poder de Dios, y está hecho de amor, de seguridad en la lucha. Ahora que comienza el año, y se renuevan los propósitos de caminar «in novitate vitæ»21, con una vida nueva, podemos dar ya gracias al Señor por todo lo que vendrá; por todo y, especialmente, por lo que nos seguirá causando dolor.

¿Cómo se trabaja la piedra que ha de colocarse en la fachada del edificio, coronando el arco? Necesita un tratamiento distinto de aquella otra que ha de ponerse en los fundamentos. La tienen que labrar bien, con muchos golpes de cincel, hasta que quede hermosamente acabada. Por tanto, hijos, debemos agradecer a Dios todas las contradicciones personales, todas las humillaciones, todo lo que la gente llama malo y no es verdad que lo sea. Para un hijo de Dios, será una prueba del amor divino que nos quiere quizá poner bien a la vista, y nos esculpe con golpes seguros y certeros. Nosotros hemos de colaborar con Él, por lo menos no oponiendo resistencia, dejándole hacer.

De ahí se deduce que la mayor parte de nuestra labor espiritual es rebajar nuestro yo, para que el Señor añada con su gracia lo que desee. Mientras dure el tiempo de nuestra vida, mucho o poco, no nos quejaremos de Nuestro Padre Dios, aun cuando nos sintamos como al borde de un abismo de inmundicia, o de vanidad, o de necedad. Por eso insisto tanto en la humildad personal. Es una virtud hermosa para las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei.

El que es humilde no lo sabe, y se cree soberbio. Y el que es soberbio, vanidoso, necio, se considera algo excelente. Tiene poco arreglo, mientras no se desmorone y se vea en el suelo, y aun allí puede continuar con aires de grandeza. También por eso necesitamos la dirección espiritual; desde lejos contemplan bien lo que somos: como mucho, piedras para emplearlas abajo, en los cimientos; no la que irá en la clave del arco.

Notas
***

* *«proselitismo»: este término, que se ha usado durante siglos como sinónimo de cristianizar, evangelizar o de llevar a cabo una acción misionera, tiene un significado preciso en san Josemaría, inspirado en el Evangelio y en la Tradición de la Iglesia: contagiar y provocar en los demás, los deseos de entregarse al servicio de Jesucristo (N. del E.).

Notas
9

1 Co 4,13.

10

Is 43,1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Lc 5,6.

4

Mt 13,47.

5

Jn 21,11.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Lc 5,4-5.

7

Lc 5,5.

8

Lc 5,5.

9

Jr 18,6.

10

Lc 5,8.

11

Lc 5,10.

12

Jr 16,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],1-2).

2

Ibid.

3

Ibid.

4

Ordo Missae.

5

Sal 43[42],2.

6

Cfr. 1 R 19,6-8.

7

Ant. ad Intr. (Sal 25[24],4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** «Pauper servus et humilis!»: cfr. himno Sacris Solemniis, compuesto por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Chisti (N. del E.).

Notas
1

Pr 8,30-31.

2

Sal 73[72],22-23.

3

Flp 3,8.

4

1 Co 4,13.

5

Cfr. Gn 3,14; 18,27; Jn 10,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

2 R 5,10.

2

Ant. ad Intr. (Sal 92[91],13).

3

Ibid.

4

Ant. ad Intr. (Sal 92[91],14).

5

Ep. (Si 45,1).

6

Ep. (Si 45,3).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

1 P 4,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Cfr. Si 21,17.

6

Lc 10,42.

7

Cfr. Lc 10,17.

*

* * 1 P 4,12 (N. del E.).

8

Cfr. Mt 11,4-6.

9

Jn 11,39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

1 Co 1,27-29.

4

Cfr. Lc 19,20.

5

2 P 3,17.

6

Dom. I in Quadrag. Ep. (1 Co 6,1-4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Mt 5,37.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ef 1,4.

8

Qo 4,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** Eran don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, que le atendían en sus necesidades espirituales y materiales (N. del E.).

Notas
11

Is 11,2-3.

12

Sb 7,30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
15

Lc 2,15.

16

Lc 18,19.

17

1 Co 3,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Dom. infra oct. Ascens., Postcom.

19

Lc 2,15 y 16.

20

Ordo Missæ, Præf.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Rm 6,4.

Referencias a la Sagrada Escritura