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Habéis venido al Opus Dei, hijos de mi alma –dejad que os lo recuerde una vez más–, decididos a dejaros formar, a prepararos para ser la levadura que hará fermentar la gran masa de la humanidad. Esa formación, mientras permite que vuestra personalidad humana se mejore, con sus características particulares, os facilita además un común denominador, el de este espíritu de familia, que es el mismo para todos. Para eso –insisto– debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con un ánimo maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto? ¿Acaso tú lo has merecido? ¡Si te ha encontrado Dios por ahí, en la calle, cuando Él pasaba! No somos ninguna especialidad, no somos selectos: podía haber buscado a otros mejores que nosotros. Pero nos ha elegido, y recordarlo no es soberbia, sino agradecimiento.

Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, cuando reciba una indicación que es para mejora de mi vida interior, me rebele; que no tenga en más aprecio mi propio criterio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; que no me moleste la indicación cariñosa de mis hermanos, cuando me ayudan con la corrección fraterna.

Voy a terminar, hijas e hijos míos, trayendo a vuestra consideración aquel texto de la Escritura Santa que pone en nuestra boca dulzuras de miel y de panal. «Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»7. Nos escogió el Señor a cada uno de nosotros para que seamos santos en su presencia. Y eso, antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad: ésta es la providencia maravillosa de nuestro Padre Dios. Si correspondéis, si lucháis, tendréis una vida feliz también en la tierra, con algunos momentos de oscuridad ciertamente, con algunos ratos de sufrimiento que sin embargo no debéis exagerar: pasan en cuanto abrimos el corazón. Decidme: ¿no es verdad que, cuando contáis aquello que os produce preocupación o que os da vergüenza, os quedáis tranquilos, serenos, alegres?

Además, de esta manera no nos encontramos nunca solos. «Væ solis!»8, ¡ay del que está solo!, dice la Escritura Santa. Nosotros no permanecemos solos nunca, en ninguna circunstancia. En cualquier lugar de la tierra nuestros hermanos nos acogen con cariño, nos escuchan y nos comprenden; siempre nos acompañan el Señor y su Madre Santísima; y, en nuestra alma en gracia, habita como en un templo el Espíritu Santo: Dios con nosotros.

Notas
7

Ef 1,4.

8

Qo 4,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
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