Lista de puntos

Hay 2 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Voluntad de Dios.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

El Señor nos ha dado el sistema, en el Opus Dei, para que la Cruz que Él mismo nos impone –o permite que nos impongan las circunstancias, las cosas o las personas–, para que la Cruz que Él ha hecho para nosotros, no pese: y ese sistema es amar la Cruz de Cristo, es llevar la Cruz serenamente, a plomo, sin dejarla caer, sin arrastrarla; es abrazarse a la contradicción, la que sea –interna y externa–, y saber que todas tienen su fin, y que todas son un tesoro maravilloso. Cuando se trata realmente de la Cruz de Cristo, esa Cruz ya no pesa, porque no es nuestra: no es ya mía, sino de Él, y Él la lleva conmigo. De este modo, hijos, no hay pena que no se venza con rapidez, y no habrá nadie que pueda quitarnos la paz y la alegría.

«Diligam te, Domine, fortitudo mea!»1: te amo, Señor, porque Tú eres mi fortaleza: «Quia tu es, Deus, fortitudo mea»2. ¡Descanso en Ti! ¡No sé hacer ninguna cosa, ni grande ni pequeña –no hay cosas pequeñas, si las hago por Amor–, si Tú no me ayudas! Pero si pongo mi buena voluntad, el brazo poderoso de Dios vendrá a fortalecer, a templar, a sostener, a llevar aquel dolor; y ese peso ya no nos abruma.

Pensadlo bien, hijos míos; pensad en las circunstancias que a cada uno os rodean: y sabed que nos sirven más las cosas que aparentemente no van y nos contrarían y nos cuestan, que aquellas otras que al parecer van sin esfuerzo. Si no tenemos clara esta doctrina, estalla el desconcierto, el desconsuelo. En cambio, si tenemos bien cogida toda esta sabiduría espiritual, aceptando la voluntad de Dios –aunque cueste–, en esas circunstancias precisas, amando a Cristo Jesús y sabiéndonos corredentores con Él, no nos faltará la claridad, la fortaleza para cumplir con nuestro deber: la serenidad.

Decidle a Jesús conmigo: ¡Señor, queremos sólo servirte! ¡Sólo queremos cumplir nuestros deberes particulares, y amarte como enamorados! Haznos sentir tu paso firme a nuestro lado. Sé Tú nuestro único apoyo. Nada os robará la paz, hijos míos; si vivís con esa confianza, nada os podrá quitar la alegría; nadie podrá hacer vacilar nuestra serenidad: en la vida todo tiene arreglo menos la muerte, y la muerte es, para nosotros, Vida.

Notas
1

Intr. (Sal 18[17],2).

2

Sal 43[42],2.

Referencias a la Sagrada Escritura