Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Entrega → descubrimiento de la vocación.

Algo semejante ha sucedido con nosotros. Sin gran dificultad podríamos encontrar en nuestra familia, entre nuestros amigos y compañeros, por no referirme al inmenso panorama del mundo, tantas otras personas más dignas que nosotros para recibir la llamada de Cristo. Más sencillos, más sabios, más influyentes, más importantes, más agradecidos, más generosos.

Yo, al pensar en estos puntos, me avergüenzo. Pero me doy cuenta también de que nuestra lógica humana no sirve para explicar las realidades de la gracia. Dios suele buscar instrumentos flacos, para que aparezca con clara evidencia que la obra es suya. San Pablo evoca con temblor su vocación: después de todos se me apareció a mí, que vengo a ser como un abortivo, siendo el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios15. Así escribe Saulo de Tarso, con una personalidad y un empuje que la historia no ha hecho sino agrandar.

Sin que haya mediado mérito alguno por nuestra parte, os decía: porque en la base de la vocación están el conocimiento de nuestra miseria, la conciencia de que las luces que iluminan el alma —la fe—, el amor con el que amamos —la caridad— y el deseo por el que nos sostenemos —la esperanza—, son dones gratuitos de Dios. Por eso, no crecer en humildad significa perder de vista el objetivo de la elección divina: ut essemus sancti, la santidad personal.

Ahora, desde esa humildad, podemos comprender toda la maravilla de la llamada divina. La mano de Cristo nos ha cogido de un trigal: el sembrador aprieta en su mano llagada el puñado de trigo. La sangre de Cristo baña la simiente, la empapa. Luego, el Señor echa al aire ese trigo, para que muriendo, sea vida y, hundiéndose en la tierra, sea capaz de multiplicarse en espigas de oro.

El camino de fe

La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental —la Eucaristía— que Él nos ha dado por alimento, porque el camino del cristiano es andador, como recuerda una antigua canción de mi tierra. Dios nos ha llamado clara e inequívocamente. Como los Reyes Magos, hemos descubierto una estrella, luz y rumbo, en el cielo del alma.

Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle4. Es nuestra misma experiencia. También nosotros advertimos que, poco a poco, en el alma se encendía un nuevo resplandor: el deseo de ser plenamente cristianos; si me permitís la expresión, la ansiedad de tomarnos a Dios en serio. Si cada uno de vosotros se pusiera ahora a contar en voz alta el proceso íntimo de su vocación sobrenatural, los demás juzgaríamos que todo aquello era divino. Agradezcamos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo y a Santa María, por la que nos vienen todas las bendiciones del cielo, este don que, junto con el de la fe, es el más grande que el Señor puede conceder a una criatura: el afán bien determinado de llegar a la plenitud de la caridad, con el convencimiento de que también es necesaria —y no sólo posible— la santidad en medio de las tareas profesionales, sociales...

Considerad con qué finura nos invita el Señor. Se expresa con palabras humanas, como un enamorado: Yo te he llamado por tu nombre... Tú eres mío5. Dios, que es la hermosura, la grandeza, la sabiduría, nos anuncia que somos suyos, que hemos sido escogidos como término de su amor infinito. Hace falta una recia vida de fe para no desvirtuar esta maravilla, que la Providencia divina pone en nuestras manos. Fe como la de los Reyes Magos: la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios.

Un camino de fe es un camino de sacrificio. La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio, pero exige que abandonemos todo lo que estorba al querer de Dios. La luz que se enciende es sólo el principio; hemos de seguirla, si deseamos que esa claridad sea estrella, y luego sol. Mientras los Magos estaban en Persia —escribe San Juan Crisóstomo— no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria, vieron al mismo sol de justicia. Se puede decir que no hubieran continuado viendo la estrella, si hubiesen permanecido en su país. Démonos prisa, pues, también nosotros; y aunque todos nos lo impidan, corramos a la casa de ese Niño6.

Firmeza en la vocación

Hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el Rey Herodes se turbó y, con él, toda Jerusalén7. Todavía hoy se repite esta escena. Ante la grandeza de Dios, ante la decisión, seriamente humana y profundamente cristiana, de vivir de modo coherente con la propia fe, no faltan personas que se extrañan, y aun se escandalizan, desconcertadas. Se diría que no conciben otra realidad que la que cabe en sus limitados horizontes terrenos. Ante los hechos de generosidad, que perciben en la conducta de otros que han oído la llamada del Señor, sonríen con displicencia, se asustan o —en casos que parecen verdaderamente patológicos— concentran todo su esfuerzo en impedir la santa determinación que una conciencia ha tomado con la más plena libertad.

Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos, que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo? Las palabras de Jesús, amorosas y a la vez exigentes, ¿son sólo para oírlas, o para oírlas y ponerlas en práctica? Él dijo: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto8.

Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles9. Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios.

Considerad el caso de Herodes: era un potente de la tierra, y tiene la oportunidad de servirse de la colaboración de los sabios: reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías10. Su poder y su ciencia no le llevan a reconocer a Dios. Para su corazón empedernido, poder y ciencia son instrumentos de maldad: el deseo inútil de aniquilar a Dios, el desprecio por la vida de un puñado de niños inocentes.

Sigamos leyendo el santo Evangelio: ellos contestaron: en Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel11. No podemos pasar por alto estos detalles de misericordia divina: quien iba a redimir al mundo, nace en una aldea perdida. Y es que Dios no hace acepción de personas12, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos: la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que, llegada encima del lugar en que estaba el Niño, se detuvo13.

La vocación es lo primero; Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle. La paternal bondad de Dios nos sale al encuentro14. Nuestro Señor no sólo es justo, es mucho más: misericordioso. No espera que vayamos a Él; se anticipa, con muestras inequívocas de paternal cariño.

El trato de José con Jesús

Desde hace tiempo me gusta recitar una conmovedora invocación a San José, que la Iglesia misma nos propone, entre las oraciones preparatorias de la Misa: José, varón bienaventurado y feliz, al que fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros. Esta oración nos servirá para entrar en el último tema que voy a tocar hoy: el trato entrañable de José con Jesús.

Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación. Recordábamos antes aquellos primeros años llenos de circunstancias en aparente contraste: glorificación y huida, majestuosidad de los Magos y pobreza del portal, canto de los Ángeles y silencio de los hombres. Cuando llega el momento de presentar al Niño en el Templo, José, que lleva la ofrenda modesta de un par de tórtolas, ve cómo Simeón y Ana proclaman que Jesús es el Mesías. Su padre y su madre escuchaban con admiración20, dice San Lucas. Más tarde, cuando el Niño se queda en el Templo sin que María y José lo sepan, al encontrarlo de nuevo después de tres días de búsqueda, el mismo evangelista narra que se maravillaron21.

José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos.

Notas
15

1 Cor XV, 8-9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Mt II, 2.

5

Is XLIII, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 6, 5 (PG 57, 78).

7

Mt II, 2-3.

8

Mt V, 48.

9

Cfr. Lc II, 9.

10

Mt II, 4.

11

Mt II, 5.

12

Cfr. 2 Par XIX, 7; Rom II, 1; Eph VI, 9; Col III, 25, etc.

13

Mt II, 9.

14

Ps LXXVIII, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Lc II, 33.

21

Lc II, 48.

Referencias a la Sagrada Escritura