Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Entrega.

Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada. Su fiesta es, por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación de cristianos, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor.

Cuando se desea sinceramente vivir de fe, de amor y de esperanza, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que estaba en desuso. Cuando hay fe, amor y esperanza, renovarse es —a pesar de los errores personales, de las caídas, de las debilidades— mantenerse en las manos de Dios: confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras.

El amor tiene necesariamente sus características manifestaciones. Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones.

Pensar en la muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres.

Pero el Señor determina condiciones. Hay una declaración suya, que nos conserva San Lucas, de la que no se puede prescindir: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo11. Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios.

De esto se trata. Fijémonos en la última de las exigencias de Jesús: et animam suam. La vida, el alma misma, es lo que pide el Señor. Si somos fatuos, si nos preocupamos sólo de nuestra personal comodidad, si centramos la existencia de los demás y aun la del mundo en nosotros mismos, no tenemos derecho a llamarnos cristianos, a considerarnos discípulos de Cristo. Hace falta la entrega con obras y con verdad, no sólo con la boca12. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre. En el pasaje que comentamos, Jesús continúa: Y el que no carga con su cruz y me sigue, tampoco puede ser mi discípulo13.

Aceptemos sin miedo la voluntad de Dios, formulemos sin vacilaciones el propósito de edificar toda nuestra vida de acuerdo con lo que nos enseña y exige nuestra fe. Estemos seguros de que encontraremos lucha, sufrimiento y dolor, pero, si poseemos de verdad la fe, no nos consideraremos nunca desgraciados: también con penas e incluso con calumnias, seremos felices con una felicidad que nos impulsará a amar a los demás, para hacerles participar de nuestra alegría sobrenatural.

Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: «mire, de norte a sur, y de este a oeste». ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: «el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados». Me llené, en un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.

Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.

Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras fuertes de San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia11.

Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una, santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.

El misterio del sacrificio silencioso

Pero, fijaos: si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron, el Señor responde: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica7. Era el elogio de su Madre, de su fiat8, del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada.

Al meditar estas verdades, entendemos un poco más la lógica de Dios; nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario.

Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal. María es una criatura como nosotros, con un corazón como el nuestro, capaz de gozos y de alegrías, de sufrimientos y de lágrimas. Antes de que Gabriel le comunique el querer de Dios, Nuestra Señora ignora que había sido escogida desde toda la eternidad para ser Madre del Mesías. Se considera a sí misma llena de bajeza9: por eso reconoce luego, con profunda humildad, que en Ella ha hecho cosas grandes el que es Todopoderoso10.

La pureza, la humildad y la generosidad de María contrastan con nuestra miseria, con nuestro egoísmo. Es razonable que, después de advertir esto, nos sintamos movidos a imitarla; somos criaturas de Dios, como Ella, y basta que nos esforcemos por ser fieles, para que también en nosotros el Señor obre cosas grandes. No será obstáculo nuestra poquedad: porque Dios escoge lo que vale poco, para que así brille mejor la potencia de su amor11.

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz6. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir7.

Por Él reinan los reyes8, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad9, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación10.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana. Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo11, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz12. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo13.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos14; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva15, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino16. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero17, lo único verdaderamente necesario18.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos: acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas19. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros20.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo21, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu22; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios23. Jesús quiere hechos, no sólo palabras24. Y un esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna25.

La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra26, como el crecimiento del grano de mostaza27; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad28. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada29.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo30. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo31, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso32.

Notas
11

Lc XIV, 26.

12

1 Ioh III, 18.

13

Lc XIV, 27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Col I, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Lc XI, 27-28.

8

Lc I, 38.

9

Cfr. Lc I, 48.

10

Lc I, 49.

11

Cfr. 1 Cor I, 27-29.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Cfr. Col I, 11-16.

7

Act I, 11.

8

Prv VIII, 15.

9

Ex XV, 18.

10

Dan III, 100.

11

Ioh XVIII, 36.

12

Ioh XVIII, 37.

13

Rom XIV, 17.

14

Mt III, 2; IV, 17.

15

Cfr. Lc X, 9.

16

Cfr. Mt VI, 10.

17

Cfr. Mt VI, 33.

18

Cfr. Lc X, 42.

19

Mt XXII, 2.

20

Lc XVII, 21.

21

Cfr. Ioh III, 5.

22

Cfr. Mc X, 14; Mt VII, 21; V, 3.

23

En verdad os digo que difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos (Mt XIX, 23).

24

Cfr. Mt VII, 21.

25

El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen lo arrebatan (Mt XI, 12).

26

Cfr. Mt XIII, 24.

27

Cfr. Mt XIII, 31.

28

Cfr. Mt XIII, 47.

29

Cfr. Mt XIII, 33.

30

Cfr. Mt XIII, 44 y 45.

31

Cfr. Mt XXI, 43; VIII, 12.

32

Lc XXIII, 42.

Referencias a la Sagrada Escritura