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La Eucaristía y el misterio de la Trinidad

Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo de Cristo —Corpus Christi— presente en todos los tabernáculos del mundo. Hoy, en el Jueves Santo, vamos a fijarnos en la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y alimento, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.

Hablaba de corriente trinitaria de amor por los hombres. Y ¿dónde advertirla mejor que en la Misa? La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso me gusta tanto repetir en la colecta, en la secreta y en la postcomunión aquellas palabras finales: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo12.

Esta acción del Espíritu Santo queda expresada claramente cuando el sacerdote invoca la bendición divina sobre la ofrenda: Ven, santificador omnipotente, eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado a tu santo nombre13, el holocausto que dará al Nombre santísimo de Dios la gloria que le es debida. La santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían. Reconocemos también esa presencia activa del Espíritu Santo en el sacrificio cuando decimos, poco antes de la comunión: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste el mundo con tu muerte...14.

Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios31. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro32.

Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia —y cada cristiano— que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre33.

Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos —nos dice San Pablo— coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados34. El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.

Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado35, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad 36: y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad 37.

En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.

Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.

Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno y del otro38.

Notas
12

S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 13 (PG 94, 1139).

13

Misal Romano, Ofertorio, Invocación al Espíritu Santo.

14

Misal Romano, Oraciones preparatorias para la Comunión.

Notas
31

1 Cor II, 11.

32

Cfr. Gal IV, 6; Rom VIII, 15.

33

Cfr. Apoc XXII, 17.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
34

Rom VIII, 17.

35

Cfr. Gal IV, 31.

36

Gal V, 22-23.

37

2 Cor III, 17.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
38

Del himno Veni Creator Spiritus, del Oficio del día de Pentecostés.