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Hay 4 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Espíritu Santo  → tratar al Espíritu Santo.

La Santa Misa en la vida del cristiano

La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos18. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús19.

La efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios. El Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida; y consummati in unum20, hechos una sola cosa con Cristo, podemos ser entre los hombres lo que San Agustín afirma de la Eucaristía: signo de unidad, vínculo del Amor21.

No descubro nada nuevo si digo que algunos cristianos tienen una visión muy pobre de la Santa Misa, que para otros es un mero rito exterior, cuando no un convencionalismo social. Y es que nuestros corazones, mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres. En la Misa, en esta Misa que ahora celebramos, interviene de modo especial, repito, la Trinidad Santísima. Corresponder a tanto amor exige de nosotros una total entrega, del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, lo gustamos. Y cuando las palabras no son suficientes, cantamos, animando a nuestra lengua —Pange, lingua!— a que proclame, en presencia de toda la humanidad, las grandezas del Señor.

Actualidad de la Pentecostés

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo rogaré al Padre —anunció el Señor a sus discípulos— y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente8. Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios9. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos10.

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor21.

No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano.

La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo.

Hemos de vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios22.

La conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es esta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.

¿Me atreveré a decir: soy santo? —se preguntaba San Agustín—. Si dijese santo en cuanto santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio y mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se lee en el Levítico: sed santos, porque yo, Dios, soy santo; entonces también el cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la tierra y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo23.

Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas —esos alientos, esos reproches—, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo24.

Tratar al Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración25.

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad26.

Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?27, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno —una de las tres Personas del único Dios—, con quien se habla y de quien se vive.

Hace falta —en cambio— que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios28.

Notas
18

Cfr. S. Tomás, S. Th. III, q. 65, a. 3.

19

S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses, 22, 3.

20

Ioh XVII, 23.

21

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 13 (PL 35, 1613).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Ioh XIV, 16.

9

Cfr. Is XI, 12.

10

Tit III, 5-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Mt IX, 36.

22

S. Basilio, De Spiritu Sancto, 9, 23 (PG 32, 110).

23

S. Agustín, Enarrationes in psalmos, 85, 4 (PL 37, 1084).

24

Cfr. Rom XV, 13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
25

Act II, 42.

26

Cfr. 1 Cor XII, 4-6 y XIII, 1-13.

27

1 Cor III, 16.

28

S. Cirilo de Alejandría, Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate, 34 (PG 75, 609).

Referencias a la Sagrada Escritura