Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Vida sobrenatural  → la Virgen y la vida interior .

Madre de Cristo, Madre de los cristianos

Desde aquel año de 1935, en numerosas y habituales visitas a Santuarios de Nuestra Señora, he tenido ocasión de reflexionar y de meditar sobre esta realidad del cariño de tantos cristianos a la Madre de Jesús. Y he pensado siempre que ese cariño es una correspondencia de amor, una muestra de agradecimiento filial. Porque María está muy unida a esa manifestación máxima del amor de Dios: la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre como nosotros y cargó con nuestras miserias y pecados. María, fiel a la misión divina para la que fue criada, se ha prodigado y se prodiga continuamente en servicio de los hombres, llamados todos a ser hermanos de su Hijo Jesús. Y la Madre de Dios es también realmente, ahora, la Madre de los hombres.

Así es, porque así lo quiso el Señor. Y el Espíritu Santo dispuso que quedase escrito, para que constase por todas las generaciones: Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Habiendo mirado, pues, Jesús a su madre, y al discípulo que él amaba, que estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después, dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto el discípulo la tuvo por Madre4.

Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre5.

Pero es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente de sus hijos. Cada uno de nosotros, al evocar su propia vida y ver cómo en ella se manifiesta la misericordia de Dios, puede descubrir mil motivos para sentirse de un modo muy especial hijo de María.

Tratar a María

De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte, sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al Espíritu Santo.

Para comprender el papel que María desempeña en la vida cristiana, para sentirnos atraídos hacia Ella, para buscar su amable compañía con filial afecto, no hacen falta grandes disquisiciones, aunque el misterio de la Maternidad divina tiene una riqueza de contenido sobre el que nunca reflexionaremos bastante.

La fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios: Dios nos llama ya ahora sus amigos, su gracia obra en nosotros, nos regenera del pecado, nos da las fuerzas para que, entre las debilidades propias de quien aún es polvo y miseria, podamos reflejar de algún modo el rostro de Cristo. No somos sólo náufragos a los que Dios ha prometido salvar, sino que esa salvación obra ya en nosotros. Nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la oscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre.

De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón. La relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María.

¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma, que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas.

En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar —no hace falta la palabra, el pensamiento basta— las imágenes de María que hay en todo hogar cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración maravillosa que es el santo rosario, en el que el alma no se cansa de decir siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana —precisamente este mismo en que estamos ahora reunidos: el sábado—, ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su maternidad.

Hay muchas otras devociones marianas que no es necesario recordar aquí ahora. No tienen por qué estar incorporadas todas a la vida de cada cristiano —crecer en vida sobrenatural es algo muy distinto del mero ir amontonando devociones—, pero debo afirmar al mismo tiempo que no posee la plenitud de la fe quien no vive alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María.

Los que consideran superadas las devociones a la Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia. Es Dios quien nos ha dado a María, y no tenemos derecho a rechazarla, sino que hemos de acudir a Ella con amor y con alegría de hijos.

Quizás alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al cuidado de vuestra familia, participando en los afanes nobles de los hombres, respetando la legítima libertad de cada uno.

Desde hace casi treinta años ha puesto Dios en mi corazón el ansia de hacer comprender a personas de cualquier estado, de cualquier condición u oficio, esta doctrina: que la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios, que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también la perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de María.

No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!

Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos.

Actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?

Es entonces el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha derramado en nuestros corazones.

Notas
4

Ioh XIX, 25-27.

5

Monstra te esse Matrem (Himno litúrgico Ave maris stella).

Referencias a la Sagrada Escritura