Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Vida sobrenatural  → lucha interior .

Lucha incesante

La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes.

Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte. Por eso enseña San Pablo: yo voy corriendo, no como quien corre a la ventura, no como quien da golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado8.

El cristiano no debe esperar, para iniciar o sostener esta contienda, manifestaciones exteriores o sentimientos favorables. La vida interior no es cosa de sentimientos, sino de gracia divina y de voluntad, de amor. Todos los discípulos fueron capaces de seguir a Cristo en su día de triunfo en Jerusalén, pero casi todos le abandonaron a la hora del oprobio de la Cruz.

Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insustancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y de la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos.

En este torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad.

La lucha interior

Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús9, nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios10. Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.

En este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad.

Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos.

No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha.

No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada.

Pero nos acecha un potente enemigo, que se opone a nuestro deseo de encarnar acabadamente la doctrina de Cristo: la soberbia, que crece cuando no intentamos descubrir, después de los fracasos y de las derrotas, la mano bienhechora y misericordiosa del Señor. Entonces el alma se llena de penumbras —de triste oscuridad—, se cree perdida. Y la imaginación inventa obstáculos que no son reales, que desaparecerían si mirásemos sólo con un poquito de humildad. Con la soberbia y la imaginación, el alma se mete a veces en tortuosos calvarios; pero en esos calvarios no está Cristo, porque donde está el Señor se goza de paz y de alegría, aunque el alma esté en carne viva y rodeada de tinieblas.

Otro enemigo hipócrita de nuestra santificación: el pensar que esta batalla interior ha de dirigirse contra obstáculos extraordinarios, contra dragones que respiran fuego. Es otra manifestación del orgullo. Queremos luchar, pero estruendosamente, con clamores de trompetas y tremolar de estandartes.

Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete, gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es despreciar la pelea en esas escaramuzas, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios.

Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho11. Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad.

Son estas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros, como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine, para percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en la victoria; que no nos abandone en la hora de la caída, porque así nos encontraremos siempre en condiciones de levantarnos y de seguir combatiendo.

No podemos detenernos. El Señor nos pide un batallar cada vez más rápido, cada vez más profundo, cada vez más amplio. Estamos obligados a superarnos, porque en esta competición la única meta es la llegada a la gloria del cielo. Y si no llegásemos al cielo, nada habría valido la pena.

Notas
8

1 Cor IX, 26-27.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

2 Tim II, 3.

10

2 Cor X, 3-5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Lc XVI, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura