Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Testimonio.

Profundizar en el sentido de la muerte de Cristo

La digresión que acabo de hacer no tiene otra finalidad que poner de manifiesto una verdad central: recordar que la vida cristiana encuentra su sentido en Dios. No han sido creados los hombres tan sólo para edificar un mundo lo más justo posible, porque —además— hemos sido establecidos en la Tierra para entrar en comunión con Dios mismo. Jesús no nos ha prometido ni la comodidad temporal ni la gloria terrena, sino la casa de Dios Padre, que nos espera al final del camino15.

La liturgia del Viernes Santo incluye un himno maravilloso: el Crux fidelis. En ese himno se nos invita a cantar y a celebrar el glorioso combate del Señor, el trofeo de la Cruz, el preclaro triunfo de Cristo: el Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas, y ni siquiera con el poder temporal de los suyos, sino con la grandeza de su amor infinito.

No destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón. Y espera de nosotros, los cristianos, que vivamos de tal manera que quienes nos traten, por encima de nuestras propias miserias, errores y deficiencias, adviertan el eco del drama de amor del Calvario. Todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios, para ser sal que sazone, luz que lleve a los hombres la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida. El cristiano es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del amor de Dios; y no será sal, si no sirve para salar; no será luz si, con su ejemplo y con su doctrina, no ofrece un testimonio de Jesús, si pierde lo que constituye la razón de ser de su vida.

Reinar sirviendo

Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen.

¿Cómo lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere36, primero enseñó con obras, luego con su predicación divina.

Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien37. Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.

Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.

Cristo en la cumbre de las actividades humanas

Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiésemos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum38, si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!

Cristo, Nuestro Señor, sigue empeñado en esta siembra de salvación de los hombres y de la creación entera, de este mundo nuestro, que es bueno, porque salió bueno de las manos de Dios. Fue la ofensa de Adán, el pecado de la soberbia humana, el que rompió la armonía divina de lo creado.

Pero Dios Padre, cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo Unigénito, que —por obra del Espíritu Santo— tomó carne en María siempre Virgen, para restablecer la paz, para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus39, fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar en la intimidad divina: para que así fuera concedido a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios40, liberar el universo entero del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo41, que los ha reconciliado con Dios42.

A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina, de reconstruir la concordia de todo lo creado.

Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención.

Nunca hablo de política. No pienso en el cometido de los cristianos en la tierra como en el brotar de una corriente político-religiosa —sería una locura—, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres. Lo que hay que meter en Dios es el corazón de cada uno, sea quien sea. Procuremos hablar para cada cristiano, para que allí donde está —en circunstancias que no dependen sólo de su posición en la Iglesia o en la vida civil, sino del resultado de las cambiantes situaciones históricas—, sepa dar testimonio, con el ejemplo y con la palabra, de la fe que profesa.

El cristiano vive en el mundo con pleno derecho, por ser hombre. Si acepta que en su corazón habite Cristo, que reine Cristo, en todo su quehacer humano se encontrará —bien fuerte— la eficacia salvadora del Señor. No importa que esa ocupación sea, como suele decirse, alta o baja; porque una cumbre humana puede ser, a los ojos de Dios, una bajeza; y lo que llamamos bajo o modesto puede ser una cima cristiana, de santidad y de servicio.

Notas
15

Cfr. Ioh XIV, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Act I, 1.

37

Cfr. Rom XII, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
38

Ioh XII, 32.

39

Gal IV, 5.

40

Cfr. Rom VI, 4-5.

41

Cfr. Eph I, 9-10.

42

Cfr. Col I, 20.

Referencias a la Sagrada Escritura