Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Cartas I» cuya materia es Vida pública  → misión de los cristianos.

Os vengo hablando, hijas e hijos míos, de la obligación que nos apremia −caritas Christi urget nos66− de ayudar a Cristo Señor Nuestro en su divina tarea de Redentor de todas las almas, consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz −iudaeis quidem scandalum, gentibus autem stultitiam67; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles− y que, por voluntad de Dios, continuará hasta que llegue la hora del Señor.

Esta obligación incumbe a todos los cristianos: y, por un título especialísimo −la llamada que hemos recibido−, es onus et honor, carga y honor para los hijos de Dios en su Obra. El Señor pide de nosotros que le llevemos, con nuestra conducta ejemplar y con un apostolado constante de dar doctrina, a todos los hombres que se crucen en nuestro camino: apostolado que habéis de hacer en y desde vuestro propio trabajo profesional, en vuestro propio estado.

En la acción apostólica, no debemos dejarnos arrastrar por ninguna acepción de personas, ni podemos excluir ninguna actividad humana, porque todas las ocupaciones honestas, todos los oficios honrados serán para nosotros motivos de santificación, y medio de apostolado eficacísimo, que nos dará ocasión para arrastrar a otras almas a la búsqueda sincera y generosa de la santidad en medio del mundo.

Por eso he afirmado, y os lo repito, que habéis de dar ejemplo, siendo así testigos de Jesucristo en todos los campos de la actividad humana, a los que llevaréis la buena semilla que habéis recibido, para ser sembradores de Dios, sal que sazone las almas que no han gustado aún o que han olvidado el sabor del mensaje evangélico, luz que ilumine a los que yacen en las tinieblas del error o de la ignorancia.

En todos los campos donde los hombres trabajan −insisto− os habéis de hacer presentes también vosotros, con el maravilloso espíritu de servicio de los seguidores de Jesucristo, que no vino a ser servido, sino a servir68: sin abandonar imprudentemente −sería error gravísimo− la vida pública de las naciones, en la que actuaréis como ciudadanos corrientes, que eso sois, con libertad personal y con personal responsabilidad.

Presencia en la vida pública. Ni laicismo ni clericalismo. La Obra no tiene actividad política

La presencia leal y desinteresada en el terreno de la vida pública ofrece posibilidades inmensas para hacer el bien, para servir: no pueden los católicos −no podéis vosotros, hijos míos− desertar ese campo, dejando las tareas políticas en las manos de los que no conocen o no practican la ley de Dios, o de los que se muestran enemigos de su Santa Iglesia.

La vida humana, tanto privada como social, se encuentra ineludiblemente en contacto con la ley y con el espíritu de Cristo Señor Nuestro: los cristianos, en consecuencia, descubren fácilmente una compenetración recíproca entre el apostolado y la ordenación de la vida por parte del Estado, es decir, la acción política. Las cosas que son del César, hay que darlas al César; y las que son de Dios, hay que dárselas a Dios, dijo Jesús69.

Por desgracia, es corriente que no se quiera seguir este precepto tan claro, y que se involucren los conceptos, para terminar en dos extremos que son igualmente desordenados: el laicismo, que ignora los legítimos derechos de la Iglesia; y el clericalismo, que avasalla los derechos, también legítimos, del Estado. Es preciso, hijos míos, combatir estos dos abusos por medio de seglares, que se sientan y sean hijos de Dios, y ciudadanos de las dos Ciudades.

Política, en el sentido noble de la palabra, no es sino un servicio para lograr el bien común de la Ciudad terrena. Pero este bien tiene una extensión muy grande y, por consiguiente, es en el terreno político donde se debaten y se dictan leyes de la más alta importancia, como son las que conciernen al matrimonio, a la familia, a la escuela, al mínimo necesario de propiedad privada, a la dignidad −los derechos y los deberes− de la persona humana. Todas estas cuestiones, y otras más, interesan en primer término a la religión, y no pueden dejar indiferente, apático, a un apóstol.

La Obra no tiene política alguna: no es ése su fin. Nuestra única finalidad es espiritual y apostólica, y tiene un resello divino: el amor a la libertad, que nos ha conseguido Jesucristo muriendo en la Cruz70. Por esto, la Obra de Dios no ha entrado ni entrará nunca en la lucha política de los partidos: no es solamente loable, sino un estricto deber para nuestra Familia sobrenatural mantenerse por encima de las querellas contingentes, que envenenan la vida política, por la sencilla razón de que la Obra −vuelvo a afirmar− no tiene fines políticos, sino apostólicos.

Pero vosotros, hijos míos −cada uno personalmente−, no sólo cometeríais un error, como os acabo de decir, sino que haríais una traición a la causa de Nuestro Señor, si dejarais el campo libre, para que dirijan los negocios del Estado, a los indignos, a los incapaces, o a los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia.

Es frecuente, en efecto, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad −parte de la virtud cardinal de la justicia− y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad.

Por supuesto, no sería razonable pretender que cada uno de los ciudadanos fuera un profesional de la política; esto, por lo demás, resulta hoy materialmente imposible incluso en las sociedades más reducidas, por la gran especialización y la completa dedicación que exigen todas las tareas profesionales, y entre ellas la misma tarea política.

Pero sí se puede y se debe exigir un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común en la sociedad, en la que vive cada uno, en unas circunstancias históricas determinadas; y también se puede exigir un mínimo de comprensión de la técnica −de las posibilidades reales, limitadas− de la pública administración y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica serena y constructiva ni opciones sensatas.

Conviene, por eso, que haya muchas posibilidades de adquirir un hondo sentido social y de cooperación, para lograr el bien común. Ya os hablé de esa medida concreta del catecismo; pero, también en el campo de la pedagogía escolar −de la formación humana−, bueno sería que los maestros, sin imponer criterios personales en lo opinable, enseñaran el deber de actuar libre y responsablemente en el campo de las tareas cívicas.

Mis criterios personales, en cuestiones políticas concretas, no los conocéis, porque no los manifiesto: y, cuando haya sacerdotes en la Obra, deberán seguir la misma regla de conducta, ya que su misión será, como la mía, exclusivamente espiritual.

Por lo demás, aunque conocierais esos criterios personales míos, no tendríais ninguna obligación de seguirlos. Mi opinión no es un dogma −los dogmas sólo los establece el Magisterio de la Iglesia, en lo que toca al depósito de la fe−, y vuestras opiniones tampoco son dogmas. Seríamos inconsecuentes si no respetásemos otras opiniones diferentes a la que cada uno de nosotros tenga: como lo serían también mis hijos, si no ejercitaran el derecho a manifestar sus orientaciones políticas, en asuntos de libre discusión.

Ya os he dicho por qué: porque si en esos asuntos temporales no intervienen los católicos responsables −con un completo acuerdo sobre su denominador común, y con sus distintas maneras de juzgar en lo opinable−, es difícil que este campo no quede en manos de personas que no tienen en cuenta los principios del derecho natural, ni el verdadero bien común de la sociedad, ni los derechos de la Iglesia: en manos de gentes que además no tienen costumbre de respetar las opiniones contrarias a las suyas. Es decir, que, sin este espíritu cristiano de consideración de los principios intangibles y de la legítima libertad de elección en lo opinable, no puede haber en la sociedad ni paz, ni libertad, ni justicia.

Notas
66

Cfr. 2 Co 5,14.

67

1 Co 1,23.

68

Mt 20,28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
69

Cfr. Mt 22,21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
70

Cfr. Ga 4,31.

Referencias a la Sagrada Escritura