Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Cartas I» cuya materia es Caridad → con los equivocados.

Distinción entre el error y el que yerra. Caridad con los equivocados

Las ideas malas no suelen ser totalmente malas; tienen ordinariamente una parte de bien, porque si no, no las seguiría nadie. Tienen casi siempre una chispa de verdad, que es su banderín de enganche; pero esa parte de verdad no es de ellas: está tomada de Cristo, de la Iglesia; y, por tanto, son esas ideas buenas −que están mezcladas con el error− las que han de venir detrás de los cristianos, que poseen la verdad plena; no hemos de ser nosotros los que vayamos detrás de ellas.

Pero ese criterio es válido sólo desde un punto de vista doctrinal; en el trato personal, en la práctica, sois vosotros los que habéis de ir en pos de los equivocados, no para dejaros arrastrar por sus ideologías, sino para ganarlos a Cristo, para atraerles suave y eficazmente a la luz y a la paz.

Con frecuencia me oís repetir que la Obra de Dios no es antinada. Ciertamente no podremos decir que el error es una cosa buena, pero los equivocados merecen nuestro cariño, nuestra ayuda, nuestro trato leal y sincero: y no agradaríamos a Dios, si se lo negáramos, simplemente porque no piensan como nosotros.

Trato con los que están en el error. Conocer sus razones.

Dentro del orden de la caridad −insisto−, daremos un trato lleno de cariño a los que, por ignorancia, por soberbia o por la incomprensión de otros, se acercan al error o han caído en él. Si la gente se equivoca, hijas e hijos míos, no es siempre por mala voluntad: hay ocasiones, en las que yerran, porque no tienen medios para averiguar la verdad por sí mismos; o porque encuentran más cómodo −y hemos de disculparles− repetir bobamente lo que acaban de oír o de leer, y hacen así eco a falsedades.

Es necesario conocer las razones que puedan tener. No es grato a Dios juzgar sin escuchar al reo, a veces en las sombras del secreto y en no pocas ocasiones −dada la triste debilidad humana− con testigos y acusadores que se sirven del anonimato para calumniar o difamar.

Faltaría a la verdad, hijos, si os dijera que este consejo que os doy viene sólo de experiencia ajena: lo he vivido en mi carne, pero −por gracia de Dios− puedo decir también que desde entonces amo más a la Iglesia, justamente porque hay eclesiásticos que condenan sin escuchar.

No estar contra nadie. Comprensión con todos. Saber perdonar

Aún no se agota nuestra caridad: hemos de convivir también con los que están enfrente a Cristo, porque −de lo contrario− no les podremos hacer el bien de dárselo a conocer. No os dejéis seducir, sin embargo, por falsas tácticas de apostolado, porque encontraréis gentes obcecadas, incluso por el mismo buen deseo de ganar almas, que −con la excusa de ir a buscar la oveja perdida− terminarán cayendo en las arenas movedizas del error que quieren combatir, engañados por compromisos, cedimientos o transigencias imprudentes.

Queremos hacer el bien a todos: a los que aman a Jesucristo y a los que quizá le odian. Pero éstos nos dan además mucha pena: por eso hemos de procurar tratarles con afecto, ayudarles a encontrar la fe, ahogar el mal −repito− en abundancia de bien. No hemos de ver a nadie como enemigo: si combaten a la Iglesia por mala fe, nuestra recta conducta humana, firme y amable, será el único medio para que, con la gracia de Dios, descubran la verdad o al menos la respeten.

Si sus ataques nacen de la ignorancia, nuestra doctrina −confirmada por el ejemplo− podrá hacer caer el velo de sus ojos. Defenderemos siempre los derechos santos de la Iglesia, pero lo procuraremos hacer sin herir, sin humillar, procurando no levantar suspicacias ni resentimientos.

¿Contra quién estamos? Contra nadie. No puedo querer al diablo, pero a todos los que no sean el diablo −por malos que sean o que parezcan− los quiero bien. No me siento ni me he sentido nunca contrario a nadie; rechazo las ideas que van contra la fe o contra la moral de Jesucristo, pero al mismo tiempo tengo el deber de acoger, con caridad de Cristo, a todos los que las profesen.

Muchas veces esos errores son fruto de una equivocada formación. En no pocos casos, esos pobrecillos no habrán tenido a nadie que les enseñara la verdad. Pienso, por eso, que el día del juicio serán muchas las almas que responderán a Dios, como contestó el paralítico de la piscina −hominem non habeo50, no hubo nadie que me ayudara− o como replicaron aquellos obreros sin trabajo, a la pregunta del dueño de la viña: nemo nos conduxit51, no nos han llamado a trabajar.

Aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda, que sólo Dios podrá medir. Oíd el grito de Jesús en la cruz, excusando a los que le mataban: Pater, dimitte illis: non enim sciunt quid faciunt52; Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Sigamos el ejemplo de Jesucristo, no rechacemos a nadie: por salvar un alma, hemos de ir hasta las mismas puertas del infierno. Más allá no, porque más allá no se puede amar a Dios.

Notas
50

Jn 5,7.

51

Mt 20,7.

52

Lc 23,34.

Referencias a la Sagrada Escritura