Lista de puntos

Hay 8 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Agradecimiento a Dios.

Pero mirad el fruto de la obediencia de éstos: un milagro. Jesús hace un milagro pasmoso. Y en la Obra, ¡los hace tantas veces! Unos, por providencia ordinaria; otros, por providencia extraordinaria. Dios está dispuesto, lo que hace falta es que obedezcamos, que obliguemos al Señor procurando tener mucha fe en Él. Y entonces es cuando se luce. Entonces es cuando hace cosas en las que se ve que está Él por medio. Entonces es cuando hace una de las suyas: como ésta, como ésta.

«Jesús tomó entonces los panes; y después de haber dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y lo mismo hizo con los peces, dando a todos cuanto querían»13. Así, con generosidad. ¿Qué me pedís?: ¿dos, tres? Él da cuatro, da seis, da cien. ¿Por qué? Porque Cristo ve las cosas con sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y va más lejos que nosotros. Por eso, al considerar en estos días –meses, años– ese asunto del que no sabemos si se consigue ahora o más adelante –tengo fe en que pueda ser ahora–, al discurrir con mi cabeza humana y concluir que no saldrá, digo: ¡antes, más, mejor! ¡El Señor ve más allá que nuestra lógica! Hace las cosas antes, más generosamente, y las hace mejor.

«Después que quedaron saciados, dijo a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Hiciéronlo así y llenaron doce cestos de los pedazos que habían sobrado de los cinco panes de cebada, después que todos hubieron comido»14. Ya sabéis, es conocidísima, la manera de comentar esta parte del Evangelio un buen predicador. ¿Y para qué recoger los restos? ¿Para qué? Para que, con esos doce grandes cestos de pan que han sobrado, comamos nosotros ahora y nos alimentemos de la fe. De la fe en Él, que es capaz de hacer todo eso superabundantemente, por el amor que tiene a los hombres, por el amor que tiene a la Iglesia, por el deseo que tiene de redimir, de salvar a las gentes. ¡Señor, que sobren cestos ahora mismo! ¡Hazlo generosamente! ¡Que se vea que eres Tú!

«Habiendo visto el milagro que Jesús había hecho, decían aquellos hombres: Este es, sin duda, el Profeta que ha de venir al mundo»15. Querían raptarlo, ¿recordáis?, para hacerle rey. Nosotros le hemos hecho ya Rey nuestro, desde que pusieron la semilla de la fe en nuestros corazones. Después, cuando nos llamó, le hemos vuelto a entronizar.

¡Perfecto Dios! Si estos hombres, por un pedazo de pan –aun cuando el milagro sea grande–, se entusiasman y te aclaman hasta el punto de tener que esconderte, ¿qué haremos nosotros, por tantas cosas como nos has dado, a lo largo de todos estos años de la Obra?

Yo he formulado una colección de propósitos para cuando se resuelva la situación jurídica definitiva de la Obra. Además de mandar que se celebren tantas Misas, y de mover a rezar a todos, y de pedir mortificaciones, y de importunar continuamente –día y noche– a Dios Nuestro Señor; además de todo esto, entre mis propósitos figuraba éste: Señor, en cuanto esté hecho, pondremos dos lámparas delante del Sagrario, en los Centros del Consejo General y de la Asesoría Central, en las Comisiones y Asesorías Regionales, y en los Centros de Estudios. Y me dio una vergüenza tremenda: ¿cómo iba a portarme así, con tanta roñosería, con un Rey tan generoso? E inmediatamente dispuse que se enviara un aviso a todo el mundo, mandando que en esos Centros se colocaran enseguida dos lamparillas delante del Santísimo. Son pocas, pero como si fueran trescientas mil: ¡es el amor con que lo hacemos!

Señor, te pedimos que no te escondas, que vivas siempre con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos: que queramos estar siempre junto a Ti, en la barca y en lo alto del monte, llenos de fe, confiadamente y con sentido de responsabilidad, de cara a la muchedumbre: «Ut salvi fiant»16, para que todos se salven.

Vamos a terminar. Llegó el 14 de febrero de 1943. No había manera de encontrar la solución jurídica adecuada para nuestros sacerdotes. Mientras, arreciaba la persecución –no hay otra palabra en el diccionario para expresar lo que ocurría–, en la que ya no era el cacharro de la basura, sino la escupidera de todo el mundo. Cualquiera se sentía con derecho a escupir sobre este pobre hombre; y es verdad que tenían derecho y lo siguen teniendo, pero lo ejercitaban los que se llamaban buenos y los que no lo eran tanto.

Vuestros hermanos eran unos santos todos; pero yo elegí para el sacerdocio a tres que económicamente ayudaban mucho… Y otra vez en la Misa, el Señor me hizo ver la solución, con otra prueba tangible: lo que llamamos el sello, y el nombre de Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. No se enteró nadie, excepto Álvaro, a quien se lo conté enseguida, y dibujé el sello.

Hijos míos, ¿qué os quiero decir? Que demos gracias a Dios Nuestro Señor, que lo ha hecho todo muy bien, porque yo no he sido nunca el instrumento apropiado. Pedid al Señor conmigo que a todos, por los méritos e intercesión de su Madre, que es la Madre nuestra, nos haga instrumentos buenos y fieles.

Y ¿por qué debemos orar siempre? Nos lo dice el Señor con Jeremías: «Orabitis me, et ego exaudiam vos»8. Siempre que acudáis a mí, siempre que hagáis oración, Yo os escucharé. «Exaudi, Domine, vocem meam»9. Yo estaré con mi oído atento. El mismo Cristo Jesús, que es nuestro modelo, llama al Padre. Él, que estaba unidísimo –es imposible separarle del Padre y del Espíritu Santo–, ¿veis cómo levanta el corazón a su Padre, antes de cada milagro? Y cuando iba a escoger los primeros discípulos, pasó la noche en oración, «pernoctans in oratione»10.

Por lo tanto debemos orar y orar siempre: son dos propósitos de esta noche. ¿Y cómo vamos a orar? Orar con acción de gracias. Demos gracias a Dios Padre, demos gracias a Jesús, que se hizo niño por nuestros pecados; que se abandonó, sufriendo en Belén y en la Cruz con los brazos abiertos, extendidos, con gesto de Sacerdote Eterno. A mí no me gusta ver una imagen de Jesucristo encogida en la Cruz, encrespado, como rabioso. ¡Eso no es! Padecía como hombre por nuestros pecados, y sentía todos los dolores: de los azotes, de la coronación de espinas, y de las bofetadas, y de la burla… Pero está en la Cruz, con la dignidad de Sacerdote Eterno, sin padre ni madre, sin genealogía. Allí se entrega, sufriendo por amor. Le doy gracias porque por Él, con Él y en Él, yo me puedo llamar hijo de Dios. Este es otro punto que hay que considerar: la acción de gracias, a pesar de nuestras miserias, a pesar de nuestros pecados.

Y también la petición. ¿Qué hemos de pedir? ¿Qué pide un niño a su padre? Papá…, ¡la luna!: cosas absurdas. «Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá»11. ¿Qué no podemos pedir a Dios? A nuestros padres les hemos pedido todo. Pedid la luna y os la dará; pedidle sin miedo todo lo que queráis. Él siempre os lo dará, de una manera o de otra. Pedid con confianza. «Quærite primum regnum Dei…»12. Buscad primero lo que es para gloria de Dios y lo que es de justicia para las almas, lo que las une, lo que las eleva, lo que las hermana. ¡Y todo lo demás nos lo dará Él por añadidura!

Hijos míos, yo he terminado. No he dicho nada mío. Todo está en la Sagrada Escritura: es espíritu de Jesucristo, y Él lo ha querido para su Obra.

Que tengáis buena Pascua de Navidad, como dicen en mi tierra. Que Dios os bendiga. Ahora, antes de marchar, os doy la bendición.

Estoy seguro de que algunas veces el Espíritu Santo, como prenda del premio que os reserva por vuestra lealtad, os concederá ver que estáis rindiendo un buen fruto. Decid entonces: Señor, sí, es cierto: Tú has conseguido que, a pesar de mis miserias, haya crecido el fruto en medio de tanto desierto: gracias a Ti, Deo gratias!

Pero, en otros momentos, quizá sea el demonio –que no se toma nunca vacaciones– el que os tiente, para que os atribuyáis unos méritos que no son vuestros. Cuando percibáis que los pensamientos y deseos, las palabras y acciones, el trabajo, se llenan de una complacencia vana, de un orgullo necio, habéis de responder al demonio: sí, tengo fruto, Deo gratias!

Por eso, este año especialmente es tiempo de acción de gracias, y así lo he señalado a mis hijas y a mis hijos, con unas palabras tomadas de la liturgia: «Ut in gratiarum semper actione maneamus!»18. Que estemos siempre en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno. Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito –que traerá mucho bien para nuestras almas– de no ser nunca más infieles.

No hemos de abrigar otro deseo que el de estar pendientes de Dios, en constante alabanza y gloria a su nombre, ayudándole en su divina labor de Redención. Entonces, todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo; sabiendo que llegamos hasta Jesús por medio de María, y del trato con San José y con nuestros Santos Ángeles Custodios.

Como os he escrito hace ya tantos años, incluso el fruto malo, las ramas secas, las hojas caídas, cuando se entierran al pie del tronco, pueden vigorizar el árbol del que se desprendieron. ¿Por qué nuestros errores y equivocaciones, en una palabra, nuestros pecados –que no los deseamos, que los abominamos– nos han podido hacer bien? Porque luego ha venido la contrición, nos hemos llenado de vergüenza y de deseos de ser mejores, colaborando con la gracia del Señor. Por la humildad, lo que era muerte se convierte en vida; lo que iba a producir esterilidad y fracaso, se vuelve triunfo y abundancia de frutos.

Todos los días, en el ofertorio de la Misa, cuando ofrezco la Hostia Santa pongo en la patena a todas las hijas y a los hijos míos que están enfermos o atribulados. También añado las preocupaciones falsas, las que a veces os buscáis vosotros mismos porque os da la gana; para que al menos el Señor os quite de la cabeza esas bobadas.

«En cuanto los Ángeles desaparecieron por el cielo, los pastores… marcharon a toda prisa y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»19. Cuando nos acercamos al Hijo de Dios, nos convencemos que somos unos pigmeos al lado de un gigante. Nos sentimos pequeñísimos, humillados, y a la vez repletos de amor a Dios Nuestro Señor que, siendo tan grande, tan inmenso e infinito, nos ha convertido en hijos suyos. Y nos movemos a darle gracias, ahora, este año, y durante la vida entera y la eternidad. ¡Qué hermosamente suenan con el canto gregoriano las estrofas del prefacio! «Vere dignum et iustum est, æquum et salutare, nos tibi semper, et ubique gratias agere!»20. Nosotros somos pequeños, pequeños; y Él es nuestro Padre omnipotente y eterno.

No olvidéis, hijas e hijos míos, que la humildad es una virtud tan importante que, si faltara, no habría ninguna otra. En la vida interior –vuelvo a deciros– es como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Sólo Dios nos tiene que interesar; y, por Él, todos los que pertenecemos al Opus Dei, y todas las almas del mundo sin excepción. De modo que ¡fuera el yo!: estorba.

Si obráis así, hijas e hijos, ¡cuántos inconvenientes desaparecerán!, ¡cuántos malos ratos nos evitaremos! Si alguna vez lo pasáis mal, y os dais cuenta de que el alma se llena de inquietud, es que estáis pendientes de vosotros mismos. El Señor vino a redimir, a salvar, y no se preocupó más que de eso. Y nosotros, ¿vamos a estar preocupados de fomentar la soberbia?

Si tú, mi hijo, te centras en ti mismo, no sólo tomas un mal camino, sino que, además, perderás la felicidad cristiana en esta vida; ese gozo y esa alegría que no son completos, porque sólo en el cielo la felicidad será plena.

Leía en un viejo libro espiritual, que los árboles con las ramas muy altas y erguidas son los infructuosos. En cambio, aquellos con las ramas bajas, caídas, están llenos de fruto macizo, de pulpa sabrosa; y cuanto más cerca del suelo, más abundante es el fruto. Hijos, pedid la humildad, que es una virtud tan preciosa. ¿Por qué somos tan tontos? Siempre convencidos de que lo nuestro es lo mejor, siempre seguros de que tenemos razón. Como embebe el agua el terrón de azúcar, así se mete en el alma la vanidad y el orgullo. Si queréis ser felices, sed humildes; rechazad las insinuaciones mentirosas del demonio, cuando os sugiere que sois admirables. Vosotros y yo hemos comprendido que, desgraciadamente, somos muy poquita cosa; pero, contando con Dios Nuestro Señor, es otro cantar. A Él se lo debemos todo. Renovemos el agradecimiento: ut in gratiarum semper actione maneamus!

La acción de gracias, hijas e hijos míos, nace de un orgullo santo, que no destruye la humildad ni llena el alma de soberbia, porque se fundamenta sólo en el poder de Dios, y está hecho de amor, de seguridad en la lucha. Ahora que comienza el año, y se renuevan los propósitos de caminar «in novitate vitæ»21, con una vida nueva, podemos dar ya gracias al Señor por todo lo que vendrá; por todo y, especialmente, por lo que nos seguirá causando dolor.

¿Cómo se trabaja la piedra que ha de colocarse en la fachada del edificio, coronando el arco? Necesita un tratamiento distinto de aquella otra que ha de ponerse en los fundamentos. La tienen que labrar bien, con muchos golpes de cincel, hasta que quede hermosamente acabada. Por tanto, hijos, debemos agradecer a Dios todas las contradicciones personales, todas las humillaciones, todo lo que la gente llama malo y no es verdad que lo sea. Para un hijo de Dios, será una prueba del amor divino que nos quiere quizá poner bien a la vista, y nos esculpe con golpes seguros y certeros. Nosotros hemos de colaborar con Él, por lo menos no oponiendo resistencia, dejándole hacer.

De ahí se deduce que la mayor parte de nuestra labor espiritual es rebajar nuestro yo, para que el Señor añada con su gracia lo que desee. Mientras dure el tiempo de nuestra vida, mucho o poco, no nos quejaremos de Nuestro Padre Dios, aun cuando nos sintamos como al borde de un abismo de inmundicia, o de vanidad, o de necedad. Por eso insisto tanto en la humildad personal. Es una virtud hermosa para las hijas y los hijos de Dios en el Opus Dei.

El que es humilde no lo sabe, y se cree soberbio. Y el que es soberbio, vanidoso, necio, se considera algo excelente. Tiene poco arreglo, mientras no se desmorone y se vea en el suelo, y aun allí puede continuar con aires de grandeza. También por eso necesitamos la dirección espiritual; desde lejos contemplan bien lo que somos: como mucho, piedras para emplearlas abajo, en los cimientos; no la que irá en la clave del arco.

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: «Erat subditus illis!»2. Y acudí a la intercesión de los Santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicolaë, curam domus age! Y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, una parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos… Yo estaba en un sitio que ha desaparecido casi por completo; lo mismo que aquellas campanas: sólo queda una, que ahora está colocada en Torreciudad. Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad; sin darme cuenta de que Dios me metía –vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!– por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.

Si algunos que son gente mayor, gente hecha, gente culta, me oyeran hablar así dirían: ¡este hombre está loco! Pues sí, estoy loco. Deo gratias! Gracias a Nuestro Señor por esta locura de amor, que muchas veces no siento, hijos míos. Aun humanamente hablando, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo… No han faltado nunca, oportunamente, de modo providencial y constante, los hermanos vuestros que –más que hijos míos– han sido para mí como padres, cuando he necesitado el consuelo y la fortaleza de un padre.

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico –una teología nueva, queridos míos, y de la buena– y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca.

¡Hala!, no sé por qué estáis tan callados… Hablad vosotros.

«Adauge nobis fidem!»1. ¡Auméntanos la fe! Esto estaba diciendo yo al Señor. Quiere que le pida esto: que nos aumente la fe. Mañana no os diré nada; y ahora no sé lo que os voy a decir… Que me ayudéis a dar gracias a Nuestro Señor por ese cúmulo inmenso, enorme, de favores, de providencias, de cariño…, ¡de palos!, que también son cariño y providencia. Señor, ¡auméntanos la fe! Como siempre, antes de ponernos a hablar con intimidad contigo, hemos acudido a Nuestra Madre del Cielo, a San José, a los Ángeles Custodios.

A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, como en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones.

Una mirada atrás… Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser.

Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias! Te las he dado; habitualmente te las he dado. Antes de repetir ese grito litúrgico –gratias tibi, Deus, gratias tibi!–, te lo venía diciendo con el corazón. Y ahora son muchas bocas, muchos pechos, los que te repiten al unísono lo mismo: gratias tibi, Deus, gratias tibi! Que no tenemos motivos más que para dar gracias. No hemos de apurarnos por nada; no hemos de preocuparnos por nada; no hemos de perder la serenidad por ninguna cosa del mundo. Lo estoy diciendo estos días a todos los que vienen de Portugal*: ¡serenos, serenos! Lo están. Que les des serenidad a los hijos míos. Que no la pierdan ni cuando tengan un error de categoría. Si se dan cuenta de que lo han cometido, eso ya es una gracia, una luz del Cielo.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís«Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»2. Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias.

Notas
13

Ev. (Jn 6,11).

14

Ev. (Jn 6,12-13).

15

Ev. (Jn 6,14).

16

1 Co 10,33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Jr 29,12.

9

Sal 27[26],7.

10

Lc 6,12.

11

Mt 7,7.

12

Cfr. Mt 6,33.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Dom. infra oct. Ascens., Postcom.

19

Lc 2,15 y 16.

20

Ordo Missæ, Præf.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Rm 6,4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Lc 2,51.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Lc 27,5.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas

 * «Los que vienen de Portugal»: desde el golpe militar del 25 de abril de 1974 (Revolución de los Claveles), Portugal atravesaba una situación turbulenta. Afortunadamente, la revolución terminaría con una transición democrática pacífica, en 1976 (N. del E.).

2

Cfr. 1 Co 1,27-28. «Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ non sunt»: «[Dios escogió] la necedad del mundo (...) a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada».

Referencias a la Sagrada Escritura