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Estoy seguro de que algunas veces el Espíritu Santo, como prenda del premio que os reserva por vuestra lealtad, os concederá ver que estáis rindiendo un buen fruto. Decid entonces: Señor, sí, es cierto: Tú has conseguido que, a pesar de mis miserias, haya crecido el fruto en medio de tanto desierto: gracias a Ti, Deo gratias!

Pero, en otros momentos, quizá sea el demonio –que no se toma nunca vacaciones– el que os tiente, para que os atribuyáis unos méritos que no son vuestros. Cuando percibáis que los pensamientos y deseos, las palabras y acciones, el trabajo, se llenan de una complacencia vana, de un orgullo necio, habéis de responder al demonio: sí, tengo fruto, Deo gratias!

Por eso, este año especialmente es tiempo de acción de gracias, y así lo he señalado a mis hijas y a mis hijos, con unas palabras tomadas de la liturgia: «Ut in gratiarum semper actione maneamus!»18. Que estemos siempre en una continua acción de gracias a Dios, por todo: por lo que parece bueno y por lo que parece malo, por lo dulce y por lo amargo, por lo blanco y por lo negro, por lo pequeño y por lo grande, por lo poco y por lo mucho, por lo que es temporal y por lo que tiene alcance eterno. Demos gracias a Nuestro Señor por cuanto ha sucedido este año, y también en cierto modo por nuestras infidelidades, porque las hemos reconocido y nos han llevado a pedirle perdón, y a concretar el propósito –que traerá mucho bien para nuestras almas– de no ser nunca más infieles.

No hemos de abrigar otro deseo que el de estar pendientes de Dios, en constante alabanza y gloria a su nombre, ayudándole en su divina labor de Redención. Entonces, todo nuestro afán será enseñar a conocer a Jesucristo, y por Él, al Padre y al Espíritu Santo; sabiendo que llegamos hasta Jesús por medio de María, y del trato con San José y con nuestros Santos Ángeles Custodios.

Como os he escrito hace ya tantos años, incluso el fruto malo, las ramas secas, las hojas caídas, cuando se entierran al pie del tronco, pueden vigorizar el árbol del que se desprendieron. ¿Por qué nuestros errores y equivocaciones, en una palabra, nuestros pecados –que no los deseamos, que los abominamos– nos han podido hacer bien? Porque luego ha venido la contrición, nos hemos llenado de vergüenza y de deseos de ser mejores, colaborando con la gracia del Señor. Por la humildad, lo que era muerte se convierte en vida; lo que iba a producir esterilidad y fracaso, se vuelve triunfo y abundancia de frutos.

Todos los días, en el ofertorio de la Misa, cuando ofrezco la Hostia Santa pongo en la patena a todas las hijas y a los hijos míos que están enfermos o atribulados. También añado las preocupaciones falsas, las que a veces os buscáis vosotros mismos porque os da la gana; para que al menos el Señor os quite de la cabeza esas bobadas.

«En cuanto los Ángeles desaparecieron por el cielo, los pastores… marcharon a toda prisa y hallaron a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre»19. Cuando nos acercamos al Hijo de Dios, nos convencemos que somos unos pigmeos al lado de un gigante. Nos sentimos pequeñísimos, humillados, y a la vez repletos de amor a Dios Nuestro Señor que, siendo tan grande, tan inmenso e infinito, nos ha convertido en hijos suyos. Y nos movemos a darle gracias, ahora, este año, y durante la vida entera y la eternidad. ¡Qué hermosamente suenan con el canto gregoriano las estrofas del prefacio! «Vere dignum et iustum est, æquum et salutare, nos tibi semper, et ubique gratias agere!»20. Nosotros somos pequeños, pequeños; y Él es nuestro Padre omnipotente y eterno.

Notas
18

Dom. infra oct. Ascens., Postcom.

19

Lc 2,15 y 16.

20

Ordo Missæ, Præf.

Referencias a la Sagrada Escritura
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