Lista de puntos

Hay 9 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Instrumentos de Dios.

Sabemos muy bien lo que nos dice hoy San Pablo: «Fratres: scientes quia hora est iam nos de somno surgere»11. ¡Ya es hora de trabajar! De trabajar por dentro, en la edificación de nuestra alma; por fuera, en la edificación del Reino de Dios. Y otra vez viene a nuestros labios la contrición: Señor, te pido perdón por mi vida mala, por mi vida tibia; te pido perdón por mi trabajo mal hecho; te pido perdón porque no te he sabido amar, y por eso no he sabido estar pendiente de Ti. Una mirada despectiva de un hijo a su madre, le causa un dolor inmenso; si es a una persona extraña, no importa demasiado. Yo soy tu hijo: mea culpa, mea culpa!…

«Sabed que ya es hora de despertar del sueño…». ¿Con qué sentido sobrenatural se ven las cosas? Ese sentido que no se nota por fuera, pero que se manifiesta en las acciones, incluso a veces por la mirada. Eres tú quien debe mirar muy dentro. ¿No es verdad que un poco de sueño ha habido en tu vida? ¿Un poco de facilonería? Piensa cómo nos facilitamos el cumplir sin demasiado amor. ¡Cumplir!

«Nox præcessit, dies autem appropinquavit: abiiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis»12; desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos de las armas de la luz. ¡Tiene mucha fuerza el Apóstol! «Sicut in die honeste ambulemus»13. Hemos de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que alumbremos, que evitemos la corrupción que hay alrededor, que llevemos como fruto la serenidad y la alegría. Y en medio de las lágrimas –porque a veces se llora, pero no importa–, la alegría y la paz, el gaudium cum pace.

Sal, fuego, luz; por las almas, por la tuya y por la mía. Un acto de amor, de contrición. Mea culpa… Yo pude, yo debía haber sido instrumento… Te doy gracias, Dios mío, porque, a pesar de todo, me has dado una gran fe, y la gracia de la vocación, y la gracia de la perseverancia. Por eso en la Santa Misa nos hace decir la Iglesia: «Dominus dabit benignitatem, et terra nostra dabit fructum suum»14. Esa bendición de Dios es el origen de todo buen fruto, de aquel clima necesario para que en nuestra vida podamos hacernos santos y cultivar santos, hijos suyos.

«Dominus dabit benignitatem…». Fruto espera el Señor nuestro. Si no lo damos, se lo quitamos. Pero no un fruto raquítico, desmedrado, porque no hayamos sabido darnos. El Señor da el agua, la lluvia, el sol, esa tierra… Pero espera la siembra, el trasplante, la podadura; espera que reservemos los frutos con amor, evitando si es preciso que vengan los pájaros del cielo a comérselos.

Vamos a terminar, acudiendo a Nuestra Madre, para que nos ayude a cumplir esos propósitos que hemos hecho.

Os he dicho tantas veces, hijos míos –y vosotros lo habéis repetido otras tantas–, que Dios nuestro Señor, en su providencia amorosísima, en el cariño que tiene a los hombres –«deliciæ meæ esse cum filiis hominum»7, son sus delicias estar con los hijos de los hombres–, ha querido, de algún modo, hacernos corredentores con Él. Por eso, para ayudarnos a comprender esta maravilla, hace relatar al evangelista con todo detalle este prodigio grande. Él podía sacar el pan de donde quisiera, porque «mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los montes. Y en mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del campo…, mío es el mundo y cuanto lo llena»8. Pues, no. Busca la cooperación humana.

«Dícele uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro: aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; mas ¿qué es eso para tanta gente?»9. Necesita de un niño, de un muchacho, de unos trozos de pan y de unos peces. Le hacemos falta tú y yo, hijo mío: ¡y es Dios! Esto nos urge a ser generosos en nuestra correspondencia. No necesita para nada de ninguno de nosotros, y –al mismo tiempo– nos necesita a todos. ¡Qué maravilla! Lo poco que somos, lo poco que valemos, nuestros pocos talentos nos los pide, no se los podemos escatimar. Los dos peces, el pan: todo.

Cada uno deberá ahora preguntarse: ¿qué he hecho yo con mis sentidos hasta ahora? ¿Qué he hecho con mis potencias: con la memoria, con el entendimiento, con la voluntad? Sólo la meditación de esta frase nos llevaría horas. ¿Qué habremos de hacer con todo el ser nuestro, de aquí en adelante? Es natural que venga ahora a nuestra mente el pensamiento de tantas cosas que no iban, y que quizá todavía no van. Por eso te digo: hijo mío, ¿tienes deseos de rectificación, de purificación, de mortificación, de tratar más al Señor, de aumentar tu piedad, sin teatro ni cosas externas, con naturalidad? Porque todo eso es aumentar la eficacia de la Obra, en nuestra alma y en la de todos los hombres. Si te detienes en un examen de la vida tuya más reciente, te será más fácil seguir las consideraciones que yo comento en voz alta, en vuestro nombre y en el mío.

Dijo entonces Jesús: «Haced sentar a esas gentes»10. Los discípulos sabían que Jesús quería dar de comer a aquellas gentes, pero no tenían dinero: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno de ellos tome un bocado»11. No tenían ni mucho ni poco dinero, y se necesitaba un capitalón para dar de comer a aquella muchedumbre. El Señor va a poner remedio: «Haced sentar a esas gentes. El sitio estaba cubierto de hierba. Sentáronse, pues, alrededor de cinco mil hombres»12. ¡Cinco mil! Oyen la voz del Señor y obedecen todos, todos, ¡todos!, empezando por los discípulos. ¡Cómo anda a veces la obediencia por ahí…! ¡Qué pena! Todo se quiere poner en tela de juicio. Aun en la vida de entrega a Dios, hay algunas personas para quienes todo es ocasión de disquisiciones: si pueden mandar los superiores esto, si pueden mandar lo otro, si pueden mandar aquí, si pueden mandar allá… En el Opus Dei sabemos esto: se puede mandar todo –con el máximo respeto a la libertad personal, en materias políticas y profesionales–, mientras no sea ofensa de Dios.

Llegamos al tercer punto de nuestra meditación y, en este tercer punto, no soy yo el que os propone determinadas consideraciones: sois vosotros quienes habéis de enfrentaros con vosotros mismos, ya que el Señor nos ha escogido para la misma finalidad y, en vosotros y en mí, ha nacido toda esta maravilla universal. Este es el momento en que cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere: una labor personalísima, una labor íntima y singular de vosotros con Dios.

Convenceos, hijos míos, de que el único camino es el de la santidad: en medio de nuestras miserias –yo tengo muchas–, con toda nuestra alma, pedimos perdón. Y a pesar de esas miserias, sois almas contemplativas. Yo lo entiendo así, no considero sólo vuestros defectos: puesto que contra ese lastre reaccionamos constantemente, buscando al Señor Dios nuestro y a su Bendita Madre, procurando vivir las Normas que os he señalado. Como una necesidad, vamos a Dios y a Santa María –a nuestra Madre–, tenemos trato constante con ellos; ¿no es esto lo propio de las almas contemplativas?

Cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él, sí; Dios, sí. Por eso hemos venido esta mañana a renovar nuestra acción de gracias. Estoy seguro de que el primer pensamiento vuestro, en el día de hoy, ha sido también una acción de gracias.

El Señor sí que es fiel. Pero, ¿y nosotros? Debéis responder personalmente, hijos míos. ¿Cómo se ve, cada uno, en su vida? No pregunto si os veis mejor o peor, porque a veces creemos una cosa y no somos objetivos. A veces el Señor permite que nos parezca que andamos hacia atrás: nos cogemos entonces más fuerte de su mano, y nos llenamos de paz y de alegría. Por eso, insisto, no os pregunto si vais mejor o peor, sino si hacéis la Voluntad de Dios, si tenéis deseos de luchar, de invocar la ayuda divina, de no poner nunca un medio humano sin poner a la vez los medios sobrenaturales.

Pensad si procuráis agrandar el corazón, si sois capaces de pedirle al Señor –porque muchas veces no somos capaces o, si pedimos, lo pedimos para que no nos lo conceda–, si sois capaces de pedirle, para que os lo conceda, ser vosotros los últimos y vuestros hermanos los primeros; ser vosotros la luz que se consume, la sal que se gasta. Esto hay que pedir: saber fastidiarnos nosotros, para que los demás sean felices. Este es el gran secreto de nuestra vida, y la eficacia de nuestro apostolado.

Ayer por la tarde estaba en la sala de Mapas. Sin darme cuenta, eché una mirada sobre la puerta y tropecé con uno de esos despertadores que hay desparramados por estas casas: «Elegit nos ante mundi constitutionem ut essemus sancti in conspectu eius»3. Me conmoví. No hay más remedio que luchar por ser santos. Esta es la finalidad nuestra, no tenemos otra: santidad, santidad, santidad. Las obras apostólicas –que son muchas– no son fines, son medios, como la azada es el instrumento para que el hortelano saque de la tierra el fruto que le alimenta. Hijos míos, por eso hemos de procurar con todas nuestras fuerzas la santidad: elegit nos… ut essemus sancti! Pido perdón al Señor por mis faltas de correspondencia, y la gracia para corresponder a esa elección. Si es necesario, pido más gracia que la de la providencia ordinaria: en esto, no me importa excederme.

Hijos míos, no me quiero alargar. Ayudadme a llenarme de gratitud y de reconocimiento a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Y a la Madre de Dios y Madre nuestra, que nos ha concedido sonrisas maternales siempre que las hemos necesitado. Cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: «Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur?»4; he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: «Ecce ego quia vocasti me!»5, aquí estoy, porque me has llamado. ¿Se lo volvemos a decir ahora, todos, a nuestro Dios?

Somos sólo una pobre cosa, Señor, pero te amamos mucho, y deseamos amarte mucho más, porque somos hijos tuyos. Contamos con todo tu poder y con toda nuestra miseria. Reconociendo nuestra miseria, iremos como los hijos pequeños a los brazos de nuestra Madre, al regazo de la Madre de Dios, que es Madre nuestra, y al Corazón de Cristo Jesús. Recibiremos toda la fortaleza, todo el poder, toda la audacia, toda la generosidad, todo el amor que Dios Señor nuestro guarda para sus criaturas fieles. Y estaremos seguros, seremos eficaces y alegres, y habremos cumplido –con esa fortaleza divina– la Santa Voluntad de Dios, con la ayuda de Santa María.

¡Cuántas veces me he removido leyendo esa oración que la Iglesia propone a los sacerdotes para recitar antes de la misa!: «O felicem virum, beatum Ioseph, cui datum est, Deum, quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt…». ¿No habéis tenido como envidia de los Apóstoles y de los discípulos, que trataron a Jesucristo tan de cerca? Y después, ¿no habéis tenido como vergüenza, porque quizá –y sin quizá: yo estoy seguro, dada mi debilidad– hubierais sido de los que se escapaban, de los que huían bellacamente y no se quedaban junto a Jesús en la Cruz?

«…quem multi reges voluerunt videre et non viderunt, audire et non audierunt; non solum videre et audire, sed portare, deosculari, vestire et custodire!». No os lo puedo ocultar. Algunas veces, cuando estoy solo y siento mis miserias, cojo en mis brazos una imagen de Jesús Niño, y lo beso y le bailo… No me da vergüenza decíroslo. Si tuviésemos a Jesús en nuestros brazos, ¿qué haríamos? ¿Habéis tenido hermanos pequeños, bastante más pequeños que vosotros? Yo, sí. Y lo he cogido en mis brazos, y lo he mecido. ¿Qué hubiera hecho con Jesús?

«Ora pro nobis, beate Ioseph»*. ¡Claro que hemos de decir así!: «Ut digni efficiamur promissionibus Christi». San José, ¡enséñanos a amar a tu Hijo, nuestro Redentor, el Dios Hombre! ¡Ruega por nosotros, San José!

Y seguimos considerando, hijos míos, esta oración que la Iglesia propone a los sacerdotes antes de celebrar el Santo Sacrificio.

«Deus, qui dedisti nobis regale sacerdotium…»**. Para todos los cristianos el sacerdocio es real, especialmente para los que Dios ha llamado a su Obra: todos tenemos alma sacerdotal. «Præsta, quæsumus; ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine…». ¿Habéis visto qué hombre de fe? ¿Habéis visto cómo admiraba a su Esposa, cómo la cree incapaz de mancilla, y cómo recibe las inspiraciones de Dios, la claridad divina, en aquella oscuridad tremenda para un hombre integérrimo? ¡Cómo obedece! «Toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto»7, le ordena el mensajero divino. Y lo hace. ¡Cree en la obra del Espíritu Santo! Cree en aquel Jesús, que es el Redentor prometido por los Profetas, al que han esperado por generaciones y generaciones todos los que pertenecían al Pueblo de Dios: los Patriarcas, los Reyes…

«…ut, sicut beatus Ioseph unigenitum Filium tuum, natum ex Maria Virgine, suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros, hijos míos –todos, seglares y sacerdotes–, llevamos a Dios –a Jesús– dentro del alma, en el centro de nuestra vida entera, con el Padre y con el Espíritu Santo, dando valor sobrenatural a todas nuestras acciones. Le tocamos con las manos, ¡tantas veces!

«…suis manibus reverenter tractare meruit et portare…». Nosotros no lo merecemos. Sólo por su misericordia, sólo por su bondad, sólo por su amor infinito le llevamos con nosotros y somos portadores de Cristo.

«…ita nos facias cum cordis munditia…»***. Así, así quiere Él que seamos: limpios de corazón. «Et operis innocentia –la inocencia de las obras es la rectitud de intención– tuis sanctis altaribus deservire». Servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida.

«…Ut sacrosantum Filii tui corpus et sanguinem hodie digne sumamus, et in futuro sæculo præmium habere mereamur æternum»****. Hijos míos: enseñanzas de padre, las de José; enseñanzas de maravilla. Acaso exclamaréis, como digo yo con mi triste experiencia: no puedo nada, no tengo nada, no soy nada. Pero soy hijo de Dios y el Señor nos anuncia, por el salmista, que nos llena de bendiciones amorosas: «Prævenisti eum in benedictionibus dulcedinis»8, que de antemano nos prepara el camino nuestro –el camino general de la Obra y, dentro de él, el sendero propio de cada uno–, afianzándonos en la vía de Jesús, y de María, y de José.

Si sois fieles, hijos, podrán decir de vosotros lo que de San José, el Patriarca Santo, afirma la liturgia: «Posuisti in capite eius coronam de lapide pretioso»9. ¡Qué tristeza me produce ver las imágenes de los Santos sin aureola! Me regalaron –y me conmoví– dos pequeñas imágenes de mi amiga Santa Catalina, la de la lengua suelta, la de la ciencia de Dios, la de la sinceridad. Y enseguida he dicho que les pongan aureola; una corona que no será de lapide pretioso, pero que tendrá buena apariencia de oro. Apariencia sólo, como los hombres.

Mirad: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional, cosa de la que se habían olvidado por siglos los cristianos, y que el Opus Dei ha venido a recordar. Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da… todo lo que es y puede: el trabajo profesional ordinario, propio de su condición.

«Beatus vir qui timet Dominum»10. Bienaventurado el hombre que teme al Señor, bienaventurada la criatura que ama al Señor y evita darle un disgusto. Este es el timor Domini, el único temor que yo comprendo y siento. «Beatus vir qui timet Dominum; in mandatis eius cupit nimis»11. Bienaventurada el alma que tiene ambición, deseos de cumplir los mandatos divinos. Esta inquietud persiste siempre. Si alguna vez viene un titubeo, porque el entendimiento no ve con claridad, o porque las pasiones nuestras se alzan como víboras, es el momento de decir: ¡Dios mío, yo deseo servirte, quiero servirte, tengo hambre de amarte con toda la pureza de mi corazón!

Entonces, ¿qué nos faltará? ¡Nada! «Gloria et divitiæ erunt in domo eius»12. No buscamos gloria terrena: será la gloria del Cielo. Todos los medios –que eso son las riquezas de la tierra– deben servirnos para hacernos santos, y para santificar el trabajo, y para santificar a los demás con el trabajo. Y en nuestro corazón habrá siempre una gran serenidad. «Et iustitia eius», la justicia de Dios, la lógica de Dios, «manet in sæculum sæculi»13, permanecerá por los siglos de los siglos, si no la echamos fuera de nuestra vida, por el pecado. Esa justicia de Dios, esa santidad que Él ha puesto en nuestra alma, exige –siempre con alegría y con paz– una lucha interior personal que no es de ruido, de alboroto: es algo más intenso, como muy nuestro, que no se pierde a no ser que nos rompamos, a no ser que lo quebremos como si fuera un cántaro de barro. Para arreglarlo están las Normas, está la confesión y la conversación fraterna con el Director. ¡Y de nuevo la paz, la alegría! ¡Y otra vez a sentir más deseos de cumplir los mandamientos del Señor, más ambición buena de servir a Dios y, por Él, a las criaturas todas!

Pedid perdón, hijos, por esta confusión, por estas torpezas que se facilitan dentro de la Iglesia y desde arriba, corrompiendo a las almas casi desde la infancia. Si no es así, si no vamos por este camino de penitencia y de reparación, no lograremos nada.

¿Que somos pocos para tanta multitud? ¿Que estamos llenos de miserias y de debilidades? ¿Que humanamente no podemos nada? Meditad conmigo aquellas palabras de San Pablo: «Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios; y Dios ha escogido a los flacos del mundo, para confundir a los fuertes; y a las cosas viles y despreciables del mundo, y a aquellas que eran nada, para destruir las que parece que son grandes, para que ningún mortal se dé importancia»3.

A pesar de nuestras miserias y de nuestros errores, el Señor nos ha elegido para ser instrumentos suyos, en estos momentos tan difíciles de la historia de la Iglesia. Hijos, no podemos escudarnos en la pequeñez personal, no debemos enterrar el talento recibido4, no podemos desentendernos de las ofensas que se hacen a Dios y del mal que se ocasiona a las almas. «Así que vosotros, avisados ya, estad alerta, no sea que seducidos por los insensatos, vengáis a perder vuestra firmeza»5.

Cada uno en su estado, y todos con la misma vocación, hemos respondido afirmativamente a la llamada divina, para servir a Dios y a la Iglesia, y para salvar almas. De modo que tenemos más deber y más derecho que otros para estar alerta; tenemos más responsabilidad para vivir con fortaleza; y tenemos también más gracia.

¿Habéis visto qué actuales son las palabras de la epístola del primer domingo de Cuaresma?: «Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo dice: al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación. Nosotros no demos a nadie motivo alguno de escándalo, para que no sea vituperado nuestro ministerio: antes bien, portémonos en todas las cosas como deben portarse los ministros de Dios»6.

Espero que, en estas Navidades, todas mis hijas y mis hijos se confirmarán en la decisión de ser más humildes. Os conozco, y me parece oír ya vuestra alegría al admitir sinceramente que no procuráis los frutos que debierais rendir. Porque os dispondréis a acercaros, avergonzados de verdad, hasta el portal de Belén, y pediréis perdón al Niño por vosotros y por mí, y por tantas gentes que son ahora como la higuera estéril, cargados de hojas, de apariencia. Y si el Señor os permite ver que desea servirse de vosotros, que se está sirviendo ya ahora, o desde hace años, e incluso desde hace mucho tiempo: in gratiarum semper actione maneamus! Romped en acción de gracias a Dios Nuestro Señor, porque nos ha buscado como instrumentos. Pero dadle gracias sinceramente, porque si no, no se pasa de ser un árbol frondoso, abarrotado de hojas y quizá de frutos, pero vanos, vacíos, sin peso, porque no doblegan las ramas. Los frutos maduros, rebosantes de pulpa carnosa, dulce y grata al paladar, consiguen bajar las ramas al árbol con humildad.

Con acciones de gracias y el propósito de ser más humildes, acerquémonos a Belén y al Sagrario. Jesús nos espera. Decidle palabras de afecto. Contadle vuestras debilidades –yo le cuento las mías– y también, sin cacarear, algunas veces reconozcamos que sí, que hemos llevado a cabo este trabajo y el otro, que nos hemos esforzado con mucha alegría y con su gracia, que Él nos manda a través de las manos de su Santísima Madre, también Madre nuestra, porque sin su ayuda no hacemos nada.

Ésta es la disposición mínima para quienes trabajan con almas. El instrumento no se queda nunca con los frutos. Si hay algo sabroso en la vida nuestra, si hay algo que agrada al Señor, si hay algo que logra que otras almas se salven y que nosotros recorramos un camino de amor, todo eso se lo debemos a Dios, a este Señor que quiso hacerse Niño.

Unas palabras más para terminar: ¡que sigáis rezando mucho por la Iglesia! Que améis con toda el alma a la Iglesia y al Papa. Que os unáis cada vez más fuertemente a las intenciones de mi Misa, para que todos, en unión con María, bajo el patrocinio paternal de San José, vivamos en una continua acción de gracias a la Trinidad Santísima, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Esta noche he pensado en tantas cosas de hace muchos años. Ciertamente digo siempre que soy joven, y es verdad: «Ad Deum qui lætificat iuventutem meam!»1. Soy joven con la juventud de Dios. Pero son muchos años. Se lo contaba esta mañana, en la oración, a vuestros hermanos del Consejo.

El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado siempre de la mano. Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era. Por eso hablé con mi padre, diciéndole que quería ser sacerdote. Él no se esperaba esta salida. Fue la única vez –ya os lo he contado en otras ocasiones– que yo he visto lágrimas en sus ojos. Me respondió: mira, hijo mío, si no vas a ser un sacerdote santo, ¿por qué quieres serlo? Pero no me opondré a lo que deseas. Y me llevó a hablar con un amigo suyo, para que me orientara.

Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era –evidentemente– una elección. Ya vendría lo que fuera… De paso me daba cuenta de que no servía, y hacía esa letanía, que no es de falsa humildad, sino de conocimiento propio: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no soy nada, no sé nada… Lo he ido escribiendo para vosotros tantas veces; muchas cosas de éstas las tenéis impresas.

En la oración, estaba leyendo Paco Vives* uno de esos volúmenes de meditaciones que empleamos habitualmente y que, con una pequeña corrección de estilo, son maravillosos. Y yo daba gracias a Dios porque tenemos ese instrumento, y viendo tantas cosas. Veía el camino que hemos recorrido, el modo, y me pasmaba. Porque, efectivamente, una vez más se ha cumplido lo que dice la Escritura****: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que –se puede decir– casi ni siquiera existe…, todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo. No tengo motivo alguno de soberbia.

Dios me ha hecho pasar por todas las humillaciones, por aquello que me parecía una vergüenza, y que ahora veo que eran tantas virtudes de mis padres. Lo digo con alegría. El Señor tenía que prepararme; y como lo que había a mi alrededor era lo que más me dolía, por eso pegaba allí. Humillaciones de todo estilo, pero a la vez llevadas con señorío cristiano: lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen… De mi hermano Santiago ya os he contado su historia, que también está relacionada con la Obra. Perdonadme si hablo de esto.

Notas
11

Ep. (Rm 13,11).

12

Ep. (Rm 13,12).

13

Ep. (Rm 13,13).

14

Ant. ad Comm. (Sal 85[84],13).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Pr 8,31.

8

Sal 50(49),10-12.

9

Ev. (Jn 6,8-9).

10

Ev. (Jn 6,10).

11

Ev. (Jn 6,7).

12

Ev. (Jn 6,10).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Cfr. Ef 1,4.

4

Lc 12,49.

5

1 S 3,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

**«Ora pro nobis ... promissionibus Christi»: «Ruega por nosotros, bienaventurado José, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. En los siguientes párrafos, el Autor comenta esta antigua oración para los sacerdotes. (N. del E.).

**

****«Deus, qui dedisti ... et portare...»: «Oh Dios, que nos concediste el sacerdocio real; te pedimos que, así como san José mereció tratar y llevar en sus brazos con cariño a tu Hijo unigénito, nacido de la Virgen María...», ibid. (N. del E.).

7

Mt 2,13.

***

* *«ita nos facias ... deservire»: «hagas que nosotros te sirvamos [en tus santos altares] con corazón limpio y buenas obras», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. (N. del E.).

****

** ** «Ut sacrosantum ... æternum»: «de modo que hoy recibamos dignamente el sacrosanto cuerpo y sangre de tu Hijo, y en la vida futura merezcamos alcanzar el premio eterno», Missale Romanum, Præparatio ad Missam, Preces ad S. Ioseph. «Prævenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas», ibid. (N. del E.).

8

Grad. (Sal 21[20],4).

9

Ibid. «Prevenisti eum ... lapide pretioso»: «le previniste Señor, con bendiciones de dulzura, pusiste sobre su cabeza corona de piedras preciosas» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Tract. (Sal 112[111],1).

11

Ibid.

12

Tract. (Sal 112[111],3). «Gloria et divitiæ ... sæculum sæculi»: «Gloria y riquezas llenan su casa; y su justicia durará eternamente».

13

Ibid.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

1 Co 1,27-29.

4

Cfr. Lc 19,20.

5

2 P 3,17.

6

Dom. I in Quadrag. Ep. (1 Co 6,1-4).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Sal 43(42),4.

*

** «Paco Vives»: se refiere a Mons. Francisco Vives Unzué (1927-2016), que trabajó y vivió en Roma junto al fundador y a sus sucesores, como miembro del Consejo General del Opus Dei.

**

** ** Cfr. 1 Cor 1,27-28 (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura