Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Es Cristo que pasa» cuya materia es Santidad → acción del Espíritu Santo.

La misericordia de Dios

Empieza hoy el tiempo de Adviento, y es bueno que hayamos considerado las insidias de estos enemigos del alma: el desorden de la sensualidad y de la fácil ligereza; el desatino de la razón que se opone al Señor; la presunción altanera, esterilizadora del amor a Dios y a las criaturas. Todas estas situaciones del ánimo son obstáculos ciertos, y su poder perturbador es grande. Por eso la liturgia nos hace implorar la misericordia divina: a Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti espero; que no sea confundido, ni se gocen de mí mis adversarios24, hemos rezado en el introito. Y en la antífona del Ofertorio repetiremos: espero en Ti, ¡que yo no sea confundido!

Ahora, que se acerca el tiempo de la salvación, consuela escuchar de los labios de San Pablo que después que Dios Nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor con los hombres, nos ha liberado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia25.

Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: llena la tierra26, se extiende a todos sus hijos, super omnem carnem27; nos rodea28, nos antecede29, se multiplica para ayudarnos30, y continuamente ha sido confirmada31. Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia32: una misericordia suave33, hermosa como nube de lluvia34.

Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia35. Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso36. Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím37. ¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía ayudarle en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano.

¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso38. Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la misericordia y el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno39. Los enemigos de nuestra santificación nada podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta. Habías aprendido a evitar la negligencia, a alejar de ti la arrogancia, a adquirir la piedad, a no ser prisionero de las cuestiones mundanas, a no preferir lo caduco a lo eterno. Pero, como la debilidad humana no puede mantener un paso decidido en un mundo resbaladizo, el buen médico te ha indicado también remedios contra la desorientación, y el juez misericordioso no te ha negado la esperanza del perdón40.

Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre

El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo2, perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.

Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei3, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad4. A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡no sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.

No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.

Vemos —dice San Juan Crisóstomo— que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido5. Así, con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.

La Eucaristía y el misterio de la Trinidad

Esta corriente trinitaria de amor por los hombres se perpetúa de manera sublime en la Eucaristía. Hace muchos años, aprendimos todos en el catecismo que la Sagrada Eucaristía puede ser considerada como Sacrificio y como Sacramento; y que el Sacramento se nos muestra como Comunión y como un tesoro en el altar: en el Sagrario. La Iglesia dedica otra fiesta al misterio eucarístico, al Cuerpo de Cristo —Corpus Christi— presente en todos los tabernáculos del mundo. Hoy, en el Jueves Santo, vamos a fijarnos en la Sagrada Eucaristía, Sacrificio y alimento, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.

Hablaba de corriente trinitaria de amor por los hombres. Y ¿dónde advertirla mejor que en la Misa? La Trinidad entera actúa en el santo sacrificio del altar. Por eso me gusta tanto repetir en la colecta, en la secreta y en la postcomunión aquellas palabras finales: Por Jesucristo, Señor Nuestro, Hijo tuyo —nos dirigimos al Padre—, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

En la Misa, la plegaria al Padre se hace constante. El sacerdote es un representante del Sacerdote eterno, Jesucristo, que al mismo tiempo es la Víctima. Y la acción del Espíritu Santo en la Misa no es menos inefable ni menos cierta. Por la virtud del Espíritu Santo, escribe San Juan Damasceno, se efectúa la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo12.

Esta acción del Espíritu Santo queda expresada claramente cuando el sacerdote invoca la bendición divina sobre la ofrenda: Ven, santificador omnipotente, eterno Dios, y bendice este sacrificio preparado a tu santo nombre13, el holocausto que dará al Nombre santísimo de Dios la gloria que le es debida. La santificación, que imploramos, es atribuida al Paráclito, que el Padre y el Hijo nos envían. Reconocemos también esa presencia activa del Espíritu Santo en el sacrificio cuando decimos, poco antes de la comunión: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste el mundo con tu muerte...14.

Actualidad de la Pentecostés

Esa realidad profunda que nos da a conocer el texto de la Escritura Santa, no es un recuerdo del pasado, una edad de oro de la Iglesia que quedó atrás en la historia. Es, por encima de las miserias y de los pecados de cada uno de nosotros, la realidad también de la Iglesia de hoy y de la Iglesia de todos los tiempos. Yo rogaré al Padre —anunció el Señor a sus discípulos— y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente8. Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida.

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios9. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos10.

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

Fuerza de Dios y debilidad humana

Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios12: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena.

La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios13.

Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno14.

Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad —anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará15. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra.

No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.

Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro16; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.

Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo.

Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo... La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaran: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros...

Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (I Cor XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gal IV, 6).

Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (I Cor XII, 8)... Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta17.

Por encima de las deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso: el signo y en cierto modo —no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza— el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación. Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la época apostólica.

Porque ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos18 y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas.

Notas
24

Ps XXIV, 1-2.

25

Tit III, 5.

26

Ps XXXII, 5.

27

Ecclo XVIII, 12.

28

Ps XXXI, 10.

29

Ps LVIII, 11.

30

Ps XXXIII, 8.

31

Ps CXVI, 2.

32

Ps XXIV, 7.

33

Ps CVIII, 21.

34

Ecclo XXXV, 26.

35

Mt V, 7.

36

Lc VI, 36.

37

Lc VII, 11-17.

38

Ex XXII, 27.

39

Heb IV, 16.

40

S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 7 (PL 15, 1540).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Símbolo Quicumque.

3

Act II, 11.

4

Lc II, 14.

5

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 4, 3 (PG 57, 43).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 13 (PG 94, 1139).

13

Misal Romano, Ofertorio, Invocación al Espíritu Santo.

14

Misal Romano, Oraciones preparatorias para la Comunión.

Notas
8

Ioh XIV, 16.

9

Cfr. Is XI, 12.

10

Tit III, 5-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
12

Is LIX, 1.

13

Cfr. Rom VIII, 21.

14

Cfr. Secuencia Veni Sancte Spiritus, de la Misa de Pentecostés.

15

Ioh XVI, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

Cfr. 2 Cor IV, 7.

17

S. Juan Crisóstomo, Sermones panegyrici in solemnitates D. N. Iesu Christi, hom. 1, De Sancta Pentecoste, n. 3-4 (PG 50,457).

18

Heb IV, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura