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Lo que nos pide el Señor es naturalidad: si somos cristianos corrientes, almas entregadas a Dios en medio del mundo −en el mundo y del mundo, pero sin ser mundanos−, no podemos comportarnos de otro modo: hacer cosas que en otros son raras, serían raras también en nosotros. Sabéis bien que he prohibido que nuestra entrega tenga especiales manifestaciones externas: no hay ninguna razón para que llevemos uniformes o insignias.

Respeto a los que piensan que, para ser buen cristiano, hace falta ponerse al cuello una docena de escapularios o de medallas. Tengo mucha devoción a los escapularios y a las medallas, pero tengo más devoción a tener doctrina, a que la gente adquiera conocimiento profundo de la religión.

De este modo no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en las vidas de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad.

En nosotros, no obrar así sería olvidar la esencia misma de nuestra divina llamada, porque entonces ya no seríamos personas corrientes: nos habríamos separado de la masa, y habríamos dejado de ser levadura. Una sola cosa ha de distinguirnos: que no nos distinguimos. Por eso, para algunas personas amigas de llamar la atención, o de hacer payasadas, somos raros, porque no somos raros.

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