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Es una gran equivocación, fruto quizá de la mentalidad deformada de algunos, pretender que la enseñanza sea tarea exclusiva de los religiosos. Como lo es también pensar que sea un derecho exclusivo del Estado: primero, porque esto lesiona gravemente el derecho de los padres y de la Iglesia19; y además, porque la enseñanza es un sector, como muchos otros de la vida social, en el que los ciudadanos tienen derecho a ejercitar libremente su actividad, si lo desean y con las debidas garantías en orden al bien común.

Por otra parte, y como consecuencia de un movimiento anticatólico de proporciones universales, aunque diverso en sus formas, en los últimos siglos se viene alejando cada vez más a los religiosos del campo de la educación; y esto hace todavía más urgente y necesaria la formación de buenos profesionales cristianos, que se dediquen a la docencia.

Sin embargo, esta es solo una razón circunstancial y contingente: porque nosotros no sustituimos a los religiosos –como ya he dicho, es lo contrario lo que ha ocurrido–, no debemos y no podemos sustituirlos en sus actividades docentes. Su labor es fundamentalmente de carácter eclesiástico, cuando no suplente; y nuestra tarea en la enseñanza es un trabajo esencialmente profesional y secular.

Aunque no se diera ese motivo particular que he señalado –más: aunque, como sería de desear, los religiosos no encontraran obstáculo alguno para cumplir su misión, que nosotros vemos con alegría y cariño–, siempre sería necesario promover la formación de buenos maestros y profesores cristianos, que ejerzan ese trabajo profesional, como ciudadanos.

Notas
19

Cfr. Pío XI, enc. Divini illius Magistri, p. 63.

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