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Hijos míos: sólo unas palabras. Pocas, porque –aunque no lo creáis– también los viejos nos conmovemos.

Os he de decir en primer término que los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: «Super senes intellexi, quia mandata tua quæsivi»1; tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandatos del Señor. No esperéis a la vejez para ser santos: sería una gran equivocación. Desde ahora, seriamente, gozosamente, alegremente, a través del trabajo –en este momento vuestro trabajo es el estudio–, a santificar esa tarea santificándoos vosotros, sabiendo que santificáis a los demás.

Me estoy acordando ahora de un viejo sacerdote de Valencia que murió en olor de santidad. Cuando le preguntaban que cuántos años tenía, él respondía siempre: «Poquets!, poquitos: los que llevo sirviendo a Dios». Yo, desgraciadamente, llevo sirviendo a Dios pocos años, pero tengo ganas de servirle mucho, mucho, mucho, para luego amarle también mucho –como le estoy amando ya, aunque de otra manera–, con plenitud de amor.

Pocos años de servicio, poca sabiduría, poca plenitud de santidad; tan poca, que siento el afán de decir a mi Dios que me escucha, a ese Dios que va a venir ahora sobre el altar, aquellas palabras de Jeremías: «A, a, a, Domine Deus! Ecce nescio loqui, quia puer ego sum»2; Señor, mira que soy un niño, que balbuceo, que no sé hablar.

Y me vienen a la memoria también aquellos sueños que he tenido desde joven, sueños que se han hecho realidad. Entonces decía: ¿qué sucederá cuando sea viejo? ¿Sabéis dónde ponía yo la meta de lo viejo? ¡En los cuarenta! Aunque hay un amigo nuestro encantador al que –cuando era niño– le encargaron uno de esos trabajos de escuela, un compito se dice en italiano, y que él tituló Storia di un vecchietto trentenne, historia de un viejo de treinta años…

Pero con todo, algunos de los que están aquí recordarán lo que yo decía a los hijos míos –pocos entonces– que había a mi alrededor, previendo este extenderse de la Obra de polo a polo, esta expansión, este formar una gran familia…

Les decía: hijos míos, no pongáis mi nombre sobre la losa cuando tengáis que enterrar este pobre cuerpo mortal. ¿Y qué ponemos?, me respondían. Poned: «Et genuit filios et filias»3; engendró hijos e hijas, como los Patriarcas. Y no era soñar. ¿No veis cómo los sueños se han hecho realidad? La Obra es hoy una familia sin límites de raza, de lengua, de nación; con una hermandad real y sobrenatural de maravilla, en la que cada uno tiene un gran amor a la libertad y a la responsabilidad personales.

Una semilla de Dios, una familia que se va extendiendo después de haber roto la tierra seca, porque tuvo que romper mi inutilidad, mi ineficacia; porque tuvo que romper tanta oposición brutal… Las cosas de Dios vienen así, pequeñas; vienen con una suave violencia, abriéndose camino con dolor y abnegación. Nace el tallo después de haber muerto la semilla, y luego las flores, que brillan con colores maravillosos y aromas embriagadores; y los frutos, los frutos sois vosotros y vuestras hermanas. Soñad. Tengo sesenta y seis años, y los sueños se han hecho realidades; y además no me siento viejo. ¿Veis cómo con la gracia y bendición de Dios, con la protección de nuestra Madre bendita Santa María –Spes Nostra, Sedes Sapientiæ, filios tuos adiuva!; Stella Maris, Stella Orientis: me gusta llamarla así–, la Obra ha roto, ha cuajado, ha producido flores y aromas y frutos abundantes en el mundo entero?

Pero yo siempre estoy recomenzando, hijos míos. Tenéis que rezar por mí; rezad por mí mucho. Yo rezo por vosotros, y esto sería correspondencia; pero corresponder es poco. Por piedad, necesito que me ganéis, que me ayudéis, que me sostengáis. Rezad por mí para que sea niño ante Dios, fuerte en el trabajo –ya soy viejo y se me hace de noche– para que sepa recibir con alegría la llamada definitiva, camino del amor que barrunto. Pedid, queridos míos, que sepa amar como hijo a la Santísima Virgen y, como hijo, contemplar también las grandezas del Señor mi Padre, Trino y Uno.

Encomendadme a mi Ángel Custodio, como hacía que me encomendasen vuestros primeros hermanos –algunos lo recordarán– y los chicos de San Rafael. Como he tenido siempre este bendito espíritu anticlerical –es una bendición de Dios tener amor a los sacerdotes y a la Iglesia santa, y ser santamente anticlerical–, les decía: no vengáis conmigo por la calle, no me saludéis. Si me veis, encomendadme a mi Ángel Custodio; y si subo a un tranvía y estáis ahí vosotros, no os pongáis a mi lado; encomendadme.

Ahora que tengo sesenta y seis años, no sólo no me arrepiento, sino que os doy el mismo consejo. Encomendadme a mi Ángel Custodio, para que me ayude a ser bueno, fiel y alegre; para que pueda recibir, a su tiempo, el abrazo de amor de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de Santa María.

Notas
1

Sal 119[118],100.

2

Jr 1,6.

3

Gn 5,16.

Referencias a la Sagrada Escritura
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