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¿Quién es capaz de precisar cómo se toma la primera decisión de entrega, cuándo nace esa primera ingenuidad y –vuelvo a repetir– esa falta de lógica? Una entrega –yo tengo mi experiencia, y cada uno de vosotros tiene la suya– que hay que renovar cada instante, cada día y, en ocasiones, muchas veces al día, perdido quizá ya el candor de los primeros momentos. Porque nos hemos acercado a Cristo y hemos sentido latir fuerte, fuerte, su Corazón, y hemos llegado a gustar de esas delicias suyas, que son «estar Él con los hijos de los hombres»3; por todo eso sabemos lo que vale el amor de Dios.

Sí, hay que renovar la entrega; hay que volver a pronunciar: Señor, te amo, y decirlo con toda el alma. Aunque la parte sensible no responda, se lo diremos con el calor de la gracia y con la voluntad nuestra: Jesús mío, Rey del universo, te amamos.

Quiero insistir en la falta de lógica humana que se ve a lo largo de estos cuarenta y dos años de historia nuestra. Hemos encontrado, hijos, al Herodes que ha querido matar esta gran realidad divina –no es ilusión– de nuestra vida, que nos ha hecho cambiar del todo. También la Obra ha encontrado, más de una vez, a Herodes en su camino. Pero ¡tranquilos, tranquilos! No hemos dejado tantas cosas –los Magos hicieron lo mismo, abandonando incluso el lugar de su residencia, donde tenían quizá poder y eran considerados como personas de mucha categoría–; no hemos dejado nuestros intereses personales por una nimiedad. Ahora sabemos muy claramente que el motivo divino, que nos inquietó y nos arrancó de nuestra poltronería, es un motivo que vale la pena. ¡Vale la pena!: nos conviene ser fieles; nos conviene tener tanto amor, que en nuestra vida no quepa el temor.

Notas
3

Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
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