14. La lógica de Dios (6 de enero de 1970)

** Se recoge aquí una meditación predicada en el Oratorio del Consejo General, en la solemnidad de la Epifanía del Señor.


«Ubi est qui natus est rex Iudæorum?»1. Apenas ha nacido Cristo, y ya se reconoce su realeza: ¿dónde está el Rey de los judíos, que acaba de nacer? Van a adorarle unos hombres venidos del Oriente, gente poderosa –quizá eran príncipes o sabios– que se deja arrastrar por una señal externa que no parece un motivo suficientemente razonable. Han recibido una llamada, un mensaje no muy preciso: el fulgor extraordinario de una estrella. Pero no se resisten. Desde el punto de vista humano, parece un poco ilógico que se pongan en camino, afrontando un viaje por rumbos desconocidos, y más aún que pregunten en Jerusalén, donde reinaba otro: «Ubi est rex Iudæorum?», ¿dónde se encuentra el Rey de los judíos?

Hay también muchas cosas ilógicas en vuestra vida y en la mía, hijos de mi alma. También nosotros hemos visto una luz, también nosotros hemos escuchado una llamada, también nosotros hemos compartido con esos hombres una inquietud que nos ha llevado a tomar determinaciones que, a los que nos querían, a los que estaban a nuestro lado, quizá no les parecían razonables. Desde el punto de vista humano, tenían razón; pero tú y yo, hijo mío, podríamos decir: «Vidimus stellam eius…»2, que hemos visto su estrella y hemos venido a adorarle.

¿Quién es capaz de precisar cómo se toma la primera decisión de entrega, cuándo nace esa primera ingenuidad y –vuelvo a repetir– esa falta de lógica? Una entrega –yo tengo mi experiencia, y cada uno de vosotros tiene la suya– que hay que renovar cada instante, cada día y, en ocasiones, muchas veces al día, perdido quizá ya el candor de los primeros momentos. Porque nos hemos acercado a Cristo y hemos sentido latir fuerte, fuerte, su Corazón, y hemos llegado a gustar de esas delicias suyas, que son «estar Él con los hijos de los hombres»3; por todo eso sabemos lo que vale el amor de Dios.

Sí, hay que renovar la entrega; hay que volver a pronunciar: Señor, te amo, y decirlo con toda el alma. Aunque la parte sensible no responda, se lo diremos con el calor de la gracia y con la voluntad nuestra: Jesús mío, Rey del universo, te amamos.

Quiero insistir en la falta de lógica humana que se ve a lo largo de estos cuarenta y dos años de historia nuestra. Hemos encontrado, hijos, al Herodes que ha querido matar esta gran realidad divina –no es ilusión– de nuestra vida, que nos ha hecho cambiar del todo. También la Obra ha encontrado, más de una vez, a Herodes en su camino. Pero ¡tranquilos, tranquilos! No hemos dejado tantas cosas –los Magos hicieron lo mismo, abandonando incluso el lugar de su residencia, donde tenían quizá poder y eran considerados como personas de mucha categoría–; no hemos dejado nuestros intereses personales por una nimiedad. Ahora sabemos muy claramente que el motivo divino, que nos inquietó y nos arrancó de nuestra poltronería, es un motivo que vale la pena. ¡Vale la pena!: nos conviene ser fieles; nos conviene tener tanto amor, que en nuestra vida no quepa el temor.

Cada uno, en el fondo de su conciencia, después de confesar: Señor, te pido perdón de mis pecados, puede dirigirse a Dios con confianza absoluta, filial; con la confianza que merece este Padre que –no me canso de repetirlo– nos ama a cada uno de nosotros como una madre a su hijo… Mucho más, no como; mucho más que una madre a su hijo y que un padre a su hijo primogénito. Es ése el momento de decir a este Dios poderosísimo, sapientísimo, Padre nuestro, que nos ha amado, a cada uno, hasta la muerte y muerte de cruz, que no perderemos la serenidad aunque las cosas, en apariencia, vayan empeorando. Nosotros, hijos, sigamos adelante en nuestro camino, tranquilos, porque Dios nuestro Señor no permitirá que destruyan su Iglesia, no dejará que se pierdan en el mundo las trazas de sus pisadas divinas.

Ahora, por desgracia para nosotros y para toda la cristiandad, estamos asistiendo a un intento diabólico de desmantelar la Iglesia, de quitarle tantas manifestaciones de su divina hermosura, atacando directamente la fe, la moral, la disciplina y el culto, de modo descarado hasta en las cosas más importantes. Es un griterío infernal, que pretende enturbiar las nociones fundamentales de la fe católica. Pero no podrán nada, Señor, ni contra tu Iglesia, ni contra tu Obra. Estoy seguro.

Una vez más, sin manifestarlo en voz alta, te pido que pongas este remedio y aquel otro. Tú, Señor, nos has dado la inteligencia para que discurramos con ella y te sirvamos mejor. Tenemos obligación de poner de nuestra parte todo lo posible: la insistencia, la tozudez, la perseverancia en nuestra oración, recordando aquellas palabras que Tú nos has dirigido: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y os abrirán»4.

Han llegado los Magos a Belén. Los evangelios apócrifos, que merecen de ordinario una consideración piadosa, aunque no merezcan fe, cuentan cómo ponen sus dones a los pies del Niño; cómo le adoran sin recatarse, cuando encuentran al Rey que están buscando, no en un palacio real, ni rodeado de numerosa servidumbre, sino en un pesebre, entre un buey y una mula, envuelto en unos pañales, en brazos de su Madre y de San José, como una criatura más que acaba de venir al mundo.

San Mateo, en el pasaje de su Evangelio que hoy nos propone la Iglesia, termina diciendo: «Y habiendo recibido en sueños un aviso para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por otro camino»5. Unos hombres extraordinarios en su tiempo, poseedores de una ciencia reconocida, hacen caso de un sueño. Otra vez es poco lógico su comportamiento. ¡Tantas cosas humanamente ilógicas, pero llenas de la lógica de Dios, hay también en nuestra vida!

Hijos míos, vamos a acercarnos al grupo formado por esta trinidad de la tierra: Jesús, María, José. Yo me meto en un rincón; no me atrevo a acercarme a Jesús, porque todas las miserias mías se ponen de pie: las pasadas, las presentes. Me da como vergüenza, pero entiendo también que Cristo Jesús me echa una mirada de cariño. Entonces me acerco a su Madre y a San José, este hombre tan ignorado durante siglos, que le sirvió de padre en la tierra. Y a Jesús le digo: Señor, quisiera ser tuyo de verdad, que mis pensamientos, mis obras, mi vivir entero fueran tuyos. Pero ya ves: esta pobre miseria humana me ha hecho ir de aquí para allá tantas veces…

Me hubiese gustado ser tuyo desde el primer momento: desde el primer latido de mi corazón, desde el primer instante en el que la razón mía comenzó a ejercitarse. No soy digno de ser –y sin tu ayuda no llegaré a serlo nunca– tu hermano, tu hijo y tu amor. Tú sí que eres mi hermano y mi amor, y también soy tu hijo.

Y si no puedo coger a Cristo y abrazarlo contra mi pecho, me haré pequeño. Esto sí que podemos hacerlo, y cabe dentro del espíritu nuestro, de nuestro aire de familia. Me haré pequeño e iré a María. Si Ella tiene sobre su brazo derecho a su Hijo Jesús, yo, que soy hijo suyo también, tendré allí también un sitio. La Madre de Dios me cogerá con el otro brazo, y nos apretará juntos contra su pecho.

Perdonad, hijos míos, que os diga estas cosas que parecen tonterías. Pero, ¿acaso no somos contemplativos? Una consideración de éstas nos puede ayudar, si hace falta, a recobrar la vida; nos puede llenar de tantos consuelos y de tanta fortaleza.

Delante del Señor y, sobre todo, delante del Señor Niño, inerme, necesitado, todo será pureza; y veré que si bien tengo, como todos los hombres, la posibilidad brutal de ofenderle, de ser una bestia, esto no es una vergüenza si nos sirve para luchar, para que manifestemos el amor; si es ocasión para que sepamos tratar de un modo fraterno a todos los hombres, a todas las criaturas.

Es necesario hacer continuamente un acto de contrición, de reforma, de mejora: ascensiones sucesivas. Sí, Señor que nos escuchas; Tú has permitido, después de que la raza humana cayó con nuestros primeros padres, la bestialidad de esta criatura que se llama hombre. Por eso, si alguna vez no puedo estar en los brazos de tu Madre, junto a Ti, me pondré junto a esa mula y a ese buey, que te acompañaron en el portal. Seré el perro de la familia. Allí estaré mirándote con ojos tiernos, tratando como de defender aquel hogar. Así encontraré a tu lado el calor que purifica, el amor de Dios que hace, de la bestia que todos los hombres tenemos dentro, un hijo de Dios, algo que no es comparable con ninguna grandeza de la tierra.

Es la vida nuestra, hijos míos, la vida de un borriquito noble y bueno, que a veces se revuelca por el suelo, con las patas para arriba, y da sus rebuznos. Pero que de ordinario es fiel, lleva la carga que le ponen, y se conforma con una comida, siempre la misma, austera y no abundante; y tiene la piel dura para trabajar. Me ha conmovido la figura del borriquito, que es leal y no tira la carga. Soy un borriquito, Señor; aquí estoy. No creáis, hijos míos, que esto es una necedad. No lo es. Os estoy planteando el modo de orar que empleo yo, y que va bien.

Y presto mis espaldas a la Madre de Dios, que lleva en brazos a su Hijo, y nos vamos a Egipto. Más tarde le prestaré de nuevo mis espaldas para que se siente Él encima: «Perfectus Deus, perfectus Homo!»6.Y me convertiré en el trono de Dios.

¡Qué paz me dan estas consideraciones! Qué paz nos debe dar saber que nos perdona siempre el Señor, que nos ama tanto, que conoce tanto de las flaquezas humanas, que sabe de qué barro tan vil estamos hechos. Pero también sabe que nos ha inspirado un soplo, la vida, que es divino. Por encima de este don, que pertenece al orden de la naturaleza, el Señor nos ha infundido la gracia, que nos permite vivir su misma vida. Y nos da los sacramentos, acueductos de esa divina gracia: en primer lugar, el bautismo, por el que entramos a formar parte de la familia de Dios.

No puedo ocultaros, hijos míos, que sufro cuando veo que mandan retrasar la administración del bautismo a los niños, cuando compruebo que algunos se niegan a bautizarlos sin una serie de garantías, que muchos padres difícilmente podrán dar. Así los dejan paganos, «hijos de la ira»7, esclavos de Satanás. Sufro mucho cuando observo que se retrasa deliberadamente el bautismo de los recién nacidos, porque prefieren celebrar más tarde una ceremonia que llaman comunitaria, con muchos niños a la vez, como si Dios necesitara de eso para aposentarse en cada alma.

Pienso entonces en mis padres, que fueron bautizados el mismo día en que nacieron, habiendo nacido sanos. Y mis abuelos eran sencillamente unos buenos cristianos. Ahora, sin embargo, algunos que se llaman autoridad enseñan al rebaño de Dios a comportarse, desde el principio, con una frialdad de malos creyentes.

Hijos míos, estamos cerca de Cristo. Somos portadores de Cristo, somos sus borricos –como aquél de Jerusalén– y, mientras no le echemos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima está con nosotros. Somos portadores de Cristo y hemos de ser luz y calor, hemos de ser sal, hemos de ser fuego espiritual, hemos de ser apostolado constante, hemos de ser vibración, hemos de ser el viento impetuoso de la Pentecostés.

Llega el momento del coloquio, muy personal. Y hoy, una vez que Jesús Niño ha recibido el homenaje de los Magos, cógelo tú, hijo mío, en tus brazos y apriétalo contra tu pecho, de donde han nacido en tantos momentos nuestras ofensas. Yo se lo digo en voz alta, de veras: no me abandones nunca, no toleres que te eche de mi corazón. Porque esto es lo que hacemos con el pecado: arrojarle de nuestra alma.

Hijos míos, ved si hay en la tierra un amor más fiel que el amor de Dios por nosotros. Nos mira por las rendijas de las ventanas –son palabras de la Escritura8–, nos mira con el amor de una madre que está esperando al hijo que debe llegar: ya viene, ya viene… Nos mira con el amor de la esposa casta y fiel, que espera a su marido. Es Él quien nos espera, y nosotros hemos sido, tantas veces, quienes le hemos hecho aguardar.

Hemos comenzado la oración pidiendo perdón. ¿No será este el momento más oportuno, hijos míos, para que cada uno digamos concretamente: Señor, ¡basta!?

Señor, Tú eres el Amor de mis amores. Señor, Tú eres mi Dios y todas mis cosas. Señor, sé que contigo no hay derrotas. Señor, yo me quiero dejar endiosar, aunque sea humanamente ilógico y no me entiendan. Toma posesión de mi alma una vez más, y fórjame con tu gracia.

Madre, Señora mía; San José, mi Padre y Señor: ayudadme a no dejar nunca el amor de vuestro Hijo.

Os podéis entretener durante el día, tantas veces, en conversación con la trinidad de la tierra, que es camino para tratar a la Trinidad del Cielo. Considerad que la Madre nos lleva al Hijo, y el Hijo, por el Espíritu Santo, nos conduce al Padre, según aquellas palabras suyas: «Quien me ve a Mí, ve también al Padre»9. Dirigíos a cada Persona de la Santísima Trinidad, y repetid sin miedo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo. Espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo. Amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Santísima Trinidad. Creo, espero y amo a mi Madre, Santa María, que es la Madre de Dios.

Notas
1

Ev. (Mt 2,2).

2

Allel. (Mt 2,2).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Mt 7,7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt 2,12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Symb. Athan.

7

Ef 2,3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Cfr. Ct 2,9.

9

Jn 14,9.

Referencias a la Sagrada Escritura
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