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Estoy persuadido de que son muchas las almas que se pierden en estos momentos, por no poner los medios. Por eso va muy bien la confesión que, además de ser un sacramento instituido por Jesucristo, es –incluso psicológicamente– un remedio colosal para ayudar a las almas. Nosotros, además, tenemos esa conversación fraterna con el Director, que surgió con espontaneidad, con naturalidad, como mana una fuente: el agua está allí, y no puede dejar de brotar, porque es parte de la vida nuestra.

¿Cómo nació esa Costumbre, en los primeros años? No había más sacerdotes que yo en la Obra. No quería confesar a vuestros hermanos, porque si los confesaba me encontraba atado de pies y manos: ya no les podía indicar nada, si no era en la próxima confesión. Por eso les mandaba por ahí: confesaos con quien queráis, les decía. Lo pasaban muy mal, porque cuando se acusaban, por ejemplo, de haber descuidado el examen, o de otra pequeña falta, algunos sacerdotes les respondían bruscamente o con tono de guasa: ¡pero si eso no es pecado! Y los que eran buenos sacerdotes o religiosos con buen espíritu –con el suyo– les preguntaban: ¿y usted no tendría vocación para nosotros…?

Vuestros hermanos preferían contarme las cosas con sencillez, con claridad, fuera de la confesión. ¡Si a última hora es lo que se cuentan un grupo de amigos o de amigas, en una reunión, o alrededor de una mesa de café, o en un baile! Se lo dicen así, con claridad, incluso exagerando.

Con la misma sencillez, por lo menos, habéis de hablar vosotros en esa conversación fraterna. La Obra es una Madre que deja libérrimos a sus hijos; por tanto sus hijos sentimos la necesidad de ser leales. Si alguno no lo hubiera hecho hasta ahora, le aconsejo que abra el corazón y suelte aquello: el sapo que todos hemos tenido dentro, quizá antes de venir al Opus Dei. Lo aconsejo a todos mis hijos: echad fuera ese sapo gordo y feo. Y veréis qué paz, qué tranquilidad, qué bien y qué alegría. El Señor os dará, en el resto de vuestra vida, mucha más gracia para ser leales a vuestra vocación, a la Iglesia, al Romano Pontífice, que tanto amamos sea quien sea. En cambio el que intentase ocultar una miseria, grande o chica, sería un foco de infección, para él y para las demás almas. Son charca los defectos que se ocultan, y también las cosas buenas que no se manifiestan: hasta el remanso de agua clara, si no corre, se pudre. Abrid el corazón con claridad, con brevedad, sin complicaciones.

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