19. El talento de hablar (Abril de 1972)

** Este texto reune diversas enseñanzas de san Josemaría del año anterior, concatenadas y con una cierta unidad.


En el Opus Dei, hijas e hijos míos, todos debemos ser personas bien maduras, cada uno con sus características propias, que la Obra no sólo respeta, sino que fomenta y defiende. En la vida espiritual, en cambio, hemos de ser todos como niños pequeños: sencillos, transparentes. Por eso me gusta repetir que acabo de cumplir siete años: os aconsejo no pasar de esa edad, porque un niño de ocho o nueve años ya ha aprendido a decir mentirotas muy grandes.

Precisamente, con mis siete años de experiencia, quiero recordaros algo que me habéis oído muchas veces. Este Padre vuestro se siente capaz de todos los errores y de todos los horrores, en los que puedan caer las personas más desgraciadas. Y vosotros, si os conocéis un poquito, también os sentiréis así. Por tanto, si alguna vez tuvierais la desgracia de tropezar –y de tropezar gravemente, cosa que no sucederá–, no os sorprendáis: ¡a rectificar, a hablar enseguida! Si sois sinceros, el Señor os llenará de su gracia y volveréis a la lucha, con más fuerza, con más alegría, con más amor.

Padre, entonces, ¿usted quiere que caigamos o nos equivoquemos? No, hijos míos. ¡Cómo voy a quererlo! Pero si alguna vez, por debilidad humana, os vais al suelo, no os desaniméis. Sería una reacción de soberbia pensar entonces: yo no valgo. ¡Claro que vales!: vales toda la Sangre de Cristo: «Empti

enim estis pretio magno»1, habéis sido comprados a gran precio. Acercaos inmediatamente al Sacramento de la Penitencia, hablad sinceramente con vuestro hermano, y ¡recomenzad!, que Dios cuenta con vosotros para hacer su Obra.

No os entristezcáis si, en los momentos más estupendos de vuestra vida, os viene la tentación –que quizá podéis confundir con un deseo consentido, pero que no lo es– de las fealdades mayores que es posible imaginar. Acudid a la misericordia del Señor, contando con la intercesión de su Madre y Madre nuestra, y todo se arregla. Después, echaos a reír: ¡me trata Dios como a un santo! No tiene importancia ninguna: persuadíos de que en cualquier momento puede levantarse la criatura vieja que todos llevamos dentro. ¡Contentos, y a luchar como siempre! Ahora que nadie quiere hablar de batallas ni de guerras, no hay más remedio que recordar aquellas palabras de la Sagrada Escritura: «Militia est vita hominis super terram»2. Aunque lo vuestro, hijas e hijos míos, si hacéis caso a estos consejos de vuestro Padre –que tiene mucha experiencia de las flaquezas humanas: por sacerdote, por los años y por el conocimiento propio– será ordinariamente una guerrilla, una lucha en cosas sin demasiada importancia, bien lejos de los muros capitales de la fortaleza.

De vez en cuando encontraréis quizá más violencia, más fuerza en la soberbia y en las cosas que tiran hacia el barro. La mayor locura que entonces podéis hacer sería callaros. «Mientras callé –reza uno de los Salmos–, consumíanse mis huesos con mi gemir durante todo el día, pues día y noche tu mano pesaba sobre mí, y mi vigor se convirtió en sequedad de estío»3. En cambio, todo se arregla si habláis, si contáis vuestras dificultades, errores y miserias, en esa charla personal, íntima y fraterna, que hay en Casa, y en la confesión. Hablad claro antes, hijos de mi alma, en cuanto notéis el primer síntoma, aunque sea muy leve, aunque parezca no tener importancia. Hablad claro, y pensad que no hacerlo así es llenarse de rubores tontos y de mohines de novicia, cuando deberíais portaros valientemente, como soldados. No me refiero sólo a debilidades de la carne, aunque también incluyo éstas, pero en su sitio, en quinto o sexto lugar. Me refiero sobre todo a la soberbia, que es nuestro mayor enemigo, el que nos hace andar de cabeza.

No os maravilléis, por tanto, si alguna vez cometéis alguna tontería. Enseñad el golpe, la llaga, y dejad obrar a quien os cure, aunque duela. Así recuperaréis la salud, iréis adelante, y vuestra vida se traducirá en un gran bien a las almas.

Nuestro Dios es tan rebueno que, a poco que luchemos, responde inundándonos con su gracia. El Señor, con su corazón de Padre –más grande que todos nuestros corazones juntos–, es Omnipotente y nos quiere a todos cerca de Él: el gozo suyo –son sus delicias estar con los hijos de los hombres4– es llenar de alegría a quien se le acerca. ¿Y sabéis cómo nos acercamos a Dios? Con actos de contrición, que nos purifican y nos ayudan a ser más limpios.

Hemos de comportarnos como un pequeño que se sabe con la cara sucia y decide lavarse, para que su madre después le dé un par de besos. Aunque en el caso del alma contrita es Dios quien nos purifica, y luego y mientras, como una madre, no nos regaña, sino que nos coge, nos ayuda, nos aprieta contra su pecho, nos busca, nos limpia y nos concede la gracia, la Vida, el Espíritu Santo. No sólo nos perdona y nos consuela, si vamos a Él bien dispuestos, sino que nos cura y nos alimenta.

Es preciso volver a Dios, cuanto antes; volver, volver siempre. Yo vuelvo muchas veces al día, y alguna semana incluso me confieso dos veces; a veces una, otras veces tres, siempre que lo necesito para mi tranquilidad. No soy beato ni escrupuloso, pero sé lo que viene bien a mi alma.

Ahora, en muchos sitios, personas sin piedad y sin doctrina aconsejan a la gente que no se confiese. Atacan el Santo Sacramento de la Penitencia de la manera más brutal. Pretenden hacer una comedia: unas palabritas, todos juntos, y después la absolución. ¡No, hijos! ¡Amad la confesión auricular! Y no de los pecados graves solamente, sino también la confesión de nuestros pecados leves, y aun de las faltas. Los sacramentos confieren la gracia ex opere operato –por la propia virtud del sacramento–, y también ex opere operantis, según las disposiciones de quien los recibe. La confesión, además de resucitar el alma y limpiarla de las miserias que haya cometido –de pensamiento, de deseo, de palabra, de obra–, produce un aumento de la gracia, nos robustece, nos proporciona más armas para alcanzar esa victoria interna, personal. ¡Amad el Santo Sacramento de la Penitencia!

¿Habéis visto una manifestación más grandiosa de la misericordia de Nuestro Señor? Dios Creador nos lleva a llenarnos de admiración y de agradecimiento. Dios Redentor nos conmueve. Un Dios que se queda en la Eucaristía, hecho alimento por amor nuestro, nos llena de ansias de corresponder. Un Dios que vivifica y da sentido sobrenatural a todas nuestras acciones, asentado en el centro del alma en gracia, es inefable… Un Dios que perdona, ¡es una maravilla! Los que hablan contra el Sacramento de la Penitencia, ponen obstáculos a ese prodigio de la misericordia divina. He comprobado, hijos míos, que muchos que no conocían a Cristo, cuando han sabido que los católicos tenemos un Dios que comprende las debilidades humanas y las perdona, se remueven por dentro y piden que se les explique la doctrina de Jesús.

Los que procuran que no agradezcamos al Señor la institución de este sacramento, si lograran su propósito, aunque fuera en una pequeña parte, destruirían la espiritualidad de la Iglesia. Si me preguntáis: Padre, ¿dicen cosas nuevas?, os he de responder: ninguna, hijos. El diablo se repite una vez y otra: son siempre las mismas cosas. El diablo es muy listo, porque ha sido ángel y porque es muy viejo, pero al mismo tiempo es tonto de capirote: le falta la ayuda de Dios y no hace más que insistir machaconamente en lo mismo. Todos los errores que ahora propagan, todos esos modos de mentir y de decir herejías, son viejos, muy viejos, y están mil veces condenados por la Iglesia.

Los que afirman que no entienden la necesidad de la confesión oral y secreta, ¿no será porque no quieren enseñar la ponzoña que llevan dentro?, ¿no serán de ésos que van al médico y no le quieren decir cuánto tiempo hace que están enfermos, cuáles son los síntomas de sus dolencias, dónde les duele…? ¡Locos! Esas personas necesitan ir a un veterinario, ya que son como las bestias, que no hablan.

¿Sabéis por qué ocurren esas cosas en la Iglesia? Porque muchos no practican lo que predican; o porque enseñan falsedades, y entonces se comportan de acuerdo con lo que dicen. Los medios ascéticos siguen siendo necesarios para llevar una vida cristiana; en esto no ha habido progresos ni los habrá jamás: «Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula!»5, Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y lo será siempre. No se puede alcanzar un fin sin poner los medios adecuados. Y, en la vida espiritual, los medios han sido, son y serán siempre los mismos: el conocimiento de la doctrina cristiana, la recepción frecuente de los sacramentos, la oración, la mortificación, la vida de piedad, la huida de las tentaciones –y de las ocasiones–, y abrir el corazón para que entre la gracia de Dios hasta el fondo y se pueda sajar, quemar, cauterizar, limpiar y purificar.

Estoy persuadido de que son muchas las almas que se pierden en estos momentos, por no poner los medios. Por eso va muy bien la confesión que, además de ser un sacramento instituido por Jesucristo, es –incluso psicológicamente– un remedio colosal para ayudar a las almas. Nosotros, además, tenemos esa conversación fraterna con el Director, que surgió con espontaneidad, con naturalidad, como mana una fuente: el agua está allí, y no puede dejar de brotar, porque es parte de la vida nuestra.

¿Cómo nació esa Costumbre, en los primeros años? No había más sacerdotes que yo en la Obra. No quería confesar a vuestros hermanos, porque si los confesaba me encontraba atado de pies y manos: ya no les podía indicar nada, si no era en la próxima confesión. Por eso les mandaba por ahí: confesaos con quien queráis, les decía. Lo pasaban muy mal, porque cuando se acusaban, por ejemplo, de haber descuidado el examen, o de otra pequeña falta, algunos sacerdotes les respondían bruscamente o con tono de guasa: ¡pero si eso no es pecado! Y los que eran buenos sacerdotes o religiosos con buen espíritu –con el suyo– les preguntaban: ¿y usted no tendría vocación para nosotros…?

Vuestros hermanos preferían contarme las cosas con sencillez, con claridad, fuera de la confesión. ¡Si a última hora es lo que se cuentan un grupo de amigos o de amigas, en una reunión, o alrededor de una mesa de café, o en un baile! Se lo dicen así, con claridad, incluso exagerando.

Con la misma sencillez, por lo menos, habéis de hablar vosotros en esa conversación fraterna. La Obra es una Madre que deja libérrimos a sus hijos; por tanto sus hijos sentimos la necesidad de ser leales. Si alguno no lo hubiera hecho hasta ahora, le aconsejo que abra el corazón y suelte aquello: el sapo que todos hemos tenido dentro, quizá antes de venir al Opus Dei. Lo aconsejo a todos mis hijos: echad fuera ese sapo gordo y feo. Y veréis qué paz, qué tranquilidad, qué bien y qué alegría. El Señor os dará, en el resto de vuestra vida, mucha más gracia para ser leales a vuestra vocación, a la Iglesia, al Romano Pontífice, que tanto amamos sea quien sea. En cambio el que intentase ocultar una miseria, grande o chica, sería un foco de infección, para él y para las demás almas. Son charca los defectos que se ocultan, y también las cosas buenas que no se manifiestan: hasta el remanso de agua clara, si no corre, se pudre. Abrid el corazón con claridad, con brevedad, sin complicaciones.

Sólo los que no son sinceros son infelices. No os dejéis dominar por el demonio mudo, que a veces pretende quitarnos la paz por bobadas. Hijos míos, insisto, si algún día tenéis la desgracia de ofender a Dios, escuchad este consejo del Padre, que sólo quiere que seáis santos, fieles: acudid rápidamente a la confesión y a esa charla con vuestro hermano. Os comprenderán, os ayudarán, os querrán más. Echáis el sapo fuera, y todo andará bien en adelante.

Todo andará bien, por muchas razones: en primer lugar, porque el que es sincero es más humilde. Luego, porque Dios Nuestro Señor premia con su gracia esa humildad. Después, porque ese otro hermano que te ha escuchado, sabe que estás necesitado y se siente en la obligación de pedir por ti. ¿Vosotros pensáis que las personas que reciben vuestra charla son gente que no comprende? ¡Si están hechos de la misma pasta! ¿A quién le va a chocar que un vidrio se pueda romper, o que un cacharro de barro necesite lañas? Sed sinceros. Es la cosa que más agradezco en mis hijos, porque así se arregla todo: siempre. En cambio, sentirse incomprendido, creerse víctima, acarrea siempre también una gran soberbia espiritual.

El espíritu de la Obra lleva necesariamente a la sencillez, y por ese camino se lleva a las almas que se acercan al calor de nuestra labor. Desde que llegasteis a la Obra, no se ha hecho otra cosa que trataros como a las alcachofas: ir quitando las hojas duras de fuera, para que quede limpio el cogollo. Todos somos un poco complicados; por eso, a veces, fácilmente, de una cosa pequeña dejáis que se haga una montaña que os abruma, aun siendo personas de talento. Tened, en cambio, el talento de hablar, y vuestros hermanos os ayudarán a ver que esa preocupación es una bobada o tiene su raíz en la soberbia.

No olvidéis, además, que decir una verdad subjetiva, que no se ajusta a la verdad real, es engañar y engañarse. Puede estarse en el error por soberbia –repito–, porque este vicio ciega, y la persona, sin ver, piensa que ve. Pero también está equivocado el que se engaña y engaña. Llamad a las cosas por su nombre: al pan, pan; y al vino, vino. «Sea vuestro modo de hablar: sí, sí; no, no; que lo que pasa de esto, de mal principio proviene»6. El creí que, pensé que y es que son los nombres de tres diablos tremendos que no quiero oír de vuestra boca. No os busquéis disculpas, tenéis la misericordia de Dios y la comprensión de vuestros hermanos, ¡y basta!

Decid las cosas sin ambigüedades. El hijo mío que pinta de colores el error, que deforma lo sucedido, que lo adorna con palabras inútiles, no va bien. Hijas e hijos míos: sabed que cuando se ha cometido un disparate, se tiende a disfrazar la mala conducta con razones de todo tipo: artísticas, intelectuales, científicas, ¡hasta espirituales!, y se acaba por decir que parecen o que son anticuados los mandamientos. A la vuelta de estos cuarenta y tres años largos, cuando algún hijo mío se ha perdido, ha sido siempre por falta de sinceridad o porque le ha parecido anticuado el decálogo. Y que no me venga con otras razones, porque no son verdad.

No intentéis nunca compaginar una conducta floja, con la santidad que os exige la Obra. Formaos un criterio recto, y no olvidéis que vuestra conciencia será cada día más delicada, más exigente, si sois cada día más sinceros. Hay cosas con las que os conformabais hace años, y ahora no: porque notáis la llamada de Dios, que os pide una mayor finura y os da la gracia necesaria para corresponder como Él espera.

Habéis venido al Opus Dei, hijos de mi alma –dejad que os lo recuerde una vez más–, decididos a dejaros formar, a prepararos para ser la levadura que hará fermentar la gran masa de la humanidad. Esa formación, mientras permite que vuestra personalidad humana se mejore, con sus características particulares, os facilita además un común denominador, el de este espíritu de familia, que es el mismo para todos. Para eso –insisto– debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero.

Hijos míos, mirad que todos estamos metidos en una misma red, y la red dentro de la barca, que es el Opus Dei, con un ánimo maravilloso de humildad, de entrega, de trabajo, de amor. ¿No es hermoso esto? ¿Acaso tú lo has merecido? ¡Si te ha encontrado Dios por ahí, en la calle, cuando Él pasaba! No somos ninguna especialidad, no somos selectos: podía haber buscado a otros mejores que nosotros. Pero nos ha elegido, y recordarlo no es soberbia, sino agradecimiento.

Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, cuando reciba una indicación que es para mejora de mi vida interior, me rebele; que no tenga en más aprecio mi propio criterio –que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia– que el juicio de los Directores; que no me moleste la indicación cariñosa de mis hermanos, cuando me ayudan con la corrección fraterna.

Voy a terminar, hijas e hijos míos, trayendo a vuestra consideración aquel texto de la Escritura Santa que pone en nuestra boca dulzuras de miel y de panal. «Elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti et immaculati in conspectu eius»7. Nos escogió el Señor a cada uno de nosotros para que seamos santos en su presencia. Y eso, antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad: ésta es la providencia maravillosa de nuestro Padre Dios. Si correspondéis, si lucháis, tendréis una vida feliz también en la tierra, con algunos momentos de oscuridad ciertamente, con algunos ratos de sufrimiento que sin embargo no debéis exagerar: pasan en cuanto abrimos el corazón. Decidme: ¿no es verdad que, cuando contáis aquello que os produce preocupación o que os da vergüenza, os quedáis tranquilos, serenos, alegres?

Además, de esta manera no nos encontramos nunca solos. «Væ solis!»8, ¡ay del que está solo!, dice la Escritura Santa. Nosotros no permanecemos solos nunca, en ninguna circunstancia. En cualquier lugar de la tierra nuestros hermanos nos acogen con cariño, nos escuchan y nos comprenden; siempre nos acompañan el Señor y su Madre Santísima; y, en nuestra alma en gracia, habita como en un templo el Espíritu Santo: Dios con nosotros.

Notas
1

1 Co 6,20.

2

Jb 7,1.

3

Sal 32(31),3-4.

4

Cfr. Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Hb 13,8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

Mt 5,37.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ef 1,4.

8

Qo 4,10.

Referencias a la Sagrada Escritura
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