Lista de puntos

Hay 7 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Instrumentos de Dios.

Mirad que el Señor suspira por conducirnos a pasos maravillosos, divinos y humanos, que se traducen en una abnegación feliz, de alegría con dolor, de olvido de sí mismo. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo24. Un consejo que hemos escuchado todos. Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo –estando nosotros metidos en Dios–, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar.

Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan solo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas.

Faenas de pesca

He aquí, promete el Señor, que yo enviaré muchos pescadores y pescaré esos peces8. Así nos concreta la gran labor: pescar. Se habla o se escribe a veces sobre el mundo, comparándolo a un mar. Y hay verdad en esa comparación. En la vida humana, como en el mar, existen periodos de calma y de borrasca, de tranquilidad y de vientos fuertes. Con frecuencia, las criaturas están nadando en aguas amargas, en medio de olas grandes; caminan entre tormentas, en una triste carrera, aun cuando parece que tienen alegría, aun cuando producen mucho ruido: son carcajadas que quieren encubrir su desaliento, su disgusto, su vida sin caridad y sin comprensión. Se devoran unos a otros, los hombres como los peces.

Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren –en libertad– dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo: seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres9, dice a Pedro y a Andrés.

Vamos a acompañar a Cristo en esta pesca divina. Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios10. ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor.

Dejemos que narre San Lucas: en esto vio dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las redes. Subiendo, pues, en una, que era de Simón, pidióle que la desviase un poco de tierra. Y sentándose dentro, predicaba desde la barca al numeroso concurso11. Cuando acabó su catequesis, ordenó a Simón: guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar12. Es Cristo el amo de la barca; es Él el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre. El apostolado cristiano no lo hemos inventado nosotros. Los hombres, si acaso, lo obstaculizamos: con nuestra torpeza, con nuestra falta de fe.

Replicóle Simón: Maestro, durante toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido13. La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red14. Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor. ¿Qué sucede entonces? Habiéndolo hecho, recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se rompía. Por lo que hicieron señas a los compañeros de la otra barca, para que viniesen y les ayudasen. Se acercaron inmediatamente y llenaron tanto las dos barcas, que faltó poco para que se hundiesen15.

Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no miraba solo a esta pesca. Por eso, cuando Pedro se arroja a sus pies y confiesa con humildad: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador, Nuestro Señor responde: no temas, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar16. Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias.

Se repetirán los milagros

También a nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como bestias. In nomine Iesu!17, en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus obligaciones pero no las cumplía... En nombre del Señor, surge et ambula!18, levántate y anda.

El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím: muchacho, yo te lo mando, levántate19. Milagros como Cristo, milagros como los primeros Apóstoles haremos. Quizá en ti mismo, en mí se han operado esos prodigios: quizá éramos ciegos, o sordos, o lisiados, o hedíamos a muerto, y la palabra del Señor nos ha levantado de nuestra postración. Si amamos a Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino solo a Él, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se nos ha concedido.

Los discípulos –escribe San Juan– no conocieron que fuese Él. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que comer?27. Esta escena familiar de Cristo, a mí, me hace gozar. ¡Que diga esto Jesucristo, Dios! ¡Él, que ya tiene cuerpo glorioso! Echad la red a la derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había28. Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.

Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor29. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!

Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar30. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?

Las almas son de Dios

Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos31. Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque es suya. Para que aprendamos que las almas son de Dios, que nadie en esta tierra puede atribuirse esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia –su anuncio y su realidad de salvación– no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la gracia divina.

Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. Pedro ya ha aprendido, escarmentado en su propia miseria: está hondamente convencido de que sobran aquellos temerarios alardes, consciente de su debilidad. Por eso, pone todo en manos de Cristo. Señor, tú sabes que te amo. Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo32. Y ¿qué responde Cristo? Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas33. No las tuyas, no las vuestras: ¡las mías! Porque Él ha creado al hombre, Él lo ha redimido, Él ha comprado cada alma, una a una, al precio –lo repito– de su Sangre.

Cuando los donatistas, en el siglo V, organizaban sus ataques contra los católicos, defendían la imposibilidad de que el obispo de Hipona, Agustín, profesase la verdad, porque había sido un gran pecador. Y San Agustín sugería, a sus hermanos en la fe, cómo habían de replicar: «Agustín es obispo en la Iglesia Católica; él lleva su carga, de la que ha de dar cuenta a Dios. Lo conocí entre los buenos. Si es malo, él lo sabe; si es bueno, ni siquiera en él he depositado mi esperanza. Porque lo primero que he aprendido en la Iglesia Católica es a no poner mi esperanza en un hombre»34.

No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué podríamos decir? Hacemos –porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado: id por todo el mundo y predicad el Evangelio35– el apostolado de Cristo. Los errores son nuestros; los frutos, del Señor.

Notas
24

Mt XVI, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Ier XVI, 16.

9

Mt IV, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Lc V, 1.

11

Lc V, 2-3.

12

Lc V, 4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Lc V, 5.

14

Lc V, 5.

15

Lc V, 6-7.

16

Lc V, 8. 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Act III, 6.

18

Act III, 6.

19

Lc VII, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Ioh XXI, 4-5.

28

Ioh XXI, 6.

29

Ioh XXI, 7.

30

Ioh XXI, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
31

Ioh XXI, 8.

32

Ioh XXI, 15-17.

33

Ioh XXI, 15-17.

34

S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 36, 3, 20 (PL 36, 395).

35

Mc XVI, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura