Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Virgen Santísima  → Maestra de caridad y de justicia.

Permitidme que os remache una y otra vez el camino que Dios espera que recorra cada uno, cuando nos llama a servirle en medio del mundo, para santificar y santificarnos a través de las ocupaciones ordinarias. Con un sentido común colosal, lleno a la vez de fe, predicaba San Pablo que en la ley de Moisés está escrito: no pongas bozal al buey que trilla21. Y se pregunta: ¿será acaso que Dios se preocupa de los bueyes? ¿O, por el contrario, no dice esto sobre todo por nosotros? Sí, ciertamente, por nosotros se han escrito estas cosas; porque la esperanza hace arar al que ara, y el que trilla lo hace con la ilusión de percibir el fruto22.

Nunca se ha reducido la vida cristiana a un entramado agobiante de obligaciones, que deja el alma sometida a una tensión exasperada; se amolda a las circunstancias individuales como el guante a la mano, y pide que en el ejercicio de nuestras tareas habituales, en las grandes y en las pequeñas, con la oración y la mortificación, no perdamos jamás el punto de mira sobrenatural. Pensad que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico –un borrico fue el trono de Dios en Jerusalén– que te lleva a lomos por las veredas divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar de un jumento.

La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo35. Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús.

Para mí, no existe ejemplo más claro de esa unión práctica de la justicia con la caridad, que el comportamiento de las madres. Aman con idéntico cariño a todos sus hijos, y precisamente ese amor les impulsa a tratarlos de modo distinto –con una justicia desigual–, ya que cada uno es diverso de los otros. Pues, también con nuestros semejantes, la caridad perfecciona y completa la justicia, porque nos mueve a conducirnos de manera desigual con los desiguales, adaptándonos a sus circunstancias concretas, con el fin de comunicar alegría al que está triste, ciencia al que carece de formación, afecto al que se siente solo... La justicia establece que se dé a cada uno lo suyo, que no es igual que dar a todos lo mismo. El igualitarismo utópico es fuente de las más grandes injusticias.

Para actuar siempre así, como esas madres buenas, necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir36. Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio.

Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome –como sacerdote de Cristo– de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!

Acudamos a Santa María, la Virgen prudente y fiel, y a San José, su esposo, modelo acabado de hombre justo37. Ellos, que vivieron en la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, las virtudes que hemos contemplado, nos alcanzarán la gracia de que arraiguen firmemente en nuestra alma, para que nos decidamos a conducirnos en todo momento como discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de caridad.

Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos22. La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos23.

Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: «de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo»24. Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius25, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.

Habréis observado cómo algunas madres, movidas de un legítimo orgullo, se apresuran a ponerse al lado de sus hijos cuando estos triunfan, cuando reciben un público reconocimiento. Otras, en cambio, incluso en esos momentos permanecen en segundo plano, amando en silencio. María era así, y Jesús lo sabía.

Ahora, en cambio, en el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a los que pasaban por allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de Dios, desciende de la Cruz26. Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?27. ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso –como una espada afilada– que traspasaba su Corazón puro.

De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo. Es entonces cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre28. En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él.

Felix culpa29, canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre.

Notas
21

Dt XXV, 4.

22

1 Cor IX, 9-10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
35

Gal VI, 2.

36

Mt XX, 28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

Cfr. Mt I, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Lc II, 34-35.

23

Ioh XV, 13.

24

Benedicto XV, Carta Inter sodalicia, 22-V-1918, ASS 10 (1918), 182.

25

Ioh XIX, 25.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Mt XXVII, 3940.

27

Mt XXVII, 46.

28

Ioh XIX, 26-27.

29

Vigilia Pascual, Praeconium.

Referencias a la Sagrada Escritura