Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Virgen Santísima  → santa pureza .

La castidad es posible

Todos arrastramos pasiones; todos nos encontramos con las mismas dificultades, a cualquier edad. Por eso, hemos de luchar. Acordaos de lo que escribía San Pablo: datus est mihi stimulus carnis meae, angelus Satanae, qui me colaphizet16, se rebela el estímulo de la carne, que es como un ángel de Satanás, que le abofetea, porque si no, sería soberbio.

No se puede llevar una vida limpia sin la asistencia divina. Dios quiere que seamos humildes y pidamos su socorro. Debes suplicar confiadamente a la Virgen, ahora mismo, en la soledad acompañada de tu corazón, sin ruido de palabras: Madre mía, este pobre corazón mío se subleva tontamente... Si tú no me proteges... Y te amparará para que lo guardes puro y recorras el camino al que Dios te ha llamado.

Hijos: humildad, humildad; aprendamos a ser humildes. Para custodiar el Amor se precisa la prudencia, vigilar con cuidado y no dejarse dominar por el miedo. Entre los autores clásicos de espiritualidad, muchos comparan al demonio con un perro rabioso, sujeto por una cadena: si no nos acercamos, no nos morderá, aunque ladre continuamente. Si fomentáis en vuestras almas la humildad, es seguro que evitaréis las ocasiones, reaccionaréis con la valentía de huir; y acudiréis diariamente al auxilio del Cielo, para avanzar con garbo por este sendero de enamorados.

Mirad que el que está podrido por la concupiscencia de la carne, espiritualmente no logra andar, es incapaz de una obra buena, es un lisiado que permanece tirado como un trapo. ¿No habéis visto a esos pacientes con parálisis progresiva, que no consiguen valerse, ni ponerse de pie? A veces, ni siquiera mueven la cabeza. Eso ocurre en lo sobrenatural a los que no son humildes y se han entregado cobardemente a la lujuria. No ven, ni oyen, ni entienden nada. Están paralíticos y como locos. Cada uno de nosotros debe invocar al Señor, a la Madre de Dios, y rogar que nos conceda la humildad y la decisión de aprovechar con piedad el divino remedio de la Confesión. No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos.

Que la castidad es posible y que constituye una fuente de alegría, lo sabéis igual que yo; también os consta que exige de cuando en cuando un poquito de lucha. Escuchemos de nuevo a San Pablo: me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero al mismo tiempo echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Oh qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?17. Grita tú más, si te hace falta, pero no exageremos: sufficit tibi gratia mea18, te basta mi gracia, nos contesta Nuestro Señor.

Los medios para vencer

Veamos con qué recursos contamos siempre los cristianos para vencer en esta lucha por guardar la castidad: no como ángeles, sino como mujeres y hombres sanos, fuertes, ¡normales! Venero con toda el alma a los ángeles, me une a ese ejército de Dios una gran devoción; pero compararnos con ellos no me gusta, porque los ángeles tienen una naturaleza distinta de la nuestra, y esa equiparación supondría un desorden.

En muchos ambientes se ha generalizado un clima de sensualidad que, unido a la confusión doctrinal, lleva a tantos a justificar cualquier aberración o, al menos, a demostrar la tolerancia más indiferente por toda clase de costumbres licenciosas.

Hemos de ser lo más limpios que podamos, con respeto al cuerpo, sin miedo, porque el sexo es algo santo y noble –participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio. Y, así, limpios y sin miedo, con vuestra conducta daréis el testimonio de la posibilidad y de la hermosura de la santa pureza.

En primer término, nos empeñaremos en afinar nuestra conciencia, ahondando lo necesario hasta tener seguridad de haber adquirido una buena formación, distinguiendo bien entre la conciencia delicada –auténtica gracia de Dios– y la conciencia escrupulosa, que es algo muy diverso.

Cuidad esmeradamente la castidad, y también aquellas otras virtudes que forman su cortejo –la modestia y el pudor–, que resultan como su salvaguarda. No paséis con ligereza por encima de esas normas que son tan eficaces para conservarse dignos de la mirada de Dios: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios el don de una vida santa y limpia.

Si, por desgracia, se cae, hay que levantarse enseguida. Con la ayuda de Dios, que no faltará si se ponen los medios, se ha de llegar cuanto antes al arrepentimiento, a la sinceridad humilde, a la reparación, de modo que la derrota momentánea se transforme en una gran victoria de Jesucristo.

Acostumbraos también a plantear la lucha en puntos que estén lejos de los muros capitales de la fortaleza. No se puede andar haciendo equilibrios en las fronteras del mal: hemos de evitar con reciedumbre el voluntario in causa, hemos de rechazar hasta el más pequeño desamor; y hemos de fomentar las ansias de un apostolado cristiano, continuo y fecundo, que necesita de la santa pureza como cimiento y también como uno de sus frutos más característicos. Además debemos llenar el tiempo siempre con un trabajo intenso y responsable, buscando la presencia de Dios, porque no hemos de olvidar jamás que hemos sido comprados a gran precio, y que somos templo del Espíritu Santo.

¿Y qué otros consejos os sugiero? Pues los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos –«que no conviene mirar lo que no es lícito desear», advertía San Gregorio Magno24– y la penitencia.

Me diréis que todo eso resume, sin más, la vida cristiana. Ciertamente no cabe separar la pureza, que es amor, de la esencia de nuestra fe, que es caridad, el renovado enamorarse de Dios que nos ha creado, que nos ha redimido y que nos coge continuamente de la mano, aunque en multitud de circunstancias no lo advirtamos. No puede abandonarnos. Sión decía: Yavé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, Yo no te olvidaría25. ¿No os infunden estas palabras un gozo inmenso?

Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor.

Para apartarse de la sinceridad total no es preciso siempre una motivación turbia; a veces, basta un error de conciencia. Algunas personas se han formado –deformado– de tal manera la conciencia que su mutismo, su falta de sencillez, les parece una cosa recta: piensan que es bueno callar. Sucede incluso con almas que han recibido una excelente preparación, que conocen las cosas de Dios; quizá por eso encuentran motivos para convencerse de que conviene callar. Pero están engañados. La sinceridad es necesaria siempre; no valen excusas, aunque parezcan buenas.

Terminamos este rato de conversación, en la que tú y yo hemos hecho nuestra oración a Nuestro Padre, rogándole que nos conceda la gracia de vivir esa afirmación gozosa de la virtud cristiana de la castidad.

Se lo pedimos por intercesión de Santa María, que es la pureza inmaculada. Acudimos a Ella –tota pulchra!–, con un consejo que yo daba, ya hace muchos años, a los que se sentían intranquilos en su lucha diaria para ser humildes, limpios, sinceros, alegres, generosos. Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. No desconfíes. Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma27.

Notas
16

2 Cor XII, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Rom VII, 22-24.

18

2 Cor XII, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

S. Gregorio Magno, Moralia, 21, 2, 4 (PL 76, 190).

25

Is XLIX, 14-15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 53.