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Hay 17 puntos en «Conversaciones» cuya materia es Opus Dei  → fin y medios sobrenaturales .

Usted viene diciendo y escribiendo desde hace tantos años que la vocación de los laicos consiste en tres cosas: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo». ¿Podría precisarnos qué entiende usted exactamente por lo primero: santificar el trabajo?

Es difícil explicarlo en pocas palabras, porque en esa expresión están implicados conceptos fundamentales de la misma teología de la Creación. Lo que he enseñado siempre —desde hace cuarenta años— es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei.

Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis —que Dios creó al hombre para que trabajara—, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que Él abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo —en la noble fatiga creadora de los hombres— no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.

Por eso, el objetivo único del Opus Dei ha sido siempre ése: contribuir a que haya en medio del mundo, de las realidades y afanes seculares, hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales, que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario.

¿Querría usted explicar la misión central y los objetivos del Opus Dei? ¿En qué precedentes basó usted sus ideas sobre la Asociación? ¿O es el Opus Dei algo único, totalmente nuevo dentro de la Iglesia y de la Cristiandad? ¿Se le puede comparar con las órdenes religiosas y con los institutos seculares o con asociaciones católicas del tipo, por ejemplo, de la Holy Name Society, los Caballeros de Colón, el Christopher Movement, etc.?

El Opus Dei se propone promover entre personas de todas las clases de la sociedad el deseo de la perfección cristiana en medio del mundo. Es decir, el Opus Dei pretende ayudar a las personas que viven en el mundo —al hombre corriente, al hombre de la calle—, a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida, ni su trabajo ordinario, ni sus ilusiones y afanes.

Por eso, en frase que escribí hace ya muchos años, se puede decir que el Opus Dei es viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Es recordar a los cristianos las palabras maravillosas que se leen en el Génesis: que Dios creó al hombre para que trabajara. Nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que se pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. El trabajo no es sólo uno de los más altos de los valores humanos y medio con el que los hombres deben contribuir al progreso de la sociedad: es también camino de santificación.

¿A qué otras organizaciones podríamos compararlo? No es fácil encontrar una respuesta, pues al intentar comparar entre sí a organizaciones con fines espirituales se corre el riesgo de quedarse en rasgos externos o en denominaciones jurídicas, olvidando lo que es más importante: el espíritu que da vida y razón de ser a toda la labor.

Me limitaré a decirle que, con respecto a las que ha mencionado, está muy lejano de las órdenes religiosas y de los institutos seculares y más cercano de instituciones como la Holy Name Society.

El Opus Dei es una organización internacional de laicos, a la que pertenecen también sacerdotes seculares (una exigua minoría en comparación con el total de socios). Sus miembros son personas que viven en el mundo, en el que ejercen su profesión u oficio. Al acudir al Opus Dei no lo hacen para abandonar ese trabajo, sino al contrario buscando una ayuda espiritual con el fin de santificar su trabajo ordinario, convirtiéndolo también en medio para santificarse o para ayudar a los demás a santificarse. No cambian de estado —siguen siendo solteros, casados, viudos o sacerdotes—, sino que procuran servir a Dios y a los demás hombres dentro de su propio estado. Al Opus Dei no le interesan ni votos ni promesas, lo que pide de sus socios es que, en medio de las deficiencias y errores propios de toda vida humana, se esfuercen por practicar las virtudes humanas y cristianas, sabiéndose hijos de Dios.

Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe.

¿Querría describir cómo se ha desarrollado y evolucionado el Opus Dei, tanto en su carácter como en sus objetivos, desde su fundación, en un período que ha sido testigo de un enorme cambio dentro de la misma Iglesia?

Desde el primer momento el objetivo único del Opus Dei ha sido el que le acabo de describir: contribuir a que haya en medio del mundo hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario. Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como todo lo que se desarrolla en la historia.

Pero su objetivo y razón de ser no ha cambiado ni cambiará por mucho que pueda mudar la sociedad, porque el mensaje del Opus Dei es que se puede santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las circunstancias en que se desarrolla.

Hoy forman parte de la Obra personas de todas las profesiones: no sólo médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros, campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de reactores hasta peluqueras de alta moda. Para los socios del Opus Dei el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos —junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos— los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad.

Siendo éste el espíritu de nuestra Obra, comprenderá que ha sido una gran alegría para nosotros ver cómo el Concilio ha declarado solemnemente que la Iglesia no rechaza el mundo en que vive, ni su progreso y desarrollo, sino que lo comprende y ama. Por lo demás es una característica central de la espiritualidad que se esfuerzan por vivir —desde hace casi cuarenta años— los socios de la Obra, el saberse al mismo tiempo parte de la Iglesia y del Estado, asumiendo cada uno plenamente, por lo tanto, con toda libertad su individual responsabilidad de cristiano y de ciudadano.

¿Cómo explica el enorme éxito del Opus Dei y por qué criterios mide usted ese éxito?

Cuando una empresa es sobrenatural, importan poco el éxito o el fracaso, tal como suelen entenderse de ordinario. Ya decía San Pablo a los cristianos de Corinto, que en la vida espiritual lo que interesa no es el juicio de los demás, ni nuestro propio juicio, sino el de Dios.

Ciertamente la Obra está hoy universalmente extendida: pertenecen a ella hombres y mujeres de cerca de setenta nacionalidades. Al pensar en ese hecho, yo mismo me sorprendo. No le encuentro explicación humana alguna, sino la voluntad de Dios, pues el Espíritu sopla donde quiere, y se sirve de quien quiere para realizar la santificación de los hombres. Todo eso es para mí ocasión de acción de gracias, de humildad, y de petición a Dios para saber siempre servirle.

Me pregunta también cuál es el criterio con que mido y juzgo las cosas. La respuesta es muy sencilla: santidad, frutos de santidad.

El apostolado más importante del Opus Dei, es el que cada socio realiza con el testimonio de su vida y con su palabra, en el trato diario con sus amigos y compañeros de profesión. ¿Quién puede medir la eficacia sobrenatural de este apostolado callado y humilde? No se puede valorar la ayuda que supone el ejemplo de un amigo leal y sincero, o la influencia de una buena madre en el seno de la familia.

Quizá su pregunta se refiere a los apostolados corporativos que realiza el Opus Dei, suponiendo que en este caso se pueden medir los resultados desde un punto de vista humano, técnico: si una escuela de capacitación obrera consigue promover socialmente a los hombres que la frecuentan; si una universidad da a sus estudiantes una formación profesional y cultural adecuadas. Admitiendo que su pregunta tiene ese sentido, le diré que el resultado se puede explicar en parte porque se trata de labores realizadas por personas que ejercitan ese trabajo como una específica tarea profesional, para la que se preparan como todo el que desea hacer una labor seria. Esto quiere decir, entre otras cosas, que esas obras no se plantean con esquemas preconcebidos, sino que se estudian en cada caso las necesidades peculiares de la sociedad en la que se van a realizar, para adaptarlas a las exigencias reales.

Pero le repito que al Opus Dei no le interesa primordialmente la eficacia humana. El éxito o el fracaso real de esas labores depende de que, estando humanamente bien hechas, sirvan o no para que tanto los que realizan esas actividades como los que se benefician de ellas, amen a Dios, se sientan hermanos de todos los demás hombres y manifiesten estos sentimientos en un servicio desinteresado a la humanidad.

¿A qué atribuye la creciente importancia que se da al Opus Dei? ¿Es debida sólo al atractivo de su doctrina o es también un reflejo de las ansiedades de la edad moderna?

El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.

El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima —olvidada durante siglos por muchos cristianos— de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.

Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas.

Las condiciones de la sociedad contemporánea, que valora cada vez más el trabajo, facilitan evidentemente que los hombres de nuestro tiempo puedan comprender este aspecto del mensaje cristiano que el espíritu del Opus Dei ha venido a subrayar. Pero más importante aún es el influjo del Espíritu Santo, que en su acción vivificadora ha querido que nuestro tiempo sea testigo de un gran movimiento de renovación en todo el cristianismo. Leyendo los decretos del Concilio Vaticano II se ve claramente que parte importante de esa renovación ha sido precisamente la revaloración del trabajo ordinario y de la dignidad de la vocación del cristiano que vive y trabaja en el mundo.

Esto trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión, que cada uno debe realizar según sus personales circunstancias. Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del Magisterio: sin unión con el Cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo.

El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina.

Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioan 12, 32). Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas.

Quisiera añadir que, junto a esta toma de conciencia de los laicos, se está produciendo un análogo desarrollo de la sensibilidad de los pastores. Se dan cuenta de lo específico de la vocación laical, que debe ser promovida y favorecida mediante una pastoral que lleve a descubrir en medio del Pueblo de Dios el carisma de la santidad y del apostolado, en las infinitas y diversísimas formas en las que Dios lo concede.

Esta nueva pastoral es muy exigente, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria. Requiere el don sobrenatural del discernimiento de espíritus, la sensibilidad para las cosas de Dios, la humildad de no imponer las propias preferencias y de servir a lo que Dios promueve en las almas. En una palabra: el amor a la legítima libertad de los hijos de Dios, que encuentran a Cristo y son hechos portadores de Cristo, recorriendo caminos entre sí muy diversos, pero todos igualmente divinos.

Uno de los mayores peligros que amenazan hoy a la Iglesia podría ser precisamente el de no reconocer esas exigencias divinas de la libertad cristiana, y, dejándose llevar por falsas razones de eficacia, pretender imponer una uniformidad a los cristianos. En la raíz de esas actitudes hay algo no sólo legítimo, sino encomiable: el deseo de que la Iglesia dé un testimonio tal, que conmueva al mundo moderno. Mucho me temo, sin embargo, que el camino sea equivocado y que lleve, por una parte, a comprometer a la Jerarquía en cuestiones temporales, cayendo en un clericalismo diverso pero tan nefando como el de los siglos pasados; y, por otra, a aislar a los laicos, a los cristianos corrientes, del mundo en el que viven, para convertirlos en portavoces de decisiones o ideas concebidas fuera de ese mundo.

Me parece que a los sacerdotes se nos pide la humildad de aprender a no estar de moda, de ser realmente siervos de los siervos de Dios —acordándonos de aquel grito del Bautista: illum oportet crescere, me autem minui (Ioan 3, 30); conviene que Cristo crezca y que yo disminuya—, para que los cristianos corrientes, los laicos, hagan presente, en todos los ambientes de la sociedad, a Cristo. La misión de dar doctrina, de ayudar a penetrar en las exigencias personales y sociales del Evangelio, de mover a discernir los signos de los tiempos, es y será siempre una de las tareas fundamentales del sacerdote. Pero toda labor sacerdotal debe llevarse a cabo dentro del mayor respeto a la legítima libertad de las conciencias: cada hombre debe libremente responder a Dios. Por lo demás, todo católico, además de esa ayuda del sacerdote, tiene también luces propias que recibe de Dios, gracia de estado para llevar adelante la misión específica que, como hombre y como cristiano, ha recibido.

Quien piense que, para que la voz de Cristo se haga oír en el mundo de hoy, es necesario que el clero hable o se haga siempre presente, no ha entendido bien aún la dignidad de la vocación divina de todos y de cada uno de los fieles cristianos.

En este marco, ¿cuál es la tarea que ha desarrollado y desarrolla el Opus Dei? ¿Qué relaciones de colaboración mantienen los socios con otras organizaciones que trabajan en este campo?

No me corresponde a mí dar un juicio histórico sobre lo que, por gracia de Dios, el Opus Dei ha hecho. Sólo he de afirmar que la finalidad, a la que el Opus Dei aspira, es favorecer la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado por parte de los cristianos que viven en medio del mundo, cualquiera que sea su estado o condición.

La Obra ha nacido para contribuir a que esos cristianos, insertos en el tejido de la sociedad civil —con su familia, sus amistades, su trabajo profesional, sus aspiraciones nobles—, comprendan que su vida, tal y como es, puede ser ocasión de un encuentro con Cristo: es decir, que es un camino de santidad y de apostolado. Cristo está presente en cualquier tarea humana honesta: la vida de un cristiano corriente —que quizá a alguno parezca vulgar y mezquina— puede y debe ser una vida santa y santificante.

En otras palabras: para seguir a Cristo, para servir a la Iglesia, para ayudar a los demás hombres a reconocer su destino eterno, no es indispensable abandonar el mundo o alejarse de él, ni tampoco hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia.

Y como la mayor parte de los cristianos recibe de Dios la misión de santificar el mundo desde dentro, permaneciendo en medio de las estructuras temporales, el Opus Dei se dedica a hacerles descubrir esa misión divina, mostrándoles que la vocación humana —la vocación profesional, familiar y social— no se opone a la vocación sobrenatural: antes al contrario, forma parte integrante de ella.

El Opus Dei tiene como misión única y exclusiva la difusión de este mensaje —que es un mensaje evangélico— entre todas las personas que viven y trabajan en el mundo, en cualquier ambiente o profesión. Y a quienes entienden este ideal de santidad, la Obra facilita los medios espirituales y la formación doctrinal, ascética y apostólica, necesaria para realizarlo en la propia vida.

Los socios del Opus Dei no actúan en grupo, sino individualmente, con libertad y responsabilidad personales. No es por eso el Opus Dei una organización cerrada, o que de algún modo reúna a sus socios para aislarlos de los demás hombres. Las labores corporativas, que son las únicas que dirige la Obra1, están abiertas a todo tipo de personas, sin discriminación de ninguna clase: ni social, ni cultural, ni religiosa. Y los socios, precisamente porque deben santificarse en el mundo, colaboran siempre con todas las personas, con las que están en relación por su trabajo y por su participación en la vida cívica.

Forma parte esencial del espíritu cristiano no sólo vivir en unión con la Jerarquía ordinaria —Romano Pontífice y Episcopado—, sino también sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos. Así nos sentiremos unidos, amando al mismo tiempo la variedad de las vocaciones personales; y se evitarán no pocos juicios injustos y ofensivos, que determinados pequeños grupos propagan —en nombre del catolicismo—, en contra de sus hermanos en la fe, que obran en realidad rectamente y con sacrificio, atendidas las circunstancias particulares de su país.

Es importante que cada uno procure ser fiel a la propia llamada divina, de tal manera que no deje de aportar a la Iglesia lo que lleva consigo el carisma recibido de Dios. Lo propio de los socios del Opus Dei —cristianos corrientes— es santificar el mundo desde dentro, participando en las más diversas tareas humanas. Como su pertenencia a la Obra no cambia en nada su posición en el mundo, colaboran, de la manera adecuada en cada caso, en las celebraciones religiosas colectivas, en la vida parroquial, etc. También en este sentido son ciudadanos corrientes, que quieren ser buenos católicos.

Sin embargo, los socios de la Obra no se suelen dedicar, de ordinario, a trabajar en actividades confesionales. Sólo en casos de excepción, cuando lo pide expresamente la Jerarquía, algún miembro de la Obra colabora en labores eclesiásticas. No hay en esa actitud ningún deseo de distinguirse, ni menos aún de desconsideración por las labores confesionales, sino tan sólo la decisión de ocuparse de lo que es propio de la vocación al Opus Dei. Hay ya muchos religiosos y clérigos, y también muchos laicos llenos de celo, que llevan adelante esas actividades, dedicando a ellas sus mejores esfuerzos.

Lo propio de los socios de la Obra, la tarea a la que se saben llamados por Dios es otra. Dentro de la llamada universal a la santidad, el miembro del Opus Dei recibe además una llamada especial, para dedicarse libre y responsablemente a buscar la santidad y hacer apostolado en medio del mundo, comprometiéndose a vivir un espíritu específico y a recibir, a lo largo de toda su vida, una formación peculiar. Si desatendieran su trabajo en el mundo, para ocuparse de las labores eclesiásticas, harían ineficaces los dones divinos recibidos, y por la ilusión de una eficacia pastoral inmediata producirían un daño real a la Iglesia: porque no habría tantos cristianos dedicados a santificarse en todas las profesiones y oficios de la sociedad civil, en el campo inmenso del trabajo secular.

Además, la necesidad exigente de la continua formación profesional y de la formación religiosa, junto con el tiempo dedicado personalmente a la piedad, a la oración y al cumplimiento sacrificado de los deberes de estado, coge toda la vida: no hay horas libres.

Sabemos que pertenecen al Opus Dei hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, solteros o casados. ¿Cuál es pues el elemento común que caracteriza la vocación a la Obra? ¿Qué compromisos asume cada socio para realizar los fines del Opus Dei?

Voy a decírselo en pocas palabras: buscar la santidad en medio del mundo, en mitad de la calle. Quien recibe de Dios la vocación específica al Opus Dei sabe y vive que debe alcanzar la santidad en su propio estado, en el ejercicio de su trabajo, manual o intelectual. He dicho sabe y vive, porque no se trata de aceptar un simple postulado teórico, sino de realizarlo día a día, en la vida ordinaria.

Querer alcanzar la santidad —a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos— significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección. La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra.

Viviendo la caridad —el Amor— se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad y que no se pueden reducir a enumeraciones exhaustivas. La caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad...

Se ve en seguida que la práctica de estas virtudes lleva al apostolado. Es más: es ya apostolado. Porque, al procurar vivir así en medio del trabajo diario, la conducta cristiana se hace buen ejemplo, testimonio, ayuda concreta y eficaz; se aprende a seguir las huellas de Cristo que coepit facere et docere (Act 1, 1), que empezó a hacer y a enseñar, uniendo al ejemplo la palabra. Por eso he llamado a este trabajo, desde hace cuarenta años, apostolado de amistad y de confidencia.

Todos los socios del Opus Dei tienen este mismo afán de santidad y de apostolado. Por eso, en la Obra, no hay grados o categorías de miembros. Lo que hay es una multiplicidad de situaciones personales —la situación que cada uno tiene en el mundo— a la que se acomoda la misma y única vocación específica y divina: la llamada a entregarse, a empeñarse personalmente, libremente y responsablemente, en el cumplimiento de la voluntad de Dios manifestada para cada uno de nosotros.

Como puede ver, el fenómeno pastoral del Opus Dei es algo que nace desde abajo, es decir, desde la vida corriente del cristiano que vive y trabaja junto a los demás hombres. No está en la línea de una mundanización —desacralización— de la vida monástica o religiosa; no es el último estadio del acercamiento de los religiosos al mundo.

El que recibe la vocación al Opus Dei adquiere una nueva visión de las cosas que tiene alrededor: luces nuevas en sus relaciones sociales, en su profesión, en sus preocupaciones, en sus tristezas y en sus alegrías. Pero ni por un momento deja de vivir en medio de todo eso; y no cabe en modo alguno hablar de adaptación al mundo, o a la sociedad moderna: nadie se adapta a lo que tiene como propio; en lo que se tiene como propio se está. La vocación recibida es igual a la que surgía en el alma de aquellos pescadores, campesinos, comerciantes o soldados que sentados cerca de Jesucristo en Galilea, le oían decir: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).

Repito que esta perfección —que busca el socio del Opus Dei— es la perfección propia del cristiano, sin más: es decir, aquella a la que todo cristiano está llamado y que supone vivir íntegramente las exigencias de la fe. No nos interesa la perfección evangélica, que se considera propia de los religiosos y de algunas instituciones asimiladas a los religiosos; y mucho menos nos interesa la llamada vida de perfección evangélica, que se refiere canónicamente al estado religioso.

El camino de la vocación religiosa me parece bendito y necesario en la Iglesia, y no tendría el espíritu de la Obra el que no lo estimara. Pero ese camino no es el mío, ni el de los socios del Opus Dei. Se puede decir que, al venir al Opus Dei, todos y cada uno de sus socios lo han hecho con la condición explícita de no cambiar de estado. La característica específica nuestra, es santificar el propio estado en el mundo, y santificarse cada uno de los socios en el lugar de su encuentro con Cristo: éste es el compromiso que asume cada socio, para realizar los fines del Opus Dei.

Aclarado este punto, quisiera preguntarle: ¿cuáles son las características de la formación espiritual de los socios, que hacen que quede excluido cualquier tipo de interés temporal en el hecho de pertenecer al Opus Dei?

Todo interés que no sea puramente espiritual está radicalmente excluido, porque la Obra pide mucho —desprendimiento, sacrificio, abnegación, trabajo sin descanso en servicio de las almas—, y no da nada. Quiero decir que no da nada en el plano de los intereses temporales; porque en el plano de la vida espiritual da mucho: da medios para combatir y vencer en la lucha ascética, encamina por caminos de oración, enseña a tratar a Jesús como un hermano, a ver a Dios en todas las circunstancias de la vida, a sentirse hijo de Dios y, por tanto, comprometido a difundir su doctrina.

Una persona que no progrese por el camino de la vida interior, hasta comprender que vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor, no puede perseverar en el Opus Dei, porque la santidad no es una etiqueta, sino una profunda exigencia.

Por otra parte, el Opus Dei no tiene ninguna actividad de fines políticos, económicos o ideológicos: ninguna acción temporal. Sus únicas actividades son la formación sobrenatural de sus socios y las obras de apostolado, es decir, la continua atención espiritual a cada uno de sus socios, y las obras corporativas apostólicas de asistencia, de beneficencia, de educación, etc.

Los socios del Opus Dei se han unido sólo para seguir un camino de santidad, bien definido, y colaborar en determinadas obras de apostolado. Sus compromisos recíprocos excluyen cualquier tipo de interés terreno, por el simple hecho de que en este campo todos los socios del Opus Dei son libres, y por tanto cada uno va por su propio camino, con finalidades e intereses distintos y en ocasiones contrapuestos.

Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado. Cuando observo entre los socios de la Obra tantas ideas diversas, tantas actitudes distintas —con respecto a las cuestiones políticas, económicas, sociales o artísticas, etc.—, ese espectáculo me da alegría, porque es señal de que todo funciona cara a Dios como es debido.

Unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia, y, sobre todo, cuando se vive de fe y se sabe que los hombres estamos unidos no por meros lazos de simpatía o de interés, sino por la acción de un mismo Espíritu, que haciéndonos hermanos de Cristo nos conduce hacia Dios Padre.

Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo.

Precisamente porque los socios de la Obra se han formado según este espíritu, es imposible que nadie piense en aprovecharse del hecho de pertenecer al Opus Dei para obtener ventajas personales, o para intentar imponer a los demás opciones políticas o culturales: porque los demás no lo tolerarían, y le llevarían a cambiar de actitud o a dejar la Obra. Es este un punto en el que nadie en el Opus Dei podrá permitir jamás la menor desviación, porque debe defender no sólo su libertad personal, sino la naturaleza sobrenatural de la labor a la que se ha entregado. Pienso, por eso, que la libertad y la responsabilidad personales, son la mejor garantía de la finalidad sobrenatural de la Obra de Dios.

Quizá pueda pensarse que, hasta ahora, el Opus Dei se ha visto favorecido por el entusiasmo de los primeros socios, aunque sean ya varios millares. ¿Existe alguna medida que garantice la continuidad de la Obra, contra el riesgo, connatural a toda institución, de un posible enfriamiento del fervor y del impulso iniciales?

La Obra no se basa en el entusiasmo, sino en la fe. Los años del principio —largos años— fueron muy duros, y sólo se veían dificultades. El Opus Dei salió adelante por la gracia divina, y por la oración y el sacrificio de los primeros, sin medios humanos. Sólo había juventud, buen humor y el deseo de hacer la voluntad de Dios.

Desde el principio, el arma del Opus Dei ha sido siempre la oración, la vida entregada, el silencioso renunciamiento a todo lo que es egoísmo, por servir a las almas. Como le decía antes, al Opus Dei se viene a recibir un espíritu que lleva precisamente a darlo todo, mientras se continúa trabajando profesionalmente por amor a Dios y a sus criaturas por Él.

La garantía de que no se dé un enfriamiento es que mis hijos no pierdan nunca este espíritu. Sé que las obras humanas se desgastan con el tiempo; pero esto no ocurre con las obras divinas, a no ser que los hombres las rebajen. Sólo cuando se pierde el impulso divino viene la corrupción, el decaimiento. En nuestro caso se ve clara la Providencia del Señor, que —en tan poco tiempo, cuarenta años— hace que sea recibida y actuada esta específica vocación divina, entre ciudadanos corrientes iguales a los demás, de tan diversas naciones.

El fin del Opus Dei, repito una vez más, es la santidad de cada uno de sus socios, hombres y mujeres que siguen en el lugar que ocupaban en el mundo. Si alguien no viene al Opus Dei a ser santo a pesar de los pesares —es decir, a pesar de las propias miserias, de los propios errores personales—, se irá enseguida. Pienso que la santidad llama a la santidad, y pido a Dios que en el Opus Dei no falte nunca esa convicción profunda, esta vida de fe. Como ve, no nos fiamos exclusivamente de garantías humanas o jurídicas. Las obras que Dios inspira se mueven al ritmo de la gracia. Mi única receta es ésta: ser santos, querer ser santos, con santidad personal.

Usted ha hablado con frecuencia del trabajo: ¿podría decir qué lugar ocupa el trabajo en la espiritualidad del Opus Dei?

La vocación al Opus Dei no cambia ni modifica en ningún modo la condición, el estado de vida, de quien la recibe. Y como la condición humana es el trabajo, la vocación sobrenatural a la santidad y al apostolado según el espíritu del Opus Dei, confirma la vocación humana al trabajo. La inmensa mayoría de los socios de la Obra son laicos, cristianos corrientes; su condición es la de quien tiene una profesión, un oficio, una ocupación, con frecuencia absorbente, con la que se gana la vida, mantiene a su familia, contribuye al bien común, desarrolla su personalidad.

La vocación al Opus Dei viene a confirmar todo eso; hasta el punto de que uno de los signos esenciales de esa vocación es precisamente vivir en el mundo y desempeñar allí un trabajo —contando, vuelvo a decir, con las propias imperfecciones personales— de la manera más perfecta posible, tanto desde el punto de vista humano, como desde el sobrenatural. Es decir, un trabajo que contribuya eficazmente a la edificación de la ciudad terrena —y que esté, por tanto, hecho con competencia y con espíritu de servicio— y a la consagración del mundo, y que, por tanto, sea santificador y santificado.

Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazareth.

Porque esa tarea ordinaria es no sólo el ámbito en el que se deben santificar, sino la materia misma de su santidad: en medio de las incidencias de la jornada, descubren la mano de Dios, y encuentran estímulo para su vida de oración. El mismo quehacer profesional les pone en contacto con otras personas —parientes, amigos, colegas— y con los grandes problemas que afectan a su sociedad o al mundo entero, y les ofrece así la ocasión de vivir esa entrega al servicio de los demás que es esencial a los cristianos. Así, deben esforzarse por dar un verdadero y auténtico testimonio de Cristo, para que todos aprendan a conocer y a amar al Señor, a descubrir que la vida normal en el mundo, el trabajo de todos los días, puede ser un encuentro con Dios.

En otras palabras, la santidad y el apostolado forman una sola cosa con la vida de los socios de la Obra, y por eso el trabajo es el quicio de su vida espiritual. Su entrega a Dios se injerta en el trabajo, que desarrollaban antes de venir a la Obra y que continúan ejerciendo después.

Cuando, en los primeros años de mi actividad pastoral, empecé a predicar estas cosas, algunas personas no me entendieron, otras se escandalizaron: estaban acostumbradas a oír hablar del mundo siempre en un sentido peyorativo. El Señor me había hecho entender, y yo procuraba hacerlo entender a los demás, que el mundo es bueno, porque las obras de Dios son siempre perfectas, y que somos los hombres los que hacemos malo al mundo por el pecado.

Decía entonces, y sigo diciendo ahora, que hemos de amar el mundo, porque en el mundo encontramos a Dios, porque en los sucesos y acontecimientos del mundo Dios se nos manifiesta y se nos revela.

El mal y el bien se mezclan en la historia humana, y el cristiano deberá ser por eso una criatura que sepa discernir; pero jamás ese discernimiento le debe llevar a negar la bondad de las obras de Dios, sino, al contrario, a reconocer lo divino que se manifiesta en lo humano, incluso detrás de nuestras propias flaquezas. Un buen lema para la vida cristiana puede encontrarse en aquellas palabras del Apóstol: Todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22-23), para realizar así los designios de ese Dios que quiere salvar al mundo.

Sabemos que esta doctrina suya sobre el matrimonio como camino de santidad no es una cosa nueva en su predicación. Ya desde 1934, cuando escribió Consideraciones espirituales, usted insistía en que había que ver el matrimonio como una vocación. Pero en este libro, y luego en Camino, usted escribió también que el matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. ¿Nos podría explicar cómo se concilian estos dos aspectos?

En el espíritu y en la vida del Opus Dei no ha habido nunca ningún impedimento para conciliar estos dos aspectos. Por lo demás, conviene recordar que la mayor excelencia del celibato —por motivos espirituales— no es una opinión teológica mía, sino doctrina de fe en la Iglesia.

Cuando yo escribía aquellas frases, allá por los años treinta, en el ambiente católico —en la vida pastoral concreta— se tendía a promover la búsqueda de la perfección cristiana entre los jóvenes haciéndoles apreciar sólo el valor sobrenatural de la virginidad, dejando en la sombra el valor del matrimonio cristiano como otro camino de santidad.

Normalmente, en los centros de enseñanza no se solía formar a la juventud de manera que apreciara como se merece la dignidad del matrimonio. Todavía ahora es frecuente que, en los ejercicios espirituales que suelen dar a los alumnos cuando cursan los últimos estudios secundarios, se les ofrezcan más elementos para considerar su posible vocación religiosa que su también posible orientación al matrimonio. Y no faltan —aunque sean cada vez menos— quienes desestiman la vida conyugal, haciéndola aparecer a los jóvenes como algo que la Iglesia simplemente tolera, como si la formación de un hogar no permitiese aspirar seriamente a la santidad.

En el Opus Dei hemos procedido siempre de otro modo, y —dejando muy clara la razón de ser y la excelencia del celibato apostólico— hemos señalado el matrimonio como camino divino en la tierra.

A mí no me asusta el amor humano, el amor santo de mis padres, del que se valió el Señor para darme la vida. Ese amor lo bendigo yo con las dos manos. Los cónyuges son los ministros y la materia misma del sacramento del Matrimonio, como el pan y el vino son la materia de la Eucaristía. Por eso me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino. Y, a la vez, digo siempre que, quienes siguen el camino vocacional del celibato apostólico, no son solterones que no comprenden o no aprecian el amor; al contrario, sus vidas se explican por la realidad de ese Amor divino —me gusta escribirlo con mayúscula— que es la esencia misma de toda vocación cristiana.

No hay contradicción alguna entre tener este aprecio a la vocación matrimonial y entender la mayor excelencia de la vocación al celibato propter regnum coelorum (Mt 19, 12), por el reino de los cielos. Estoy convencido de que cualquier cristiano entiende perfectamente cómo estas dos cosas son compatibles, si procura conocer, aceptar y amar la enseñanza de la Iglesia; y si procura también conocer, aceptar y amar su propia vocación personal. Es decir, si tiene fe y vive de fe.

Cuando yo escribía que el matrimonio es para la clase de tropa, no hacía más que describir lo que ha sucedido siempre en la Iglesia. Sabéis que los obispos —que forman el Colegio Episcopal, que tiene como cabeza al Papa, y gobiernan con él toda la Iglesia— son elegidos entre los que viven el celibato: lo mismo en las Iglesias orientales, donde se admiten los presbíteros casados. Además es fácil de comprender y de comprobar que los célibes tienen de hecho mayor libertad de corazón y de movimiento, para dedicarse establemente a dirigir y sostener empresas apostólicas, también en el apostolado seglar. Esto no quiere decir que los demás seglares no puedan hacer o no hagan de hecho un apostolado espléndido y de primera importancia: quiere decir sólo que hay diversidad de funciones, diversas dedicaciones en puestos de diversa responsabilidad.

En un ejército —y sólo eso quería expresar la comparación— la tropa es tan necesaria como el estado mayor, y puede ser más heroica y merecer más gloria. En definitiva: que hay diversas tareas, y todas son importantes y dignas. Lo que interesa, sobre todo, es la correspondencia de cada uno a su propia vocación: para cada uno, lo más perfecto es —siempre y sólo— hacer la voluntad de Dios.

Por eso, un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al celibato apostólico; y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor, emprende ese camino, se alegra sinceramente. Y llega a amar aún más su propia vocación matrimonial, que le ha permitido ofrecer a Jesucristo —el gran Amor de todos, célibes o casados— los frutos del amor humano.

A lo largo de esta entrevista ha habido ocasión de comentar aspectos importantes de la vida humana y específicamente de la vida de la mujer; y de advertir cómo los valora el espíritu del Opus Dei. ¿Podría decirnos, para terminar, cómo considera que se debe promover el papel de la mujer en la vida de la Iglesia?

No puedo ocultar que, al responder a una pregunta de este tipo, siento la tentación —contraria a mi práctica habitual— de hacerlo de un modo polémico. Porque hay algunas personas que emplean ese lenguaje de una manera clerical, usando la palabra Iglesia como sinónimo de algo que pertenece al clero, a la Jerarquía eclesiástica. Y así, por participación en la vida de la Iglesia, entienden sólo o principalmente la ayuda prestada a la vida parroquial, la colaboración en asociaciones con mandato de la Sagrada Jerarquía, la asistencia activa en las funciones litúrgicas, y cosas semejantes.

Quienes piensan así olvidan en la práctica —aunque quizá lo proclamen en la teoría— que la Iglesia es la totalidad del Pueblo de Dios, el conjunto de todos los cristianos; que, por tanto, allá donde hay un cristiano que se esfuerza por vivir en nombre de Jesucristo, allí está presente la Iglesia.

Con esto no pretendo minimizar la importancia de la colaboración que la mujer puede prestar a la vida de la estructura eclesiástica. Al contrario, la considero imprescindible. He dedicado mi vida a defender la plenitud de la vocación cristiana del laicado, de los hombres y de las mujeres corrientes que viven en medio del mundo y, por tanto, a procurar el pleno reconocimiento teológico y jurídico de su misión en la Iglesia y en el mundo.

Sólo quiero hacer notar que hay quienes promueven una reducción injustificada de esa colaboración; y señalar que el cristiano corriente, hombre o mujer, puede cumplir su misión específica, también la que le corresponde dentro de la estructura eclesial, sólo si no se clericaliza, si sigue siendo secular, corriente, persona que vive en el mundo y que participa de los afanes del mundo.

Corresponde a los millones de mujeres y de hombres cristianos que llenan la tierra, llevar a Cristo a todas las actividades humanas, anunciando con sus vidas que Dios ama a todos y quiere salvar a todos. Por eso la mejor manera de participar en la vida de la Iglesia, la más importante y la que, en todo caso, ha de estar presupuesta en todas las demás, es la de ser íntegramente cristianos en el lugar donde están en la vida, donde les ha llevado su vocación humana.

¡Cuánto me emociona pensar en tantos cristianos y en tantas cristianas que, quizá sin proponérselo de una manera específica, viven con sencillez su vida ordinaria, procurando encarnar en ella la Voluntad de Dios! Darles conciencia de la excelsitud de su vida; revelarles que eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de eternidad; enseñarles a escuchar más atentamente la voz de Dios, que les habla a través de sucesos y situaciones, es algo de lo que la Iglesia tiene hoy apremiante necesidad: porque a eso la está urgiendo Dios.

Cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano. Y la mujer participará en ella de la manera que le es propia, tanto en el hogar como en las otras ocupaciones que desarrolle, realizando las peculiares virtualidades que le corresponden.

Lo principal es, pues, que como Santa María —mujer, Virgen y Madre— vivan de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38), hágase en mí según tu palabra, del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero.

El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.

¿Qué son los sacramentos —huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos— sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar?3.

Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios4. Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que —en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios5.

Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas6.

Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...

Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo7.

Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.

Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.

El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano.

Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice.

¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?9. ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios.

La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma —mi ser entero— son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo10.

Referencias a la Sagrada Escritura
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Notas
1

Cfr. nota al n. 27.

Notas
3

Cfr. Gaudium et Spes, 38.

4

1 Cor 3, 22-23.

5

1 Cor 10, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
6

A. Machado, Poesías completas. CLXI.— Proverbios y cantares. XXIV. Espasa-Calpe. Madrid, 1940.

7

Lc 24, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

1 Cor 6, 19.

10

1 Cor 6, 20.

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