Lista de puntos

Hay 7 puntos en «En diálogo con el Señor» cuya materia es Fidelidad.

¿Quién es capaz de precisar cómo se toma la primera decisión de entrega, cuándo nace esa primera ingenuidad y –vuelvo a repetir– esa falta de lógica? Una entrega –yo tengo mi experiencia, y cada uno de vosotros tiene la suya– que hay que renovar cada instante, cada día y, en ocasiones, muchas veces al día, perdido quizá ya el candor de los primeros momentos. Porque nos hemos acercado a Cristo y hemos sentido latir fuerte, fuerte, su Corazón, y hemos llegado a gustar de esas delicias suyas, que son «estar Él con los hijos de los hombres»3; por todo eso sabemos lo que vale el amor de Dios.

Sí, hay que renovar la entrega; hay que volver a pronunciar: Señor, te amo, y decirlo con toda el alma. Aunque la parte sensible no responda, se lo diremos con el calor de la gracia y con la voluntad nuestra: Jesús mío, Rey del universo, te amamos.

Quiero insistir en la falta de lógica humana que se ve a lo largo de estos cuarenta y dos años de historia nuestra. Hemos encontrado, hijos, al Herodes que ha querido matar esta gran realidad divina –no es ilusión– de nuestra vida, que nos ha hecho cambiar del todo. También la Obra ha encontrado, más de una vez, a Herodes en su camino. Pero ¡tranquilos, tranquilos! No hemos dejado tantas cosas –los Magos hicieron lo mismo, abandonando incluso el lugar de su residencia, donde tenían quizá poder y eran considerados como personas de mucha categoría–; no hemos dejado nuestros intereses personales por una nimiedad. Ahora sabemos muy claramente que el motivo divino, que nos inquietó y nos arrancó de nuestra poltronería, es un motivo que vale la pena. ¡Vale la pena!: nos conviene ser fieles; nos conviene tener tanto amor, que en nuestra vida no quepa el temor.

Hijos míos, ¿queréis decir al Señor, conmigo, que no tenga en cuenta mi pequeñez y mi miseria, sino la fe que me ha dado? ¡Yo no he dudado jamás! Y esto es también tuyo, Señor, porque es propio de los hombres vacilar.

¡Cuarenta y cuatro años! Hijos míos, recuerdo ahora ese cuadrito con la imagen de San José de Calasanz, que hice colocar junto a mi cama. Veo al Santo venir a Roma; le veo permanecer aquí, maltratado. En esto me encuentro parecido. Lo veo Santo –y en esto no me hallo parecido–, y así hasta una ancianidad veneranda.

Sed fieles, hijos de mi alma, ¡sed fieles! Vosotros sois la continuidad. Como en las carreras de relevos, llegará el momento –cuando Dios quiera, donde Dios quiera, como Dios quiera– en el que habréis de seguir vosotros adelante, corriendo, y pasaros el palitroque unos a otros, porque yo no podré más. Procuraréis que no se pierda el buen espíritu que he recibido del Señor, que se mantengan íntegras las características tan peculiares y concretas de nuestra vocación. Transmitiréis este modo nuestro de vivir, humano y divino, a la generación próxima, y ésta a la otra, y a la siguiente.

Señor, te pido tantas cosas para mis hijos y para mis hijas… Te pido por su perseverancia, por su fidelidad, ¡por su lealtad! Seremos fieles, si somos leales. Que pases por alto, Señor, nuestras caídas; que ninguno se sienta seguro si no combate, porque donde menos se piensa salta la liebre, como dice el refrán. Y todos los refranes están llenos de sabiduría.

Que os comprendáis, que os disculpéis, que os queráis, que os sepáis siempre en las manos de Dios, acompañados de su bondad, bajo el amparo de Santa María, bajo el patrocinio de San José y protegidos por los Ángeles Custodios. Nunca os sintáis solos, siempre acompañados, y estaréis siempre firmes: los pies en el suelo, y el corazón allá arriba, para saber seguir lo bueno.

Así, enseñaremos siempre doctrina sin error, ahora que hay tantos que no lo hacen. Señor, amamos a la Iglesia porque Tú eres su Cabeza; amamos al Papa, porque te debe representar a Ti. Sufrimos con la Iglesia –la comparación es de este verano– como sufrió el Pueblo de Israel en aquellos años de estancia en el desierto. ¿Por qué tantos, Señor? Quizá para que nos parezcamos más a Ti, para que seamos más comprensivos y nos llenemos más de la caridad tuya.

Belén es el abandono; Nazaret, el trabajo; el apostolado, la vida pública. Hambre y sed. Comprensión, cuando trata a los pecadores. Y en la Cruz, con gesto sacerdotal, extiende sus manos para que quepamos todos en el madero. No es posible amar a la humanidad entera –nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie– si no es desde la Cruz.

Se ve que el Señor quiere darnos un corazón grande… Mirad cómo nos ayuda, cómo nos cuida, qué claro está que somos su pusillus grex2, qué fortaleza nos da para orientar y enderezar el rumbo, cómo nos impulsa a tirar aquí y allá una piedra que evite la disgregación, cómo nos ayuda en la piedad con ese silbo amoroso.

Gracias, Señor, porque sin amor de verdad no tendría razón de ser la entrega. Que vivamos siempre con el alma llena de Cristo, y así nuestro corazón sabrá acoger, purificadas, todas las cosas de la tierra. Así, de este corazón, que reflejará el tuyo amadísimo y misericordioso, saldrá luz, saldrá sal, saldrán llamaradas que todo lo abrasen.

Acudamos a Santa María, Reina del Opus Dei. Recordad que, por fortuna, esta Madre no muere. Ella conoce nuestra pequeñez, y para Ella siempre somos niños pequeños, que cabemos en el descanso de su regazo.

Hijas e hijos míos, todos tenemos altibajos en el alma. Hay momentos en los que el Señor nos quita el entusiasmo humano: notamos cansancio, parece como si el pesimismo quisiera adormecer el alma, y sentimos algo que intenta cegarnos y sólo nos deja ver las sombras del cuadro. Entonces es la hora de hablar con sinceridad y dejarse llevar de la mano, como un niño.

Para eso está la charla confidencial, fraterna, periódica. Para eso está la Confesión que, como tenéis buen espíritu, hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra**. Si procuráis reaccionar así, enseguida volverán las luces al cuadro, y comprenderemos que aquellas sombras eran providenciales, porque, si no existieran, faltaría relieve al retablo de nuestra vida. «El que habita al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso, diga a Dios: Tú eres mi refugio y mi ciudadela, mi Dios, en quien confío. Pues Él le librará de la red del cazador y de la peste exterminadora; le cubrirá con sus plumas, y le hará hallar refugio bajo sus alas, y su fidelidad le será escudo y adarga»15.

Pido a Jesús, por la intercesión de su Madre Bendita, y de nuestro Padre y Señor San José –a quien tanto quiero–, que me entendáis. Siempre, pero mucho más en estos momentos, sería una traición dejar de estar vigilantes, abrir la mano, consentir la más pequeña infidelidad. Cuando hay tanta gente desleal, estamos más obligados a ser fieles a nuestros compromisos de amor. No os importe si os parece que habéis perdido otros motivos, que antes os ayudaban a ir adelante, y ahora sólo os queda éste: la lealtad con Dios.

¡Lealtad! ¡Fidelidad! ¡Hombría de bien! En lo grande y en lo pequeño, en lo poco y en lo mucho. Querer luchar, aunque a veces parezca que no podemos querer. Si viene el momento de la debilidad, abrid el alma de par en par, y dejaos llevar suavemente: hoy subo dos escalones, mañana cuatro… Al día siguiente, quizá ninguno, porque nos hemos quedado sin fuerzas. Pero queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir.

Al que no estuviera decidido a ser constante con sus compromisos, a mantenerse íntegro en la fe e intachable en la conducta, yo le aconsejaría que desista de hacer el hipócrita, que se marche, y que nos deje a los demás tranquilos en nuestro camino. Hay un refrán en mi tierra que dice así: o herrar, o quitar el banco. O desempeñar el oficio propio de los cristianos, o suprimir el banco donde no se trabaja.

Nuestro quehacer sobrenatural es amar de verdad a Dios, que para eso nos ha dado un corazón y nos lo ha pedido entero. No podemos ser unos fingidos: yo sé que ninguno de mis hijos lo será. Insisto, sin embargo, en que si no meditáis lo que os digo, si no procuráis manteneros atentos, perderéis el tiempo y haréis mucho daño a la Iglesia y a la Obra. El Señor, hijas e hijos de mi alma, está a la espera de nuestra correspondencia, contando con que somos frágiles y nos encontramos inclinados a todas las miserias. Por eso, Él nos ayuda siempre: «Porque se adhirió a mí, yo le libertaré; yo le defenderé, porque ha reconocido mi nombre»16, dice el salmo.

Señor, te sientes contento cuando acudimos a Ti con nuestra lepra, con nuestra flaqueza, con nuestro dolor y nuestro arrepentimiento; cuando te mostramos nuestras llagas para que nos cures, para que hagas desaparecer la fealdad de nuestra vida. ¡Bendito seas!

Haz que todos mis hijos entiendan que tenemos obligación de desagraviarte, aun cuando estemos hechos de lodo seco, y nos rompamos alguna vez, y sea necesario que los demás nos sostengan. Ayúdanos a ser fieles a nuestros compromisos de amor, porque eres Tú la fortaleza que necesita nuestra flojera, sobre todo cuando se vive en medio de la crueldad de los enemigos en batalla.

Yo hago el propósito de recorrer de nuevo, en viaje de penitencia, en acción de gracias, cinco santuarios marianos, cuando Tú te dignes poner –comenzar a poner– remedio. Ya sé que lo primero que Tú quieres es que acudamos a tu Madre –«Ecce Mater tua!»24– y Madre nuestra. Acudiré con espíritu de amor y de agradecimiento y de reparación, sin espectáculo.

Haz que seamos duros con nosotros mismos, y comprensivos con los demás. Haz que no nos cansemos de sembrar la buena doctrina en el corazón de las almas, «opportune et importune»25, a toda hora, con nuestro pensamiento, que nos lleva a ponernos en tu presencia; con nuestros deseos ardientes, con nuestra palabra tempestiva, con nuestra vida de hijos tuyos.

Haz que metamos en las conciencias de todos la posibilidad espléndida, maravillosa, de vivir tratándote, sin sensiblerías. Lo que Tú nos das, ¿lo busco yo con alegría? ¡Señor, bendito seas! Si no quieres, no nos des ese consuelo, pero no podemos pensar que es cosa mala desearlo. Es cosa buena, como cuando apetecemos el sabor de una fruta, de un alimento. Hijos, poner ese aliciente es parte del modo de obrar de Dios.

Haz que no nos falten las divinas consolaciones, y que cuando Tú quieras que estemos sin ellas, comprendamos que nos tratas como a adultos, que no nos das la leche que se da al recién nacido, o la papilla que alimenta a la criatura que tiene apenas los primeros dientes. Concédenos la serenidad de entender que nos proporcionas el sustento sólido, de los que ya pueden por su cuenta manejarse. Pero te suplico que te dignes concedernos una dedada de miel, porque el momento es tan penoso para todos.

Te pido por la mediación de Santa María, poniendo por abogado a mi Padre y Señor San José, invocando a los Ángeles y a los Santos todos, a las almas que están en tu gloria y gozan de la visión beatífica, que intercedan por nosotros, para que tú nos mandes los dones del Espíritu Santo.

Te ruego también que nos demos cuenta de que eres Tú el que vienes en el Sacramento del Altar y que, cuando desaparecen las especies, Tú, Dios mío, no te vas: ¡te quedas! Comienza en nosotros la acción del Paráclito, y nunca una Persona está sola: están las Tres, el Dios Único. Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura, este pobre hombre que soy yo, que sepa siempre que es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima.

Hijas e hijos míos, decid conmigo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad. Y con la ayuda de mi Madre, Santa María, lucharé para tener tanto amor que llegue a ser, en este desierto, un gran oasis donde Dios se pueda recrear. «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies!»26. No desoye el Señor a los corazones penitentes y humildes.

A mí, que me ha tocado vivir tantas cosas, me parece un sueño cuando contemplo la realidad espléndida de nuestro Opus Dei y compruebo la lealtad de los hijos míos a Dios, a la Iglesia, a la Obra. Es lógico que alguna vez se quede alguien en el camino. A todos damos el alimento apropiado, pero aun tomando un alimento muy bien escogido dietéticamente, no todo se asimila. No quiere decir que sean gente mala. Esos pobrecitos vienen luego con lágrimas como puños, pero ya no tiene remedio.

Esta desgracia nos puede suceder a todos, hijas e hijos míos; a mí también. Mientras me halle en la tierra, también yo soy capaz de cometer una tontería grande. Con la gracia de Dios y vuestras oraciones, con el poco de esfuerzo que haga, no me ocurrirá jamás.

No hay nadie que esté exento de este peligro. Pero si hablamos, no pasa nada. No dejéis de hablar, cuando os suceda algo que no quisierais que se supiese. Decidlo enseguida. Mejor antes y, si no, después; pero hablad. No olvidéis que el pecado más grande es el de soberbia. Ciega muchísimo. Hay un viejo refrán ascético que reza así: lujuria oculta, soberbia manifiesta.

Nunca me cansaré de insistiros en la importancia de la humildad, porque el enemigo del amor es siempre la soberbia: es la pasión más mala, es aquel espíritu de raciocinio sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y que nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados. Cosa que sólo por excepción es verdad.

Sed humildes, hijos míos. No con una humildad de garabato, como algunos que solían andar encogidos por la calle. Cabe una actitud marcial del cuerpo, siendo bien humildes. Tendréis así una voluntad entera, sin quiebra; un carácter completo, no débil; esculpido, no dibujado. Y no se romperá el vaso.

¡Sed fieles, sed leales! Tendréis muchas ocasiones en la vida de no ser fieles y de no ser leales, porque nosotros no somos plantas de invernadero. Estamos expuestos al frío y al calor, a la nieve y a la tormenta. Somos árboles, que a veces se llenan de polvo, porque están a todos los vientos, pero que se quedan limpios, preciosos, en cuanto viene la gracia de Dios, como la lluvia. No os asustéis por nada. Si no sois soberbios –repito–, iréis adelante ¡siempre!

¿Y cómo haréis las cosas bien, para corresponder al amor de esta Madre guapa que es la Obra, para ser leales? Es muy fácil, muy fácil. En primer lugar, tenéis que dejar hacer en vosotros, sin protesta, porque no os conocéis. Yo he cumplido ya setenta años, y no acabo de conocerme bien, de modo que vosotros ¡dónde andaréis con vuestro propio conocimiento!

A mí no me hacen la corrección fraterna, pero dos hermanos vuestros* me dicen con mucha claridad lo que les parece oportuno, y yo se lo agradezco con toda mi alma. ¡Que se ejercite la corrección fraterna!, que es un modo delicadísimo de quererse, con las condiciones que hemos puesto para que no sea molesta. Es molesta para el que la hace; en cambio, el que la recibe debe agradecerla, como se agradece al médico que ha metido el bisturí en una herida infectada, para curarla.

Después, hacer. Os he dicho innumerables veces que nadie pierde su personalidad al venir a la Obra; que la diversidad, el sano pluralismo, es manifestación de buen espíritu. Pues haced por vuestra cuenta, que nadie os lo impedirá. El Opus Dei respeta totalmente el modo de ser de cada uno de sus hijos. Nosotros perdemos relativamente la libertad, sin perderla, porque nos da la gana. Es la razón más sobrenatural: porque nos da la gana, por amor.

Y luego, Dios nos llevó por los caminos de nuestra vida interior, por los específicos. ¿Qué buscaba yo? Cor Mariæ Dulcissimum, iter para tutum! Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. Y acudí a San José, mi Padre y mi Señor. Me interesaba verlo poderoso, poderosísimo, jefe de aquel gran clan divino, y a quien Dios mismo obedecía: «Erat subditus illis!»2. Y acudí a la intercesión de los Santos con simplicidad, en un latín morrocotudo pero piadoso: Sancte Nicolaë, curam domus age! Y a la devoción a los Santos Ángeles Custodios, porque fue un 2 de octubre cuando sonaban aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles, una parroquia madrileña junto a Cuatro Caminos… Yo estaba en un sitio que ha desaparecido casi por completo; lo mismo que aquellas campanas: sólo queda una, que ahora está colocada en Torreciudad. Acudí a los Santos Ángeles con confianza, con puerilidad; sin darme cuenta de que Dios me metía –vosotros no tenéis por qué imitarme, ¡viva la libertad!– por caminos de infancia espiritual.

¿Qué puede hacer una criatura, que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual. Eso sí, a golpe de disciplina, llevando el compás. Pero no siempre: había temporadas en que no.

Hijos míos, os estoy contando un poquito de lo que ha sido mi oración de esta mañana. Es para llenarme de vergüenza y de agradecimiento, y de más amor. Todo lo hecho hasta ahora es mucho, pero es poco: en Europa, en Asia, en África, en América y en Oceanía. Todo es obra de Jesús, Señor nuestro. Todo lo ha hecho nuestro Padre del Cielo.

Si algunos que son gente mayor, gente hecha, gente culta, me oyeran hablar así dirían: ¡este hombre está loco! Pues sí, estoy loco. Deo gratias! Gracias a Nuestro Señor por esta locura de amor, que muchas veces no siento, hijos míos. Aun humanamente hablando, soy el hombre menos solo de la tierra; sé que en todos los sitios están rezando por mí, para que sea bueno y fiel. Y, sin embargo, a veces me siento tan solo… No han faltado nunca, oportunamente, de modo providencial y constante, los hermanos vuestros que –más que hijos míos– han sido para mí como padres, cuando he necesitado el consuelo y la fortaleza de un padre.

Hijos míos, toda nuestra fortaleza es prestada. ¡A luchar!, no os hagáis ilusiones. Si peleamos, todo saldrá. Tenéis por delante tanto camino recorrido, que ya no os podéis equivocar. Con lo que hemos hecho en el terreno teológico –una teología nueva, queridos míos, y de la buena– y en el terreno jurídico; con lo que hemos hecho con la gracia del Señor y de su Madre, con la providencia de nuestro Padre y Señor San José, con la ayuda de los Ángeles Custodios, ya no podéis equivocaros, a no ser que seáis unos malvados.

Vamos a dar gracias a Dios. Y ya sabéis que yo no soy necesario. No lo he sido nunca.

¡Hala!, no sé por qué estáis tan callados… Hablad vosotros.

Notas
3

Pr 8,31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
2

Cfr. Lc 12,32; «pusillus grex»: «pequeño rebaño» (N. del E.).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
**

** «hacéis siempre que podéis con un sacerdote de la Obra»: la labor de acompañamiento espiritual, según el espíritu y los modos específicos del Opus Dei, se realiza en parte a través de los consejos que se dan por medio de la Confesión, por lo que resulta coherente acudir a sacerdotes con ese espíritu, aunque, como es obvio, hay libertad para confesarse con quien se desee, como san Josemaría recuerda un poco más adelante, en el n.º 85 (N. del E.).

15

Dom. I in Quadrag., Tract. (Sal 91[90],1-4).

16

Dom. I in Quadrag. Tract. (Sal 91[90],14).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Cfr. Jn 19,27.

25

Cfr. 2 Tm 4,2.

26

Sal 51(50),19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
*

** Eran don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, que le atendían en sus necesidades espirituales y materiales (N. del E.).

Notas
2

Lc 2,51.

Referencias a la Sagrada Escritura