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Señor, te sientes contento cuando acudimos a Ti con nuestra lepra, con nuestra flaqueza, con nuestro dolor y nuestro arrepentimiento; cuando te mostramos nuestras llagas para que nos cures, para que hagas desaparecer la fealdad de nuestra vida. ¡Bendito seas!

Haz que todos mis hijos entiendan que tenemos obligación de desagraviarte, aun cuando estemos hechos de lodo seco, y nos rompamos alguna vez, y sea necesario que los demás nos sostengan. Ayúdanos a ser fieles a nuestros compromisos de amor, porque eres Tú la fortaleza que necesita nuestra flojera, sobre todo cuando se vive en medio de la crueldad de los enemigos en batalla.

Yo hago el propósito de recorrer de nuevo, en viaje de penitencia, en acción de gracias, cinco santuarios marianos, cuando Tú te dignes poner –comenzar a poner– remedio. Ya sé que lo primero que Tú quieres es que acudamos a tu Madre –«Ecce Mater tua!»24– y Madre nuestra. Acudiré con espíritu de amor y de agradecimiento y de reparación, sin espectáculo.

Haz que seamos duros con nosotros mismos, y comprensivos con los demás. Haz que no nos cansemos de sembrar la buena doctrina en el corazón de las almas, «opportune et importune»25, a toda hora, con nuestro pensamiento, que nos lleva a ponernos en tu presencia; con nuestros deseos ardientes, con nuestra palabra tempestiva, con nuestra vida de hijos tuyos.

Haz que metamos en las conciencias de todos la posibilidad espléndida, maravillosa, de vivir tratándote, sin sensiblerías. Lo que Tú nos das, ¿lo busco yo con alegría? ¡Señor, bendito seas! Si no quieres, no nos des ese consuelo, pero no podemos pensar que es cosa mala desearlo. Es cosa buena, como cuando apetecemos el sabor de una fruta, de un alimento. Hijos, poner ese aliciente es parte del modo de obrar de Dios.

Haz que no nos falten las divinas consolaciones, y que cuando Tú quieras que estemos sin ellas, comprendamos que nos tratas como a adultos, que no nos das la leche que se da al recién nacido, o la papilla que alimenta a la criatura que tiene apenas los primeros dientes. Concédenos la serenidad de entender que nos proporcionas el sustento sólido, de los que ya pueden por su cuenta manejarse. Pero te suplico que te dignes concedernos una dedada de miel, porque el momento es tan penoso para todos.

Te pido por la mediación de Santa María, poniendo por abogado a mi Padre y Señor San José, invocando a los Ángeles y a los Santos todos, a las almas que están en tu gloria y gozan de la visión beatífica, que intercedan por nosotros, para que tú nos mandes los dones del Espíritu Santo.

Te ruego también que nos demos cuenta de que eres Tú el que vienes en el Sacramento del Altar y que, cuando desaparecen las especies, Tú, Dios mío, no te vas: ¡te quedas! Comienza en nosotros la acción del Paráclito, y nunca una Persona está sola: están las Tres, el Dios Único. Este cuerpo y esta alma nuestra, esta pobre criatura, este pobre hombre que soy yo, que sepa siempre que es como un Sagrario en el que se asienta la Trinidad Beatísima.

Hijas e hijos míos, decid conmigo: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo, creo en la Santísima Trinidad. Y con la ayuda de mi Madre, Santa María, lucharé para tener tanto amor que llegue a ser, en este desierto, un gran oasis donde Dios se pueda recrear. «Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies!»26. No desoye el Señor a los corazones penitentes y humildes.

Notas
24

Cfr. Jn 19,27.

25

Cfr. 2 Tm 4,2.

26

Sal 51(50),19.

Referencias a la Sagrada Escritura
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